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sábado, 13 de agosto de 2022

¡TUSO!

Tomo del <EXPRESIONARIO DE MÁGINA> −que nunca acabo de terminar-  la voz “TUSO”, que defino como “voz premiosa o manera más o menos chillona de ahuyentar a los perros”.

¡Tuso!

         Tomo de la página 117 del libro <EL AÑO DEL VESTIDO AZUL> −Premio Internacional de Literatura 2018; SIAL PIGMALIÓN− uno de los relatos que, allá por el año 2003, más me costó escribir: <EL PERRO QUE TENÍA UN NOMBRE EQUIVOCADO> y del que alguien bienintencionado y generoso dijo que era un “cuento magistral”, y lo incluyo en este Blog con no poca nostalgia.

      Por favor: si alguien lo lee, que me lo diga −que lo ha leído; no si lo considera o no “magistral”--. Sería como si la mano que lo escribió volviera a recibir la caricia de la lengua de todos mis perros que ya se me fueron al paraíso de los perros.

 EL PERRO QUE TENÍA UN NOMBRE EQUIVOCADO

  PATRAÑAS: Tampoco esto sucedió en Mágina; pero algo muy parecido pudiera haber pasado...

Madre tenía una perrilla pequeñica que parecía un pellón de lana de oveja recién cardada. Se llamaba BlacaNieves.

Aquella cachorrilla le alivió los desamores de toda su vida, las soledades de una prematura viudez y los dolorosos silencios que poblaron nuestra casona cuando nosotros nos fuimos primero al colegio, después a nuestras tareas de adolescentes y, finalmente, a nuestros quehaceres urbanos que ya nunca nos dejaron tiempo para volver al Pueblo.

Madre, en su soledad, re-conoció el amor en los cálidos lengüetazos de BlancaNieves y se alivió muchas veces el llanto furtivo enterrando su cara envejecida entre las lanas del animalillo.

Desde que BlancaNieves, su perrilla faldera, se le murió de parto, el corazón de Madre, que estaba ya sobrado de desolación por dentro y demasiado maltratado por fuera, le fue perdiendo el apego a las cosas. Era como si se estuviera despidiendo de ellas. Pero, sobre todo, evitó con obstinado empeño volver a tomarle cariño a ningún animal, y ahuyentaba de su lado a cualquier perro que se le acercara con ademanes tan enérgicos como expresivos que adquiría todo su poder dentro de las cortas entendederas de los chuchos cuando les gritaba aquel sonoro y rotundo: ¡TUSO!

Madre, creo yo que para no importunarnos, aparentaba haber dejado de sentir interés incluso por nosotros enclaustrándose en su vieja y solitaria casona tan llena de recuerdos como vacía de todo lo demás. Y, si alguna vez venía a visitarnos, nunca era por Navidad o por cualquiera de esas celebraciones en que la familia tiene la obligación de ser feliz a fuerza de trabajar como burros para los que llegan de fuera.

“Un viejo debe saber retirarse a tiempo y subirse al desván cuando los jóvenes empiezan a sacar del arca los vestidos de domingo. O meterse en la cocina a prepararles la talega a los convidados” −murmuraba en voz baja, con desánimo, cuando iban llegando las fiestas y nos alargábamos por unas horas hasta el Pueblo para hacerle la visita de cumplido con la que nos tranquilizábamos la conciencia para el resto del año.

Madre, por fuera, parecía un témpano de aristas hirientes y afiladas. Era hosca y malhumorada; taciturna y sigilosa. Como si estuviera escondiéndose permanentemente para poder pasar desapercibida. Pero siempre permanecía alerta, dispuesta a fundir a quien la lastimara, dirigiéndole aquella mirada suya, azul y apasionada, por la que se le escapaban a su pesar todas las emociones y todo el amor que había tenido que acomodar malamente en un rincón de sus recuerdos. Hacía ya mucho tiempo que había aprendido a tragarse en silencio sus propias emociones a fuerza dolerse de los desaires de Padre. Nunca consiguió olvidar lo que él le espetaba cada vez que, candorosamente, se había abalanzado a besarle con el retozo y la frescura de sus años jóvenes:

“No seas encimista, mujer. Sabes que si hay algo que me fastidie es que caigas en esas exhibiciones ramplonas que no son otra cosa que chabacanerías de criadas”.

No sé si fue de repente, o si Madre dejó de amar al mundo entero poco a poco, a fuerza de ir guardándose para sus adentros un temperamento apasionado que le quemaba el alma y que la consumía. Lo que sí sé es que Madre, cuando más crispada parecía, se ponía a acariciar a su perrilla BlancaNieves de una manera que me hacía recordar días demasiado lejanos como para poder precisar el origen de mi nostalgia.

En algún lugar de mi memoria hay una especie de confusa añoranza del inicio de mi vida; mucho antes de que sucediera la desgracia de lo de Padre. Incluso antes de que empezaran a nacer mis otros hermanos. Es como si alguna vez, en mi borrosa casa de entonces, hubiera habitado la ternura.

La verdad es que en la casa que yo recuerdo, entre tantos hermanos como fuimos, no hubo demasiado amor. Eso −decía Padre− eran simplezas propias de gente ordinaria. Lo que sí abundaron fueron los reproches, los desdenes y demasiadas órdenes inapelables cuyo incumplimiento, fuese quien fuese el trasgresor, me llenaba de un pánico irracional hacia aquel hombre, hasta el punto de enfermarme físicamente.

Por eso el cariño que Madre le tuvo a su perrilla BlancaNieves me pareció siempre como una bocanada de aire fresco que le alentó el penúltimo aleteo de su desesperanzada existencia.

*   *   *

Por mi tierra, para ahuyentar a los perros, callejeros se les grita:

¡TUSO!

*   *   *

 El día que los Municipales trajeron a Padre muerto, encima de la manta ensangrentada, Toña, mi sexta hermana,  la única a la que él trataba con enfermiza ternura, se dirigió a Madre con un odio tan reconcentrado que a mí me heló la sangre:

−¿Crees que por mucho que cerraras la puerta no te he oído discutirle a Padre su hombría en vuestro cuarto? ¿Y qué pasa si miraba a la maestra? ¡Por lo menos, ella sabe cómo hay que tratar a un hombre!; y no como tú, que pareces un cardo borriquero, ultrajando a la mejor persona del mundo. ¿Se puede saber por qué has tenido que contestarle de esa manera sabiendo cómo se le pone la cabeza? No te creas que me voy a tragar eso de que, con el barrizal, se ha despeñado por la barranquera. ¡Tú lo has matado!, −gritaba−.  ¡Él se ha tirado porque ya no podía aguantarte más!, −chilló ya fuera de sí mientras gemía lastimeramente−. Y eso...¡Madre!, ¡eso no te lo perdonaré en toda mi vida! −le gritó con una voz ronca y reconcentrada antes de salir de la Sala dando un portazo que retumbó en toda la casa como un mal presagio.

Madre no le contestó. Se quedó allí inmóvil en una esquina de la sala, con la cara agarrotada y descompuesta; mirando absorta hacia la puerta por la que había salido Toña y contestando maquinalmente al pésame que le daba la gente que empezaba a entrar en casa. Solamente cuando llegó Doña Lurdes, la maestra, pareció reaccionar con un ligero parpadeo estremecido.

−Lo siento, −dijo la maestra en un susurro.

−¡Lo sé!, −contestó Madre con voz marchita y neutra, ausente de toda emoción.

Las dos mujeres se miraron, doloridas, durante un segundo; en sus ojos había un oscuro brillo de lágrimas.  Luego Doña Lurdes bajó la cabeza y Madre volvió a perder la mirada en el vacío de la puerta por la que había salido su hija. Su Toña.

 *   *   *

 Toña no es exactamente mala; pero tal parece que, durante años, desde la muerte de Padre, haya ido almacenando en sus entrañas un resentimiento malsano que no la deja vivir; o que hubiera heredado ella sola la peor carga genética de nuestra atormentada familia. Lo cierto es que, donde quiera que esté, y a pesar de la indeleble sonrisa que le adelgaza los labios descoloridos en un pliegue malévolo, no puede evitar amargarle la vida a cuantos la rodean, creando a su alrededor un entorno asfixiante de permanente tensión.  

Creo que mi hermana se consuela y se crece urdiendo en su imaginación pequeñas venganzas miserables contra el mundo; venganzas que casi nunca consuma, pero que, ocasionalmente, la liberan de la amargura de sus arraigados rencores viejos y de sus irracionales envidias. Lo único que ella consideró como realmente suyo en la vida fue el amor obsesivo con la que la rodeaba Padre. 

¡Y le duró tan poco tiempo...!

*   *   *

 

A mi hermana, que nunca comprendió el rabioso dolor de Madre por la muerte de su perrilla, se le iluminó la cara cuando, después de auxiliarla en el parto, miró la nueva camada que acababa de parir su perra pastora. Y tomando entre sus manos ensangrentadas al guarín, que salió feo, peloncho y desvalido como un topillo, lo acarició con maldad mientras sonreía para sus adentros regodeándose en su mortificante plan recién concebido.

Le puso por nombre TUSO.

El chucho, descastado sin duda por las malas andanzas de su madre, creció desgarbado por constitución, cimarrón por instinto, arisco por el hostigamiento continuo de que era objeto; y se hizo pendenciero a fuerza de recibir patadas y peñonazos de los niños de la casa y de los que venían a jugar con ellos. Lo único hermoso en aquel perro eran sus ojos color de miel, abiertos en una mirada tierna, profunda y tan lastimera que partía el alma; parecía como si, a escondidas, estuviera reclamando unas migajas del afecto que nunca tuvo salvo por unos días.

*   *   *

 Al ver al cartero alargárselo,  Madre miró con recelo el sobre sin remite y lo manoseó, pasándolo de una mano a otra sin atreverse a abrirlo. Hacía mucho tiempo que a ella nadie le escribía. Y mucho más tiempo todavía que no recibía una noticia buena. Por eso, cuando se decidió a abrirlo y vio que era un crisma de navidad, no pudo evitar que el corazón le diera un vuelco en el cuerpo. Su hija Toña, la que más se parecía a aquel padre hiriente y arisco, le pedía que fuese a pasar las fiestas a su casa con palabras tan cariñosas como nunca le había conocido.

¿Sería posible que...?

¡Su hija!

*   *   *

        Nadie fue a esperarla a la estación.

*   *   *

 Cuando Madre llegó a casa de mi hermana, aceleró el paso para cruzar el jardincillo de delante tratando de evitar a los diversos perros que saltaban a su alrededor como si quisieran hacerle fiestas. A punto estuvo de agacharse a acariciar a una perrilla caniche de lanas sucias y enredadas que culebreaba juguetona entre sus inseguras piernas; pero renunció a ello cuando el recuerdo de su BlancaNieves le mordió el corazón advirtiéndole del desgarro de las penas que traen los apegos.

−Mejor será no despertar al demonio del cariño− murmuró entre dientes y en voz alta, como solía hacer desde que estaba sola en la casona, mientras aceleraba el paso arrastrando la bolsa de viaje demasiado pesada para su frágil cuerpo,  hinchada con los regalos para los nietos.

De repente lo vio. Era un perro feo y descastado, de pelo encrespado y ralo, bajo el que se adivinaban las cicatrices de peleas callejeras y las pupas de pedradas recientes. Debe ser casi un cachorro −pensó Madre cuando se le cruzó por delante para acabar sentándose en el centro del caminillo impidiéndole el paso−.

−¡Tuso, Tuso!, −gruñó Madre, tratando de alejar al bicho con su interjección habitual.

El perro levantó las orejas e inclinó la cabeza hacia un lado, sorprendido por la llamada de aquella desconocida que pronunciaba su nombre sin hacer ademán de darle una patada; clavó en ella su mirada llena de ternura y, mansamente, se fue hacia Madre, intentando lamerle la mano libre para demostrarle su agradecimiento.

La mirada dulcísima y triste de aquel perro −pensó ella− la estaba inquietando más de lo conveniente.

−¡Tuso! ¡Tuusooo!, −repitió Madre sin demasiada convicción, mientras agitaba la mano tratando de interponer entre ella y el bicho la bolsa de los regalos. Pero cuanto más repetía aquel ¡tuso!, más se le acercaba el perro, restregándose contra sus piernas y gruñendo como si quisiera hablarle.

En el ajetreo, el animal levantó las patas delanteras sobre la bolsa de viaje haciendo vacilar a Madre. Luego le dirigió una mirada preñada de triste ternura mientras que su lengua le hurgaba amorosa la ropa y la mano como si se la besara.

