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jueves, 14 de mayo de 2020

PRÓLOGO AL LIBRO "LOS NIÑOS DE LAS CARAS"



En algún lugar de este prólogo digo: "Porque nuestra auténtica patria es la infancia. El resto de la vida no es otra cosa que el corredor de la muerte". Yo, que comencé a leer los cimientos de este libro allá por 2017, cuando el autor, JUAN CANO PEREIRA aportó un cuento con idéntico nombre al del libro que gloso para su inserción en el libro que coordiné entonces, <SIERRA MÁGINA, TERRITORIO LITERARIO>, y que luego leí el libro de Juan <LOS NIÑOS DE LAS CARAS> entero tres años más tarde, porque el autor me encomendó prologarlo, no puedo por menos que recomendar vehementemente su lectura. Para los que somos de Sierra Mágina porque nos reconoceremos en él como si la infancia fuera recuperable. Para quienes no son de Sierra Mágina, porque durante muchos años vinieron (y siguen y seguirán viniendo) a intentar entender qué fue lo que se cocía en los fogones de aquella cocina donde comenzaron a emerger figuras inquietantes aún por redimir.
y aquí está lo que la prologuista ha sentido según avanzaba en la tarea encomendada.

 
Los puentes de Sierra Mágina cerca de Bélmez de la Moraleda

 PROLOGO
 LA CRUZ Y “LA PAVA”
María Socorro Mármol Brís

“Una vez me dijiste no hay edad suficiente para acallar la infancia”. (Escuchado en algún sitio)

Se lo adelanté al autor: “he dejado para hoy, día del libro del año del gran silencio, el concluir la lectura de tu libro”.
Estoy en la última página.
He dado muchas vueltas antes de llegar hasta aquí. He tomado notas; demasiadas; casi para hacer una tesis doctoral como sin duda merecería este libro. (NOTA: no va a quedarme otra: tendré que recortar, limitarme a apuntar símbolos, y que sean otros más capaces quienes vengan a apuntalar con preciosismo esta pequeña/gran obra maestra).
Debo reconocer (me) que estaba agarrada con desesperación a los últimos salientes de ese miedo irracional, propio de quien sabe que un solo paso más, y se sale del bosque encantado para regresar a la terrible realidad del silencio que nos rodea. A pesar de todo, he seguido −no me quedaba otro remedio porque la imprenta aguarda− hasta que, en las últimas líneas, un estremecimiento recorre mi espalda, desde el coxis hasta la nuca, cuando leo (y subrayo) un párrafo que me perturba:

“De pronto, toda la flama del verano que ya se halla en retirada, ha decidido bullirme por dentro y, por un instante, comprendo la sensación que experimentaron aquellos pájaros de Un día después del sábado[1], cuando se sintieron incapaces de reprimir la inercia que los hacía estrellarse contra las ventanas, para ir a morir por fin dentro de las casas. Todo estaba ahí, amontonado en un rincón del troje, en las cámaras de mi vieja casa, esperando a que viniera a buscar todas aquellas notas tomadas por la mente del niño que jugaba a ser invisible y poder manejarse entre unos hechos que no terminaba de comprender. Lo pienso ahora, y todavía no me puedo explicar cómo logré mantener la cerilla alejada de aquel montón de papeles manchados de recuerdos, emborronados de blancos, grises y negros: los colores de mi memoria”.

