(Croniquilla del Viruso Coronado –
18)
De unos años a acá siento que me he doctorado en topografía antropomórfica
del dolor, con tal maestría que tengo sectorial-izado (¡toma palabro!) mi
cuerpo presente, en manera tan minuciosa que no queda tramo, desnivel o
protuberancia, intersticio o pensamiento sin su correspondiente marca tectónica,
capaz de generar una alarma dolorosa.
Tampoco he dejado a la suerte la decisión de saber cómo
remediarlo −el dolor, digo− sector a sector, ya que al parecer el duelo se ha
convertido en mi compañero de camino.
Me duele cualquier cosa. Y tengo remedio para todo
Hasta para el peor de los dolores: el silencio
Hoy me duele la espalda.
Bueno, no toda la espalda. Me duele justo ahí, donde llega la
mano del abrazo que tengo todavía pendiente de liquidar.
La geoinformación me llega, en mitad del silencio en que
vivimos, a través de graduales e imperceptibles contracciones, que arrancan del
recuerdo de aquella cintura, escasa todavía en tardes de verano juvenil de
abrazos confusamente deseados y siempre reprimidos; las señales de la añoranza escalan,
vértebra a vértebra, remontan el canal de los viejos estremecimientos inconclusos,
y acaban enroscándose como una culebrilla tipo herpes zóster, en torno a los
hombros, allí donde sus manos apenas se posaron una tarde antes de elaborar con
sumo tacto la inevitable despedida.
Duele ahora un recuerdo de ese sol despiadado que convertía
las calles de Jaén en un purgatorio de asfalto derretido, en el que las únicas
indulgencias capaces para el rescate de cuerpos y ánimas era elevar los
pensamientos y los pasos a la piscina del Tiro Nacional, la que tenía como
contrafuerte el monte Jabalcuz con su famosa “mella”, y por pedestal, la mismísima
ciudad en cuesta abajo.
Solíamos
sestear durante las peores horas de la canícula en los jardines de aquella
piscina de La Mella el grupo heterogéneo que formábamos los clientes más o
menos fijos del Hotel Suizo, del que deberé escribir algún día con mayor
detenimiento.
No se tienen veinte años más que una
vez, con un título de maestra en ejercicio desde dos años atrás que, a pesar de
la libertad que me daba alojarme en un hotel, me obligaba a un cruel comedimiento
en aquella ciudad de provincia, para lo que no encontré mejor fórmula que la de
salir siempre en grupo: el abogado de la CNS, el representante de la editorial
Aguilar, el viajante de una casa de licores que no recuerdo, el delegado de Hacienda,
el de Sanidad, un juez excedente y aquel hombre exquisito, alto funcionario que,
quizá por haber traspasado la treintena, me trataba −como todos los demás− cual
una especie de hija preferida.
Llamémosle F. al hombre que hoy
recuerdo.
En
una de aquellas tardes en la piscina de la Mella, comenzó a desplegarse una
especie de rebaño de nubes desde detrás de la cuerda de Jabalcuz que no solo dulcificó
la calorina torturadora de momentos antes, sino que convirtió el paisaje en un
espectáculo sobrecogedor de sublime belleza, hasta el punto de desear con todas
mis fuerzas compartir la emoción con mis compañeros, casi con lágrimas en los
ojos:
−Recordad la belleza de esta tarde.
Pocas veces vais a ver un cielo aborregado como este.
F. escudriñó el cielo; a
continuación, me miró, y luego, muy despacio, tomó con calma unas cuantas
servilletas de bar y escribió algo sobre una de ellas, como si tomara apuntes
para que no se le escapara alguna idea que amenazaba con disolverse en algún
punto del espacio.
−¿Qué
escribes?
−Algún
día lo sabrás. Todo a su debido tiempo; y no me mires así, o acabarás por
enterarte lo que no debieras saber todavía.
Esa
fue la respuesta, entre forzada y divertida, a mi indiscreción, mientras
guardaba la servilleta escrita en el bolsillo de su camisa, aquella que siempre
se dejaba puesta sobre el bañador para proteger su piel norteña de nuestras
abundancias del sur. Poco después se levantó y fue hacia el borde de la piscina,
sin poder evitar un ligero traspié en un piso sin obstáculos que lo justificara.
−¿Ya
lo sabes? −me dijo Luis, el representante de la editorial Aguilar, haciendo un
gesto hacia F., que en ese momento se lanzaba al agua para darse el último
chapuzón de la tarde.
−Saber
¿qué?
Luis
sacudió la cabeza con disgusto.
−Lo
suyo ha evolucionado más rápido de lo que se esperaba. La semana que viene regresa
a su tierra definitivamente. Hasta han nombrado ya a un nuevo delegado para que
ocupe su puesto.
−¿Qué
es eso que ha avanzado? −pregunté por preguntar, deseando que no me respondiera,
porque supe de repente de qué se trataba, aunque nadie me hubiera dicho nada
hasta ese momento.
Pocos
días después se dispersaron los huéspedes del Hotel Suizo, se cerraron las
escuelas y nos fuimos cada cual a sus lugares de vacaciones. Las despedidas tuvieron
un no sé qué de catástrofe.
Tampoco yo volvería a Jaén al año siguiente.
Recién aprobadas mis oposiciones a
parvulista, había pedido traslado a Cuenca.
*
Duele
en algún punto impreciso de la memoria la muerte de aquel compañero de
correrías del año 1965, que jamás llegó a dejarme entrever ni siquiera lo que
su corazón guardaba.
¿O
sí; y, como de costumbre, o no me enteré o no quise darme por enterada?
Las
muertes duelen. Aunque no puedan presenciarse. Sobre todo, si, como ahora, no
pueden presenciarse.
Y siguen doliendo, y doliendo mucho
por mucho tiempo que pase.
Busco en el armarito de las medicinas topográficas y
encuentro lo que busco: las dos servilletas del bar de La Mella. En una, cinco
palabras acabadas en puntos suspensivos:
“Todo a su debido tiempo”
En otra, el poema, un soneto.
El sobre que las contenía llegó a mis
manos algunos años después. Me lo entregó un muchacho, casi un adolescente, muy parecido a F., tras
decirme que era el último encargo que le quedaba por cumplir de los pocos que le
dio tiempo a disponer a su padre por lo rápido que había llegado su final.
“No me ha sido fácil encontrarla” −me dijo, utilizando un
tratamiento que me devolvió a la realidad de lo que son los años y las
generaciones. A continuación, me entregó un sobre cerrado, lacrado, con mi
nombre manuscrito y la dirección del Hotel Suizo, donde seguramente informaron
al muchacho de que yo ya vivía en Madrid.
Aquella caligrafía, tan exacta y tan bella, era inolvidable
más allá de la muerte:
Recordad la belleza de esta tarde −dijiste−.
Y bien sabe el Señor que yo querría
saber soñar desde la Soria fría
para poder hacer lo que pediste.
La tarde que moría, una primera estrella,
tus ojos insondables, el sol de oro
y tu cabello suelto, como verso sonoro,
un recuerdo imborrable a espaldas de La Mella.
Mas tu que sabes de la melancolía
que como lastre me traje al alto llano
desde esas tierras de tu Andalucía
piensa que en una tarde de verano
el corazón de un hombre que moría
por una vez tuviste entre tus manos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario