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miércoles, 29 de abril de 2020

LA QUINIELA I



(Croniquilla del Viruso Coronado –50)
−Cordia XV−
Dedicada a una de las amigas de Cordia: que propuso el tema, sin desear de momento que su nombre aparezca.



La nota escrita por Misericordia temblaba en las manos de Braulio.  No podía entender que aquella mujer suya, que, como él mismo, no daba un paso sin decirle antes a dónde iba, se hubiese limitado a escribirle cuatro letras entre las que bien podía ver él que algo bastante raro había pasado para no darle mayor explicación, pero dejando entrever que su marcha no era precisamente voluntaria.

Comenzó a hacer un primer listado de posibilidades del que fue entresacando las menos probables hasta quedarse con las esenciales:

          UNA: Como él se había retrasado algo más de la cuenta, Cordia habría ido a buscarlo y le habría pasado algo. Pero eso no casaba bien con lo que decía la nota: “Por lo que escucho, vamos a salir por la circunvalación”. Eso quería decir varias cosas: una, que Cordia no iba sola, porque de ir sola no hubiera escrito “vamos a salir”.

      DOS: Que su mujer saliera a buscarlo, y con aquel genio suyo que le salía de vez en cuando, se encarara de malas maneras con los municipales si intentaron pararla, y se la hubieran llevado detenida. Cosa que descartó de inmediato, porque los municipales, con toda la autoridad que gustaban de exhibir cuando merodeaban en pareja, no se hubieran atrevido a detener a una mujer que los conocía desde chicos y que demostraba más autoridad que ellos mismos.

          Luego estaba aquello de que, según la nota de Cordia, algo tendría que saber la hija de la Toña. La Ñica. Para cerciorarse de lo que la nota quería decir, volvió a leerla:

“…la hija de la Toña, que la he visto yo fisgoneando detrás de la persiana con cara de triunfo”.

          “Con cara de triunfo”.

          ¿Por qué había subrayado la Cordia aquel “con cara de triunfo”?

          Se acercó al ventanal trasero con la esquela en la mano, y sintiendo la cabeza como una pared de frontón contra la que rebotaban las cuatro palabras subrayadas: “…con cara de triunfo” “…con cara de triunfo” “…con cara de triunfo…”.

         Afuera, furiosos torbellinos de aire, arrancados de una tormenta tardía para el mes del año en que estaban, se irritaba a fondo con los rosales recién florecidos del jardinillo, arrancaba hojas tiernas del avellano y sacudía los sarmientos del parral en los que ya pimpolleaban las espiguillas de los inminentes racimos de uvas de moscatel; un poco más lejos gemían las vallas que separaban el jardinillo del huerto; más al fondo comprobó que el recinto del corral estaba ya vacío. La Pita, la Kika y el Nano ya se habían retirado, y seguramente estarían encima de uno de los dos palos que él mismo había puesto de pared a pared en el gallinero hacía años. Sonrió sin querer al recordar lo déspota que se mostró siempre el Nano, quien no permitía que ninguna de las gallinas ocupara el palo más alto colonizado por él desde un principio. “Cada cual, según sus categoría, se cisca en los de abajo a sus anchas cuando lleva en sus manos el triunfo” −había refunfuñado la Cordia la tarde en que ellos dos comprobaron el reparto de puestos en el gallinero.

           “El triunfo”. Otra vez la palabra “triunfo” puesta en labios de su Cordia le recordaba ahora tiempos ya muy lejanos en los que en el corral picoteaban y escarbaban más de una docena de gallinas, con las que al gallo de entonces no le quedaba más remedio que compartir el palo de arriba a la hora de retirarse para dormir. ¿Por qué esa palabra le rondaba en la cabeza como si fuera una clave escrita y enfatizada en el papel por la Cordia, y sin duda a caso hecho?

           Más allá del jardinillo, y aún más allá del huerto, por detrás del chamizo del gallinero, el sol ya se había puesto, dejando derramada sobre el Valle detrás de sí una borrosa luminosidad menguante que se confundía con el afligido estado de ánimo de Braulio, quien ahora comprobaba que el viento, que momentos antes se desaforaba sin piedad con la vegetación, se había echado también a dormir, como el sol; y como sus animales. Sólo dos tórtolas rezagadas aliviaban su última sed en el bebedero de las gallinas, con aquellas maneras que tienen los pájaros de beber: amagar el cuello, meter el pico en el agua y luego levantar la cabeza y echarla hacia atrás, con un ligerísimo vaivén, como si carecieran de fuerza interna para el trasvase del agua desde el bebedero hasta el buche.

           Oscurecía ahora algo más deprisa.

           Y la Cordia sin dar señales de vida.

           Triunfaba las primeras sombras al otro lado de la cristalera.

       ¡El triunfo de las sombras! Otra vez la palabra machacona. “triunfo…”; “…cara de triunfo”.

          ¿Y si la Cordia hubiera querido mandarle una clave muy concreta?

          ¿Y si la Cordia estuviera diciéndole que fuera a preguntarle a … ¿a quién?

         ¿A la hija de la Toña?

         ¡No! Seguro que no.

         ¿Entonces?

          …Triunfo… triunfo.

         ¡CaraTriunfo!

          Eso mismo era. Pero mira que tenía talento su Cordia. ¡Era a CaraTriunfo! Él era al que la Cordia estaba señalando. Y, total, vivía en la casa de enfrente. Solo tenía que cruzar la calle, tocar con los nudillos en los cristales, y esperar a que abriera los postigos sin necesidad de tener que aproximarse a él más allá de lo necesario para que le diera razón de lo que pudiera haber visto desde su ventana, de la que no se retiraba si no era para hacer sus necesidades. Algo tendría que haber visto, como lo había visto la hija de la Toña…

Era una de esas noches de finales de abril, en las que las sombras no acaban de cerrarse del todo, y un biruji roncero se enseñorea de las calles, arrastrando por lo irregular de su pavimento su mal cuajo destemplado cuando Braulio, tras calarse la gorra, y echarse la pelliza sobre los hombros, abrió la puerta de su casa, en la seguridad de que no habría nadie por la calle por lo retirada que estaba, casi a las afueras del pueblo. Se veía luz tras algunas ventanas, entre ellas la del CaraTriunfo, que se dejaba distinguir cabeceando sobre el cristal de la mesa camilla.

        Antes de salir, aún sacó la cabeza y miró hacia la casa de la hija de la Toña, cuya ventana permanecía a oscuras, aunque, teniendo en cuenta el meneo de los visillos, lo más seguro es que ella estuviera alerta a cualquier evento del exterior por improbable que fuera. Pero a Braulio no le preocupaba ya aquel acoso de la mujer, que venía durando desde que él se decidió por cortejar a la Cordia a pesar de que la hija de la Toña no lo dejara respirar ni de noche ni de día.

         “¡La pobre! Para mí que todavía, siendo carcamales como somos ya todos nosotros, sigue cerril, tirándo indirectas” −reflexionó Braulio mientras salvaba el escalón de la puerta de su casa−.

        “¿Qué era lo que había dicho la hija de la Toña aquella noche en la que a Juanelo le pusieron el mote de CaraTriunfo?”. Ahora lo recordaba como si no hubieran pasado 50 años:

         “Juanelo: con el cuento de la quiniela, a ti se te ha puesto cara de triunfo sin haber triunfado; y esa −y miró a Cordia de medio lado− piensa que ha triunfado, sin saber que la última triunfadora seré yo. Tiempo al tiempo”.

         Eso es lo que había dicho la Ñica aquella noche.

       Luego quiso el destino, o a lo mejor fue la Ñica la que forzó el destino a fuerza de aborrecimiento, que vivieran pared con pared.

         Esa noche Braulio se estremecía recordando esos cincuenta años transcurridos. Nunca se lo había comentado a Misericordia; pero no era necesario decirle lo que ella percibía mejor que él mismo:  que hubo veces en que sintió cómo la aversión de la Ñica atravesaba el adobe de más de medio metro que separaba sus casas, traspasaba la puerta de su alcoba, y se hacía presente como un alma en pena, mientras él le dispensaba a la Cordia sus mejores caricias.

          En la ventana de enfrente el CaraTriunfo se removió y enfocó sus ojos agotados hacia la ventana de la Ñica, que acababa de iluminarse. Era el momento de salvar el escalón, cruzar la calle y preguntar al vecino.

         −¿A dónde dice que va, Ulio, a estas horas?

         Oyó la voz inconfundible de Blasillo, el municipal. Detrás de él, el otro municipal, el Jaro, picoteaba con la puntera de su bota el chinorrillo del alcorque del árbol contiguo. Parecía que hubieran estado esperando que saliera de su casa.

           −¿Y a vosotros qué os trae por aquí?

        −De patrulla. Ya sabe. Vigilando que no se quebrante el encierro y se perjudique al personal.

      −Tranquilos. Voy ahí mismo, al otro lado de la calle, a preguntarle al Nelo CaraTriunfo si puede darme razón de la Cordia, que lleva todo el día sin dar señales de vida. ¿Vosotros no sabreís…?

       −¿Nosotros? −y el Jaro arañaba ahora en el chinorrillo como si estuviera nervioso−. Pues, verá usted, Braulio (“mala cosa −pensó−: lo llamaban por su nombre completo”) tendrá que volverse a su casa, porque no está permitido salir si no es para lo que está permitido. Y a estas horas… Lo que tenga que ser, será.

Desde la ventana de enfrente, Nelo le hacía señas, como diciendo que dejara para después lo que fuera.

           Por el postigo entreabierto de la ventana de al lado salían la vocecilla cascada y dañina de la Ñica remedando la letra adulterada de aquel disco que ella gustaba de poner a todo volumen:

Yo se bien que estoy afuera

pero el día qu’ella se muera

se que tendrás que llorar…



          −Venga, Braulio, métase para dentro; que mañana será otro día. Y alguien vendrá antes o después a darle razón…



Inquieta en CasaChina. En un 29 de Abril de 2020


CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...