        Me niego a imaginar qué sería de nuestra vida, −la del Pueblo Elegido de Sierra Mágina; porque lo somos y por eso andamos errantes por el desierto desde siempre− si aquella cerilla imaginaria hubiera ajusticiado en la hoguera los papeles que dieron vida a este libro.
         Y es que este libro, −aparentemente un libro más− es, sin embargo, un críptico mapa emocional accesible solamente para iniciados; algo así como el Antiguo Testamento de los desheredados; o la Biblia de Sierra Mágina, contada por un niño sobre la piedra del tiempo. Un niño que se hizo grande antes de que Sierra Mágina pudiera resucitar de su crucifixión atemporal, mientras él seguía escondido detrás de sus recuerdos sin ordenar, y a la espera de que se obrara el milagro de que “La Pava”, esa cara de la casa de los encantamientos, atravesara la pared medianera con el templo donde ”La Cruz” sigue sugiriendo a quien quiera entenderlo que la obra más inquietante de Dios, los seres humanos, solamente llega a la perfección sobre el papel, como nos apuntó  Leonardo da Vinci cuando dibujaba a su Vitruvio, en un intento desesperado por arreglarle a Dios su equivocación dibujando al hombre perfecto.
         Durante siglos…, (NOTA: En Sierra Mágina el tiempo no se mide igual que en el resto del mundo. Un minuto puede durar siglos y viceversa). Decía que, durante siglos, Sierra Mágina se empeñó en su travesía del desierto a través de los ojos del niño-autor. JUAN CANO PEREIRA, (de los Pereira de toda la vida si tenemos en cuenta la presencia categórica de la figura materna).
         Un buen día, el niño-grande del que acabo de hablar se cansó de seguir esperando; y, sin pensárselo más, decidió meterse a milagrero, que viene a ser lo mismo que decidir abrirse las venas y escribir con sangre propia la gran epopeya de un tiempo en suspenso, envuelto entre viejos papeles perdidos en la cámara de la infancia, mientras una cerilla amenazante sobrevuela el pensamiento.
Fruto de la resurrección de aquel cansancio es este libro, cuya glosa y entendimiento −ya lo he dicho− quizá podría ocupar una biblioteca. Pero a mí se me ha dicho que me deje de facundias, y decido abordar este prólogo desde una lectura “prismática” −léase observación a través de un prisma de múltiples caras− reducidas a cinco facetas arcanas que paso a enumerar.
No es función de cualquier prologuista hacer literatura, sino y más bien la de apuntar con el dedo hacia las sinrazones mágicas por las que el lector que hojea un libro en las rinconeras de una librería debe enamorarse de él, seducirlo, secuestrarlo, arrastrarlo hasta lo oscuro y acabar leyéndole las entrañas como la gitana que lee el destino en la palma de la mano.
         He aquí los enigmas de mis razones para que usted, que acaba de abrir este libro, se decida a convertirlo en su barragán.

1.      Lo histórico: visto desde un concepto mágico trascendente.
2.      Lo identitario: referido a todas las edades de un niño narrador.
5.      Lo mágico: porque la palabra nos condena y nos redime, según se le tercie.

Lo histórico. Ya he adelantado que debe ser entendido desde el concepto mágico de lo narrado. Creame quien esto lee: la otra historia, la de los hechos reales (si es que los hubo o los hay), en definitiva, lo histórico no es lo esencial en este libro, aunque esté documentado con tal preciosismo que pareciera que estamos ante una labor de filtiré en la que los hilos se han ido sacando con ayuda de una lupa. Lo histórico/histórico sobre los paisajes y el paisanaje de este libro pueden encontrarlo en cualquier hemeroteca. Créanme también si les digo que esa “historia” de las historias de entonces volverá mil veces a los medios de comunicación; tantas como rentabilidades y utilidades se le adivinen.
Pero, en un nivel inmediatamente inferior al de la narración, en un submundo de cenotes, encontrarán historias que, por sus componentes mágicos, nunca serán contadas por los historiadores, siempre temerosos de eso que llaman “Comunidad Científica”. Entonces, llega el tiempo de los poetas; de los narradores. De los iniciados.
Todos lo sabemos. Hay historia nunca escritas. Me refiero a las HISTORIAS ONÍRICAS; esas que visitarán a los lectores más perceptivos cuando cierren los ojos y se dejen llevar por lo que acaban de leer antes de cerrarlos. Esa es la verdadera historia de este libro.

  Lo identitario. Deberá encontrarlo el lector en todas las edades transitadas hasta ahora por el niño narrador. Desde ahora les aseguro que no van a encontrar la menor dificultad, porque todos llevamos en nuestro interior a ese niño que jamás acabó de contar su propia historia. Y, a la manera de nuestras madres de entonces, cuando nos decían aquello de “si no comes no crecerás”, afirmo yo que quien no se cuenta a sí mismo en el paisaje de su infancia no consigue hacerse adulto del todo. Personalmente, no creo que exista un escritor que no se escriba a sí mismo en cada una de sus obras. Y Juan se hizo escritor porque, si quería crecer, no podía ser otra cosa que escritor para escribir este libro.
Tengo la sospecha de que, tras escribir este libro, Juan Cano Pereira −de los Pereira de toda la vida, por muy Cano que sea− se ha ganado su derecho a crecer, cuando reconoce:

         “Por lo que a mí respecta, yo era un niño –como diría Samuel Beckett— con escaso talento para la felicidad”.

