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sábado, 11 de diciembre de 2021

MÉNDEZ NÚÑEZ, 7: Una casa con exigencias

 

 (154/2021)

         La casa de Méndez Núñez, a pesar de sus desconchones, era muy hermosa; tanto como lo son todas las casas cuando lo único que queda de ellas es el recuerdo intermitente de una infancia escondida detrás de demasiados calendarios; tantos que se cuentan por decenas.

      La casa de Méndez Núñez sigue siendo y pareciéndome muy hermosa, a pesar de su insistencia en pasearse a sus anchas por cualquier resquicio por el que pueda colarse de rondón en mi memoria.

      Me arrancaron de aquella casa sin darme tiempo a rescatar de su insólito escondrijo la cajeta −así se decía allí y por entonces−, donde guardaba mi pequeño tesoro, ni permitir que me despidiera de los rincones donde había dejados olvidados los escasos recuerdos que pueden almacenarse en apenas 15 años aún por cumplir. Pero, para entonces, la casa de Méndez Núñez, con sus habilidades de vieja, ya me había habitado a mí para siempre con esa tozudez con la que las casas de las infancias nos habitan, como si ellas fueran auténticas almas en pena, y nosotros simples paredes en las que los espíritus escriben mensajes indelebles, doliéndose de discontinuos espacios vacíos y con demasiado escombro de relleno entre las grietas del tiempo.

      Busco en la memoria, y apenas recupero un fragmento de aquel despojo que me dejó un hueco aún por rellenar. Ahora comprendo por qué no puedo recordar el momento y las circunstancias exactas de los últimos momentos en Méndez Núñez, 7: la mudanza parece que se hizo de un día para otro, de manera precipitada, mientras yo estaba en el internado, al que regresé −o me regresaron− de forma inmediata, sin que todavía se hubieran apagado en la casa ni el olor de los cirios, ni los ecos de los responsos, ni las visitas plañideras del vecindario, que venía a dar el pésame a la viuda y a husmear cómo resuena un caserón tan grande cuando el hombre de la casa falta de repente y sin aviso previo.

      Eso fue por febrero de aquel año.

      Cuando, llegado junio, las monjas me devolvieron a mi familia, como quien le da suelta a un colorín enjaulado, la casa de Méndez Núñez ya era un recuerdo sin padre al que no volver, y el pueblo donde estaba la casa un nombre que empezaba por la letra “J”, como el nombre de aquel chiquillo de calzones largos recién estrenados, que me miraba de reojo mientras yo me pavoneaba encima de mi bicicleta propia, por delante del taller de Mañas, a las afueras de “J”, donde se alquilaban bicicletas cochambrosas a real la hora, hasta que los Reyes Magos del año anterior me regalaran aquella bicicleta HB, con malla de colores en la rueda de atrás para que no se me metiera entre los radios el vuelo y los rubores del cancán almidonado.  

      Ahora me parece mentira que una casa pueda contener y almacenar tanta vida compartida durante tan pocos años. Y, sin embargo, la casa de Méndez Núñez, 7 es una especie de almacén de recuerdos que vienen y van, y se repiten durante la vigilia en cuanto me descuido; y regresan y se recrean en sueños con estancias, formas y sonidos fantasmagóricos o gloriosos, como si los sueños fueran caminos de vuelta a la patria de una infancia sajada de un solo tajo.

      Es curioso.

      Muchas noches sueño con aquella casa, y nunca tiene la misma forma, ni es como fue, aunque se le parezca mucho, y acabe yo por encontrarle un punto de identidad; y pasan cosas, aunque casi nunca sucede lo que de verdad sucedió en ella. Pero sufro y gozo con la misma intensidad de entonces.

      ¡Si yo contara…!

*

      Anoche, la casa de Méndez Núñez, 7 volvió a colarse en el mundo de mis sueños en cuanto yo di la primera cabezada y me dejé caer en él.

      Nadie va a creerme cuando diga lo que voy a decir.

      Pero lo tengo que decir.

      La casa del sueño de anoche es como si estuviera viva. Tenía por balcones dos inmensos ojos que me miraban muy fijos, tal que si estuvieran intentando leerme y aprenderse de memoria esos recuerdos que guardo yo enrollados y clasificados por edades.

      Ahora que lo pienso, es muy posible que la casa y yo hayamos mantenido un diálogo intermitente durante toda la noche sobre la conveniencia o inconveniencia de desempolvar y sacar a la luz esas antiguallas ya lejanas.