“Como aquel hombre que la enamoró en el baile de máscaras del casino, inclinándose sobre su mano mientras la invitaba a salir a la pista de baile... Como le hacía BlancaNieves aquel último día, mientras agonizaba en su cestillo de mimbre sin conseguir alumbrar una vida nueva” −pensó con nostalgia mientras se estremecía con sus confusas y desordenadas evocaciones.

−¡TUUUSOOO...! −gritó Madre, esta vez con voz desgarrada, tratando de apaciguar los atropellados recuerdos que, repentinamente, empezaban a removerse en su memoria reverdeciéndole los dolores adormecidos.

Desde la puerta de la casa le llegaron las risas nerviosas de sus nietos y se extrañó de la forma que tenían de taparse la boca para contener las carcajadas mientras la señalaban con el dedo y miraban excitados a su madre.

−¡Tuso! ¡Tuso! ¡Tuuu-sooo...! −Los niños bailoteaban ahora a su alrededor repitiendo el nombre del Perro y seguían riéndose mientras ella se acercaba a la puerta de la casa para besar desconfiadamente a mi hermana que, tratando inútilmente de disimular un gesto desdeñoso, parecía participar del jolgorio con risillas igualmente apenas contenidas.

Los niños saltaban a su alrededor gritando ¡tuuuso; tuuuso!, y haciendo vacilar a Madre. El Perro, como si estuviera poseído, giraba y saltaba también en medio del grupo con evidente alegría, sin duda extrañado de que, de repente, todos lo llamaran con aquella insistencia y se ocupara de él tanta gente en una casa donde lo único medianamente inofensivo que recibía era un plato de pienso silencioso.

De repente los niños se agacharon a coger piedras del suelo y, antes de que se las arrojaran, el Perro salió corriendo con la cabeza gacha, la cola entre las piernas y la garganta quebrada en un aullido lobuno apagado por el clamor de las risas de los chavales que seguían gritando convulsivamente:

¡Tuso! ¡Tuso! ¡Tusooo...!

 Desde algún rincón del jardín Tuso aulló lastimero antes de que Madre entrara en la casa. A ella le pareció que la estaba llamando.

*   *   *

 Madre pasó las Navidades en casa de mi hermana, dormitando por las tardes en el jardín; “para no molestar dentro” −decía−, permitiendo que Tuso le lamiera dulcemente las manos abandonadas en el regazo, mientras dejaba volar su mente, aún ansiosa de tantas cosas..., imaginando que quien las acariciaba era aquel hombre que luego se volvió tan retraído y tan esquivo; pero que antes de casarse le rozaba las manos con flores y con besos; y que, para las Pascuas, le componía poemas.

Cuando se echaba el sol, y el frío de afuera la sacaba de sus ensoñaciones, se ajustaba la toquilla y buscaba en la mirada dulcísima del Perro feo aquella otra mirada, la del hombre que tanto amó. Y en la lengua del animal rememoraba las caricias con las que su perrilla, su BlancaNieves, le había devuelto el consuelo olvidado de las caricias reprimidas. Así, hasta que el dolor se volvía insoportable. Hasta que se le hacía un nudo en la garganta que le impedía gritar con la energía que quisiera:

 ¡Tuso...! ¡TUSOOO...!

 Pienso que Madre no sabía bien si lo que quería era alejarlo o que viniera, como hacía el perro de manera tan incomprensible para ella.

−¡Tuso! ¡Tusoooo...! −le murmuraba espiándole las intenciones.

Entonces el perro se le acercaba y apoyaba su cabeza en el regazo de Madre. Ella se agitaba como si estuviera molesta, y los nietos volvían a reírse a carcajadas, señalándole a su madre la consumida figura de la abuela mientras el perro le hacía la última caricia de la tarde y ella le rascaba la cabeza disimuladamente; casi con vergüenza. Como si estuviera siéndole infiel al hombre amado o a la perrilla que se le murió malamente.

“Por empeñarse en parir, sin saber que los hijos acaban partiéndote el corazón y las entrañas” −decía en un murmullo desalentado mientras entraba en la casa en busca de refugio para sus huesos helados.