Pareciera que el autor, leal con sus lectores, nos estuviera avisando de que, en este libro, él va a desollarse el alma más veces de las que el niño narrador se desolló las rodillas por aquellos finísimos parajes belmecinos (el diccionario los llama “belmezanos”). Consigue no obstante el autor transfigurarse, o, por mejor expresarlo, transustanciarse −y que Dios, si existe, me perdone si es que con esto le falto− para convertirse −el autor, digo− en el cuerpo y la sangre de sus paisanos.
Desde esa nueva sustancia suya, en la que se odia y se ama a sí mismo a través de los otros, traba todo un panel de personajes al más puro estilo de los wanted del Oeste: como “Benito el Mimbre”, “Dolores la Chalá” el gitano Meniche. O el Labios ¡Ay, la desmemoriada sabiduría del Labios! Y lo hace con la misma delicada cólera con la que las madres de casta arrancan a sus hijos del castigo del maestro: “a mi nene la única que le zurra soy yo”.
Juan Cano Pereira (de los Pereira de toda la vida) maltrata sin piedad a sus personajes con tal ternura que quien lee no puede por menos que sentir la necesidad de teletransportarse en el tiempo y en el espacio, dispuesto a llegar a aquellos parajes de agua, higueras, zarzales y rosas desterradas, y ponerse a consolar a cualquiera que arrastre sus pies por las solaneras del pueblo irredento. Pero es ahí donde Juan sale al quite para decirnos: aquí el único que tiene licencia para consolar el pasado es un servidor; que para eso lo vivió. Y lo vivió tan mala y buenamente, dentro de un cuerpo de rapaz inoportuno, que aquí estoy yo, Juan Cano Pereira, para contarlo.

Lo trágico. Todos guardamos crespones negros en nuestro cerebro de la infancia. Sucede que hay infancias cuyos crespones son una realidad que por telúrica se convierte en determinante.
Si ustedes, lectores, hubieran conocido el Bélmez de La Moraleda de la infancia del autor, el Bélmez “de las caras”, se estremecerían en cuanto avanzaran apenas unas páginas en la lectura de este libro, más que nada porque sentirían que, sin saber cómo, se han precipitado de manera irremediable hacia el abismo de la nostalgia desde lo alto de este precipicio que es la inquisitorial edad de los adultos.
Cuanto más avanzo en la lectura del LIBRO de nuestro JUAN CANO PEREIRA, más respeto siento por él −por ellos; libro y autor, si es que son dos entidades diferentes−. Amén de ameno, (nivel de lectura elemental), es un soberbio tratado de antropología de un rincón de nuestra Sierra Mágina, y de un momento histórico tan jaleado como inconcluso, narrado con una fluidez, una candidez y una sabiduría que me paraliza. ¿Su mayor acierto? Quizá haber elegido la voz narrativa de un niño, de forma que todo lo que dice (que dice mucho y documentado al detalle) es asumible por el lector, porque con los niños no se discute, a los niños se les manda callar o hacer sus gracias cuando vienen las visitas. Me detengo en algunos pasajes:
“Es curioso, pero cuando las caras y sus cosas fluyen por mí, me siento como el niño que desconcha en la pared, distrayéndome con cada figura, con cada medalla de cal, donde el adobe del muro se va mostrando poco a poco revelador y descarnado, sin que haya sentido el más mínimo dolor, aunque me estén sangrando los dedos” −dice el autor−.