      −¿Pero tú no te das cuenta de que tengo ya demasiadas lagunas en la memoria como para ponerme esa tarea? −creo que le he objetado en un momento determinado del sueño para escurrirme de lo del mandato de escribir.

      −Pues, con contar lo que tu recuerdes, puedes darte por cumplida conmigo, −ha porfiado, poniéndose ella por delante.

      −¡Miedo me da!

      −¿Miedo? ¿De qué?

      −De que alguien se incomode por lo que yo pueda contar.

      −Pues comienza por aquilatar que las cosas nunca son como se cuentan, ni sucedieron como tú lo puedas contar, sino como cada quien las vivió.

      −¿Y si, a pesar de todo, se me incomodan y se nos escuecen?

      −Pues echa mano de lo que siempre dices como si fuera tuyo, y que le tienes tomado de prestado a tu maestro.

      −Como no me aclares de quién hablas…

      −Estoy mentando a ese tal Humberto Maturana que no se te cae de la boca.

      −No tengo ni repajolera idea de qué tiene que ver Maturana con lo de meterme en berenjenales de contar las cosas que no me pertenecen por entero, y que alguien pueda darse por aludido y me busque una ruina.

      −¡Ah, ¿no?!

      −Pues… No.

      −¡Vaya! ¿Ya no recuerdas el eterno soniquete? “Yo me hago responsable de lo que digo; no de lo que tú entiendas que he dicho”.

      −Mira, no me acordaba yo ahora de eso. Hay que ver lo que llega a pensar la gente. Y lo que puede llegar a decir esa gente cuando se echa a pensar.

      −Ea.

      −Ea, ¿qué?

      −Que te toca.

      −¿Que me toca? ¿Y se puede saber  qué es lo que me toca?

      −Te toca decir a ti.

      −¿Decir sobre ti, claro?

      −¿No te estarás guaseando de una pobre casa sin futuro…?

      −¿Yoooo…?

      −Eso mismo. Y, ya puesta, y hablando de “Yoses”, ponte tú misma por escrito como si fuera verdad lo que digas de ti.

      −¿Me estás diciendo que me invente una vida, aunque sea de mentira?

      −Mira, en eso no había pensado yo; pero tampoco está de más inventarse vidas paralelas para uno mismo y para lo que nos rodea. Tú escribe y que sea lo que Dios quiera. Así me redimes a mí de mis escombros y a ti de tus ausencias y carencias.

*

      No voy a entrar en mayores detalles sobre todas las loquerías que pueden llegar a decirse en una conversación onírica entre una mujer con el reloj señalando un tiempo de descuento y una casa que ya no está a tiempo de dar fe de lo que fue. Lo único que me queda, si quiero echar una cabezada sin que venga la casa a desvelarme, es ponerme a cumplir sus deseos, y escribir. Y ya de paso, ¡por qué no arrimar aquí uno de los poemas sobre aquella casa? Hablo del que está en la página 61 del poemario <FLORES QUE DABAN GRITOS> que acaba de ponerse a resollar.

 

DEL PUEBLO A LA CIUDAD  --- 16/2021

Eso fue por febrero de aquel año…

Me arrancaron de allí,

como se arranca la uña de la carne

la voluntad del diente en sus encías,

la erizada epidermis de su cuerpo,

o la abarca del pie del peregrino…

Arrancarme de allí.

Así comenzó todo.

Después, echar a andar camino de lo urbano

fue como naufragar en la aridez

de un inmenso rastrojo apelmazado,

erizado de granzas y pajones

y arribar

a una playa sin mar. Impredecible,

humosa, intermitente,

con los pies desgarrados por ásperas promesas coralinas,

con algas de desecho en la garganta.

Con el alma

ceñida por los restos de hitajos inservibles.

Durante tan azarosa singladura

los peces abisales, traslúcidos y ciegos,

me iban arrancando a dentelladas

mis viejas vestiduras vegetales

hasta torname en pulpa dolorida

ávida del alivio de algún vendaje humano y envolvente.

Por eso me encontraron

despavorida, desnuda y zozobrada

en el urbano lecho de un suburbio

con la palabra “padre” entre los labios.

 

En CasaChina. En un 24 de Febrero de 2021

 

Poema incluido en el poemario <FLORES QUE DABAN GRITOS> 2021, Página 61

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