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viernes, 23 de julio de 2021

ALGO ES ALGO


          Lo adopte como mascota durante la tercera fase de la soledad, como podría haber adoptado a cualquier otro ser vivo autosuficiente, aún a riesgos de padecer la incomprensión de los ortodoxos del asunto. Y de los grandes dependientes.

       Antes de explicar lo de mi nueva mascota, quizá debiera comenzar por referirme a las tres fases en que yo clasifiqué la soledad hace algún tiempo: la primera viene a ser la del desconsuelo; le sigue la del asentimiento, y la tercera desemboca en un asentamiento glorioso. La tercera es esa en la que, tras atravesar la de estar más triste que una cebolla partida en gajos, se comienza a transitar hacia el sugestivo pacto con la posesión exclusiva y excluyente de las cosas, hasta llegar al orgasmo del silencio.

        Quizá la fase más peligrosa es la primera, porque en ella se puede intentar matar la soledad con lo primero que crees que te hace compañía, y se lanza una al barranco de cabeza y sin paracaídas, hasta que es demasiado tarde para recular. Es entonces cuando se apercibe la realidad con una lucidez aplastante: que una “MascotaPerro deja efluvios olorosos por toda la casa a cambio de tres lametones de nada cuando menos se te apetecen; una “MascotaPlanta”, suponiendo que se haya tenido el poco talento de descartar la chumbera y otros cactus, suele ser tiránica en sus requerimientos: “que si sacame al sol…, que si aquí hay mucho sol…, que no irás a dejarme al relente como a una acelga cualquiera…, que cómo andamos de abono… Y, además, a riesgo de hundirte en la miseria de la mustiez culpable, demanda riego hasta en ese fin de semana en que has quedado con un posible “MascotaHumano”, de esos que te llegan tan embetunados y planchadicos ellos el primer día, y, a la primera de cambio, te insinúan que si no podrías ir planchándolo tú mientras él pone en “TuTocadiscos” esa música ratonera que habías conseguido arrinconar cuando lo de “al-fin-sola”.

    Lo de la segunda fase de la soledad tiene su aquel. Viene a ser como el−otoño−de−los−clínex, en el que las lágrimas tontorronas de la primera fase comienzan a nublarte la visión cada vez con menos frecuencia, hasta que el acuífero se reseca, dándole cuartelillo al rímel y al mocoseo. Es entonces cuando una −por lo menos, en mi caso− con los ojos clareados, se da cuenta de que las cosas están siempre donde tú las dejaste, y que nadie viene a mirarte con esas aviesedudes acusadoras de “donde-está-la-balleta-del-polvo”. Yo la llamo la etapa del “endueñamiento”, que es muy distinta a la del “adueñamiento”. En aquella, tomas conciencia de que la dueña eres tú, mientras que en esta no queda otra que adueñarte de lo que sea antes de que alguien llegue antes.

         De verdad que lo de endueñarte del “EspacioContinente”, y de las “CosasContenidas”, sin nadie con quien disputarlos arrancándose los pelos, es como lo de perder la virginidad en lecho experto y SineDíe.

         Bueno, pues ya he aclarado lo de las etapas de la soledad, lo cual que me devuelve al punto por el que empecé: lo de mi mascota.

         No voy a negar que, dada la etapa en que llegó a mi vida esta mascota, ni la necesitaba, ni me necesitaba, lo cual, en cualquier clase de amor −por uno mismo−, es una garantía de éxito. Pero aquellos ojos suyos, redondos, táctiles y retráctiles tuvieron la virtud de engatusarme, y de cobrearme −con “e”; derivado de cobra y no de “lo otro”− de tal forma, que decidí ponerle cerco y estuve no sé cuánto tiempo al acecho para descubrirle las intenciones, los faranduleos y, a ser posible, la guarida. ¡Vano intento! Aquella criatura no estaba dispuesta a darme la más mínima pista. Merodeaba de aquí para allá, perezoseaba, dejaba tras de sí brillantes rastros adherentes, dirigía los ojos adelante y atrás como a la busca de enemigos de los que huir… Llegué a la conclusión de que no me quedaba otra que intentar un acercamiento táctil pues, a aquellas alturas, ya me había dado cuenta de que lo suyo no era el comadreo de esquina.

        ¿Por qué no intentarlo con los ojos?, −pensé, al mismo tiempo en que alargaba mi índice hacia su mirada prominente.

        “¡Quita p’allá!”.

        Eso fue lo que interpreté yo ante aquella manera tan suya de replegarse, sumirse y ensimismarse, dejando al alcance de mi dedo la fragilidad de su particularísima dureza habitable.

        Y el silencio.

        ¿Despecho? ¡Quiá! No soy yo de insistir cuando me huyen ni de huir cuando pienso que aún pudiera ser. Así que detuve toda actividad −cosa especialmente fácil para mí− y quedé a la espera.

      Las esperas, si son de las de no esperar nada en concreto, suelen dar su resultado positivo. No habían pasado ni diez minutos cuando sus ojos, en el extremo de sus hechuras, regresaron avizor. Y hasta imaginé que me miraban con cierto descaro.

Luego pasó lo que pasó: que yo me enamoré de sus eternos y hospitalarios silencios huidizos, él se enamoró de los yerbajos de mi jardinillo, y aquí estamos los dos, como a nosotros nos gusta: sin esperar nada el uno de la otra y viceversa y haciéndonos compañía sin hacer bulto. Así que, ya puestos, lo he adoptado como mascota.

Algo es algo.

De todas formas, aunque sólo sea por la inutilidad de lo de la correa, reconozco que no es corriente tener por mascota a un caracol.

 En CasaChina. En un 22 de Julio de 2021

 

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