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viernes, 25 de junio de 2021

DE FLIPPERS y FLIPADURAS


75/2021

(Antigüerías)

         La taimada inclinación empujaba a la bolita de acero inoxidable, brillante ella, inocente ella, hacia su perdición, cuesta abajo, hasta ser engullida entre los dos flippers que le daban nombre al juego, y que eran como la embocadura de un embudo perverso: el único hueco fatal, a manera de insaciable gaznate tragabolas, por el que desaparecía la bolita danzarina, dejando sobre el tablero una desolación de “y-ahora-qué”, que partía el alma de jugador y espectadores.

         Aquellas bolas, −semejantes ahora a otras “bolas” de nombre contraído en un “fake news” redondo, acababan siempre consumiendo los bolsillos y las entendederas de los más incautos.

             Como ahora.

         Pero volvamos a los setenta del siglo pasado y sus juegos redondos.

         El drama de las bolas solía consumarse en cualquier barecillo de barrio más o menos bien donde la mezcla de ruidos indescifrables era el combinado más consumido para tratar de poderle al fandango de las maquinitas y sus maquinistas.

         Durante unos segundos, tras la anunciada deglución, el fragor y el jarandeo de la máquina cesaban, y un espeso silencio se apoderaba entonces del espacio cantinero convirtiendo a parroquianos y taberneros como en una foto fija enmudecida con olor a vino rancio.

         Por regla general, cada vez que aquel diabólico embudo se tragaba una nueva bolita, la máquina entera parecía estremecerse dejando escapar algo así como un satisfecho estertor orgásmico que obligaba al incauto jugador de turno a rebuscar en sus bolsillos una moneda más de las de a duro para lanzar una nueva bolita sobre desnivelado ruedo tragaldabas.

         Recuerdo que, cuando era una nena, afilaba el oído hacia los portales de las casas por donde pasaba tratando de descubrir si en ellas había bebés en duermevela a través del particularísimo siseo de los sonajeros.

Me fascinaba desdormir bebés.

Ya algo más grande, conservé idéntico afán de curioseo en mi errático recorrido por las aceras de los años 70 del siglo pasado: aguzaba el oído; y, si me llegaba el tintineo de campanillas angelicales y jadeos mecánicos, sabía que allí, en alguna esquina tabernaria, había una de esas máquinas diabólicas llamando a rebato cual sonajero para adormilar a adultos sin norte y a ombligos sin sur.

         Me encantaba perseguir el brillo de las bolitas de acero inoxidable, y acompañarlas en su sentimiento a la hora de su muerte.

         Por entonces tenía yo un amigo aficionado a las bolitas de las que hablo. Bueno: por entonces tenía muchos amigos como corresponde a la edad de merecer. Pero ese al que me refiero era de los que, siendo tan aficionado como era a las bolitas, encontró en ellas su propia forma de brillar, y las convirtió en razón de ser de sus derivas etílico-filosóficas, llegando a montar una auténtica tesis axiomática sobre el juego en cuestión y su postureo. Él fue quien me instruyó en el arte de descubrir a jugadores supuestamente impotentes por el mayor o menor empuje que les imprimieran a sus caderas cada vez que acorralaban a la pendenciera bolita, lanzándola de un buen golpe de flipper bajuno hacia el paraíso más alto e inestaable. “Ahí tienes a otro impotente” −engolaba su séptima cerveza a la altura del bocado de Adán−. “Mirá con qué brío se contorsiona y empuja con la pelvis contra el frontal delantero, mientras engarfia los dedos en el botoncillo lateral” −porfiaba tan finolis como tozudo−. “Todos los que empujan así en las máquinas te aseguro que es porque no pueden hacerlo en el catre” −bizqueaba, imitando sin pretenderlo el solitario ritmo del empuje ajeno, recordándome el solitario bailoteo de mi canichito cada vez que la perrilla entraba en celo−. “Vaya, que son impotentes” −me susurraba mi amigo el de las bolitas, obligándome llevarme la mano a la boca para que no se me escapara una carcajada delatora de tan desatinado coloquio.

         Por entonces, y bajo sus sesudas indicaciones, “descubrimos” por lo menos a veinte impotentes, no "cualificados" según aquel amigo mío para optar a mi mano.

Uno de ellos se casó con mi amiga Úrsula.

Tienen once hijos.

A los nietos no les llevo las cuentas. No gano para sonajeros.

 

 En CasaChina. En un 25 de Junio de 2021

 

CARTA ABIERTA A MIGUEL FERNÁNDEZ PALACIOS GORDÓN

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