Y llego a la conclusión de que en este libro se encuentra la gran tragedia del expatriado de cualquier tiempo; del expulsado de un paraíso absolutamente transitorio: la infancia. Porque nuestra auténtica patria es la infancia. El resto de la vida no es otra cosa que el corredor de la muerte.
         Un día descubrimos que habíamos sido desterrados de ella, mucho antes de saber que aquella patria de la infancia era irrecuperable.
Entonces cogemos un papel, juntamos un montón de letras encima, y la reivindicamos en blanco y negro, dejando que se nos derrame y se nos desborde hasta inundarnos.
La infancia es un lugar y un paisaje del que renegábamos entonces, cuando la sufríamos, y al que ahora regresamos de manera intermitente sintiendo todo el dolor de sabernos proscritos.
         Este Juan Cano Pereira, que me obliga a seguir leyendo, recupera, no ya su propio despiece, sino los pedazos de nuestra infancia lectora a través de la suya, que coloca encima de su mesa de trabajo, en lugares perfectamente reconocibles de Sierra Mágina, aunque en mitad de una feria de confusiones que solamente se produjo en Bélmez para convertirnos en universales: los montes, las huertas, las zarzas y los barrancos vienen a ser los mismos. El paisaje y el paisanaje, también. Lo único que cambia es que el sentido trágico de toda la comarca toma un protagonismo ciclópeo en ese pueblo; Bélmez.  Precisamente, en ése. Y lo hace a través de unas caras que eligen el suelo de la cocinilla de María para ponerle cenefas al gris del cemento y nerviosismo a los mandamases munícipes y religiosos. Entonces, ya no es una patria-infancia al uso, porque comienzan a llegar muchos forasteros dispuestos a poner etiquetas al fenómeno de una infancia única: la de los niños de las caras. Luego Juan va rescatando del montón caótico inicial los pedazos que mejor casan entre sí, y va montando una historia irrepetible con precisión de artesano. Son como esos pedazos de loza que recogen los geólogos en una excavación insospechada y los guardan en un museo.
         La tragedia está servida, y emerge en forma de terrores de una niñez expuesta a la vista de todos:
…O aquella otra historia de la mujer que se aparecía después de muerta. Durante un tiempo, cuando llegaba la noche, nadie estaba dispuesto a pasar por delante de la puerta de la que fue su casa, porque corrías el riego de que te persiguiera en una especie de danza macabra en la que ella, atada de pies y manos, daba saltos a tu alrededor. Resulta que alguien se había olvidado de desatarla antes de su sepelio y, así, impedida, no podía presentarse ante Dios en el día del Juicio Final.
El relatar y la intriga de espeluznantes historias que iban caldeando el ambiente, a la par que el miedo se iba haciendo cada vez más sólido y tangible en la expresividad de los ojos de quienes éramos más impresionables o tan solo más pequeños. Por el contrario, cuando alguien contaba una historia nueva o ya sabida sobre las caras, el temor mutaba en simple curiosidad infantil.

Hay veces en que la contundencia del relato es como un puñetazo de taberna. Valga como muestra la manera en que nos expone los quebraderos de cabeza del ministro Garicano, cuando reflexiona sobre la cerril contumacia de los paisanos de Bélmez en defender sus “caras”, que tanto incomodaba a doña Carmen (la “doña Carmen” por excelencia de aquellos años):
“…qué iba a pensar de estos ignorantes desagradecidos que, de no ser por los favores recibidos, aún estarían cagando en el corral e intentando no pisar su propia mierda entre las patas de los burros y las mulas”.

        El ajuste de cuentas se hace inevitable a estas alturas, porque, según el arranque del capítulo IV: “…la causa de los Pereira se había convertido en la causa de los de Bélmez, incluido su alcalde”.
        
      Digo yo que, si Dios existe, debe sentir ante los ateos la misma incredulidad frustrada que la que sintió María desde que comenzó la cosa de la aparición y andurreo cambiante de la caras en su humilde cocina y el peregrinaje oportunista a ella, hasta que cerró los ojos. Nadie debiera olvidar entonces que los niños de las caras son los herederos de la frustración de María.
Lo dicho.
Hay libros que son un ajuste de cuentas con la infancia. Una especie de “memoria histórica” privada, que es preciso desenterrar, y no precisamente para hacer un recuento de los huesos de aquel viejo esqueleto, sino para acomodar esos huesos donde debe ser, y asegurarse de que, tras la inspección, quedan numerados y dóciles, sin mayores afanes fantasmales. Y, finalmente, darles sepultura más o menos sagrada para que quien escribió el libro pueda descansar finalmente.
Y los que lo leen, también.
La verdad es que la descalificación de aquellos lugares, de sus acontecimientos, de sus gentes y de su “lo-que-fuera-que-sea” que nadie ha descifrado aún, superó con creces cualquier normalidad. Y es en su “paranormalidad” donde se encuentra el meollo de la sinrazón
“En el diario Ideal, el mismo periódico que en el 71 sacó a estos «rostros» del anonimato, Juan Antonio Aguilera, bioquímico y escéptico, expresaba en una carta al director su indignación porque las instalaciones fueran a ubicarse en el mismo lugar que antes ocupó un colegio, ya que «tiene enjundia simbólica: se sustituye la honesta promoción del conocimiento por la funesta difusión del embrutecimiento».
        
Es entonces cuando el niño (el niño de las caras que decide revivirlas) toma conciencia del sentimiento “nadie”, y escribe el capítulo V, LOS NADIE, para fortalecerse en su necesidad de venganza contra quienes vienen al pueblo a levantarles dolor de cabeza con sus ninguneos:
“Todo regresa y todo se enfrenta una vez más: los de arriba y los de abajo; los que tienen y los que carecen; quienes saben y los que ignoran. Siempre la misma cantinela repitiéndosenos, como a María Gómez aquella migraña eterna que apenas conseguía apaciguar al abrigo de la penumbra, con la sola compañía de sus caras”.

El niño crecido, a través de lo que escribe, pronuncia un “te vas a enterar, Rivas” reproduciendo la ignominia de la vieja carta:

                   Segovia, 26 de febrero, 1972.
Al señor alcalde de Bélmez de la Moraleda:

Hoy, en el periódico Ya, página 4, leo cuanto ha ocurrido en ese pueblo sobre el truco del tema de las caras, y que tanto ha dado qué decir en España, incluso en el extranjero. Si resumimos y sistematizamos el caso, no se le ocurre más que a un demente, a un tonto o a un idiota. Pero en el siglo XX, que se tenga que decir y consentir hacer esto en España, no hay derecho. Usted, como alcalde, no me explico no tenga esto el castigo correspondiente. Esto no es tener autoridad ni ser adictos a nuestro régimen de Franco. En Segovia, y yo en cabeza como jefe provincial de Administración local, hemos hecho una encuesta. Lo primero, dando cuenta a ochenta y cuatro componentes que somos de seis provincias, con el permiso que tenemos ya concedido número 8700 del Excelentísimo Señor Ministro de la Gobernación, para proponer sea usted destituido como alcalde, procesarle, y eso sí, fichado como una persona no apta para estos actos, por lo expuesto anteriormente. A ESTO NO HAY DERECHO SEÑOR ALCALDE.
Mientras tanto siga el citado expediente y usted con el remordimiento debido que no ha lugar a otra cosa, reiterando mi afecto y repitiendo, esto se llevará a efecto con todo rigor, este segoviano: Pablo Núñez Moto[2]

         Repito: Hay libros que son un ajuste de cuentas con la infancia.  Éste es uno de ellos.
El punto de partida para hablar de esa contradicción que son la frustración versus la esperanza (mejor, expectativa) del mundo rural puede ser cualquiera. En este caso, el autor, que por edad no tuvo ocasión de vivir la Guerra Civil sino desde la inoculación de lo que tuvimos que escuchar quienes no la vivimos, ha sabido encontrar en este libro la manera de ajustar cuentas por su cuenta con lo que sí vivió: el fenómeno de “las caras”, que vino a ser algo así como la gran venganza mística “nacionalsindicalista” de los vencedores (suponiendo que los hubiera).
         Lo que no olvida el autor es que vengarse exterminando es insano, porque se destruye el objeto en el que desahogar la ira. Es por eso por lo que recurre a su mejor estrategia: vengarse de pensamiento, palabra y omisión, sin dejar víctimas a la espalda, porque es sanador; porque se expulsa a un lado el veneno sorbido sin escupírselo a nadie a la cara.
         A esa manera de venganza la llamo yo magia.

           Lo mágico, trasmutado en palabras, llevado a un libro, trocado en libro como el que tenemos entre las manos, nos convierte en dioses lectores porque, como decía en la enumeración inicial, la palabra nos condena y nos redime, según se le tercie.