*   *   *

Madre nunca supo que aquel Perro tenía el nombre equivocado. Ese nombre que, cuando lo pronuncias como un conjuro con el que alejar los malos presagios, te echa sobre las espaldas todas las desgracias del mundo.

*   *   *

 El día que Madre se fue de casa de mi hermana su corazón estaba un poco más tibio que cuando llegó.

Atravesó el jardincillo con su bolsa de regalos vacía; abrió la verja que chirrió como si llorara, cruzó la carretera y se detuvo al otro lado, junto a la parada del autobús, para echar una última mirada a los que la despedían desde la puerta de la casa con sus risas contenidas.

Entonces, el Perro salió del fondo del jardín y fue acercándose a la verja medrosamente, como si quisiera seguir a Madre a donde ella fuera. Y Madre, que le leyó en los ojos la inmensa tristeza del abandono, trató de alejarlo de su camino y de su recuerdo:

−¡TUSO!, −gritó con una energía que no había conseguido encontrar en los días de estancia en aquella casa donde todos se reían como si no quisieran hacerlo.

El perro, al oír su nombre en boca de aquella anciana que lo había amado en silencio, alzó las orejas, empinó el rabo, franqueó la verja y saltó jubilosamente hacia el otro lado de la carretera con la legua colgándole de alegría.

Madre vio al mismo tiempo el autobús que llegaba demasiado cargado para detenerse a recoger nuevos viajeros y al Perro saltando a mitad del asfalto con aquel desaliño y atolondramiento tan suyos.

−¡TUSOOO...!, −gritó, mientras saltaba a su vez de la acera y corría hacia el Perro con el corazón oprimido.

Alargó el brazo tratando inútilmente de detenerlo; y alcanzó a tocarlo con su mano justo en el momento en que el autobús le arrancaba al Perro un último aullido lastimero que se apagó entre sus dedos aplastados por la rueda delantera.

Los frenos chirriaron cerca de su oreja. Y, antes de perder la conciencia, advirtió torpemente que los niños habían dejado de reírse y que mi hermana corría hacia ella gritándole:

        −¿No podías haber cerrado la verja al salir?

*   *   *

 Madre no murió ese día. Pero dentro de ella se murió lo último que le quedaba de su torturada ternura.

        ¡Qué arisca se volvió Madre desde aquel día!

        ¡Y qué huidiza!

        Nunca volvió a escribirnos o a llamarnos por teléfono.

        No nos avisó ni cuando estaba muriéndose.

Y se murió sola. Como cualquier perro callejero que no tiene amo.   

                                                            Marineda 27 Febrero 2003.

 

Y el poema que acompañaba al cuento…

 

COMO PLUMA DE GORRIÓN

 Como pluma de gorrión: así fue Madre.

Un poco gris. Un poco despeinada.

Ingrávida y liviana,

con esa levedad de la ternura

que tienen en su piel algunos viejos

y en sus plumas todos los gorriones.

Recortada en sus bordes un poco desdentados.

Recogida en sí misma.

Descolorida y pálida

como el tallo del trigo por agosto.

Transparente a la luz del medio día.

Sujetándose al eje de un amor infinito

que recorría su centro

y era su propia esencia.

Sostén de nuestras horas.

Extraña fortaleza

instalada en un cuerpo diminuto y doblado

desde que floreciera

en los fecundos brotes de la vida

hasta que fue muriéndose,

perdida en soledades alargadas,

debajo de los chopos que bebían de su acequia.

Pausada, entre murmullos apenas percibidos,

atravesando el aire de nuestra antigua casa,

desplazándose en vano

hacia inciertos destinos

que la tullían de miedo.

¡Cayéndose de vieja

sobre las hojas secas de un prematuro otoño

camino de su invierno solitario!

Arrebatada hebra de seda consumida

atando, mansamente,

la carrera del tiempo.

Arrancada a la fuerza

de las cálidas alas

de una vida preñada y provechosa,

en la que fue, en silencio,

holgado nido de mullido fondo,

y arrojada al espacio de un dolor miserable.

Como pluma de gorrión:

así fue Madre.

   Gaviola de Aznaitín

 

 

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

  (Periodiqueando adherencias)     Querido Miguel: (y permíteme que, a falta de conocencia propia, eche mano de ese “querido”, form...