¿Hasta qué punto puede cambiar un pueblo perdido en lo más áspero y hermoso de la geografía española, y toda una generación, cuando un hecho mágico toma la cuesta abajo, traspasa los linderos del pueblo, avanza hacia las afueras de la comarca, repta por encima de los límites de la provincia, y de la región, y se va de bureo hasta la mismísima capital, hoy del reino y por entonces de lo de Franco?
Porque, cuando comenzó lo de “las caras”, estábamos en lo de Franco, y había que tentarse la ropa antes de ponerse a hablar de algo que no fuera lo que era…

El pasado, en el que habíamos desertado de nosotros mismos maldiciendo una y cien veces nuestra mala estampa, nos recibía ahora como los niños pródigos de las caras: con los brazos abiertos y sin reproche alguno, aunque nunca llegué a fiarme del todo.

Estamos ante una pura y mágica melancolía, emanada de un Juan Cano Pereira que consuma su venganza contando lo que recuerda, con voz de nene monago, pero desde la indulgencia de la madurez.
Crónica de una infancia del S. XX. Historia de una saga comarcal, donde los montes, para aquel/ aquellos pueblo/s, fueron más cárcel que bastión o baluarte. Y un niño amurallado entre sotanas, rosarios y calenturas…
Si hubiera de resumirse el contenido de este libro, lo encontraríamos en un párrafo perdido dentro del mismo, donde el propio autor retrata en foto fija todo el movimiento las páginas anteriores hasta llegar a la encrucijada:
“…Y es que los años y su maravillosa aventura han terminado por corregirme la mirada, haciéndola virar hasta los recónditos rincones de mi infancia, hasta la inmensa y extraña belleza de estos parajes de rocas heridas, hasta el alma caliza y laberíntica de las gentes de Sierra Mágina. Después de pasarme media vida en busca de fantásticos personajes que vivieran mis historias en lejanas y exóticas tierras, he descubierto que el pulso de mis palabras, que la emoción de mi relato, que la razón de ser de esta vocación y devoción mía, estaba ahí, bien cerca, a la vuelta de la vida, en la calle de los míos, en las esquinas de Bélmez de la Moraleda, donde hoy toca contar la normalidad de unas gentes a quienes les había ocurrido algo fantástico y excepcional.

No quiero cerrar estas notas sin dejar una referencia (¿poética?) al encabezamiento de este prólogo: Solo unos pocos elegidos ven más allá de las líneas de lo lógico. Esos son los magos. Si además lo escriben, como lo ha hecho Juan Cano Pereira, emerge el poeta.
         Quisiera yo tener la seguridad de que alguien escribiera para mí una especie de epitafio cuando llegue mi tiempo de ya no estar por aquí, a la manera en que el autor recuerda a uno de los personajes entrañables de esta ¿novela?

Y si no, que alguien me explique dónde puede encontrarse mayor ternura que en el momento en que el hijo desesperado y el amante eventual se juntan para emborracharse juntos y así poder permitirse lo que se permiten:
Aquella noche, en el salón de Rifa, los dos brindaron por ella.
—¡Por la Dolores!, ¡por la Chalá!


“Ya estoy otra vez aquí, empujado al alivio de su sombra, asido a la rama más fuerte de este no—castaño gordo y frondoso. Soy un pájaro más, un zorzal desvalido que regresa puntual hasta el árbol grande de Sierra Mágina, donde sé que me esperan los parlamentos sin hilo de su consejo de ancianos… El viejo Labios me ha enseñado a hacerlo. Basta con respirar hondo y apretar los ojos con todas tus fuerzas, que ya estás viendo a lo lejos las arrugas del tío Juan Lázaro, del tío Blas José, del tío Sonoro y del tío Camina, a medida que la conversación se les va enredando.

“Y aunque siempre haya quien defienda la conexión de las caras con el más allá, estos vecinos han aprendido a respetarse o a soportarse, pues, a pesar de las horas bajas, ahí siguen estando las dos; pared con pared: la Cruz y la Pava”.

En un 28 de un mes de Abril de 2020 que nos robaron.


[1] Sexto relato de «Los funerales de la Mamá Grande» de García Márquez.
[2] Carta que el jefe provincial de Administración local de Segovia envió en febrero de 1972 a Manuel Rodríguez Rivas, alcalde de Bélmez de la Moraleda.


CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...