Si he
perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Fragmento
del poema de BLAS DE OTERO.
(Croniquilla del Viruso Coronado - 6)
Y vamos por los 11.000 empitonados por ese pedacillo de
proteína cargada de mala milk y ciega de codicias apestadas.
Y yo, acuartelada en mi casa.
Y los desahuciados de su casa por lo de lo de las hipotecas
¿dónde?
Y ¿dónde habrán metido a los arrancados de su casa de toda la
vida?; me refiero a aquellos pisos levantados con dineritos del Estado –“casas
sociales” que les llaman−, y que la doña Botella, acuartelada ella ahora en su
mansión de Guadalmina, se los malvendió a buitres con estómagos sin
fondo cuando era alcaldesa de Madrid, teniendo una servidora que hacer
encaje de bolillos como abogada para prolongar hasta donde se pudiera la
estancia de los desahuciados (de la alcaldesa; no del Viruso Coronado) hasta
que llegaba el día de la ejecución, escoltado por la “fuerza pública”.
(Algo sabe una servidora de todo aquello que ahora se me representa
guadalmínico perdido).
¿Y ellos?
¿Seguirán ahí, en la residencia que hay a pocos metros de mi
casa, los viejecitos que se espurreaban por el barrio en cuanto salía un
rayillo de sol? Hay que ver cómo se echa de menos el arrastre de pies y el leve
golpeteo de sus garrotas.
¿Y mi hermana la de Bedmar…?
La pobretica mía fuma (y fuma a modo) una marca de tabaco que
solo venden en Úbeda. Y, claro, a ver cómo convences a un Guardia Civil de que te ha
entrado el síndrome de abstinencia y no queda otra que arrancar el coche y
subir a la loma en busca de humo.
¿Y la chica, la de Madrid…?
¿Estará ella alquilando a su perrilla a tanto el paseo?
¿Y mis amigos de América…?
¡Cómo no me había dado cuenta de cuánto se pueden echar de
menos a los del otro lado, y cuánto se echa de más semejante distancia que, por
lo que parece, el Viruso Coronado ha recorrido en un pis-pas!
¿Y los de todo el mundo, incluidos
los de aquí…?
Está claro que, distraída como estaba
en lo de vivir por inercia, no advertí que tengo demasiada gente a la que le he
ido posponiendo una sonrisa, una llamada, un pensamiento.
Ahora, precisamente ahora que me han
encerrado en mí misma, gracias a que aún tengo una casa donde acuartelarme, es
cuando me acuerdo de que me estaba muriendo a piñón fijo sin utilizar mis
pedazos de tiempo en vivir y en vivirlos.
Habrá que vivir para remediar el
entuerto −digo yo.
Y para vivir no nos queda otra que
este sinvivir que es el claustro.
Tendré que hacer un acto de voluntad:
A mí esto no me mata. El Viruso Coronado −digo−.
Bueno… a lo mejor, sí. Pero moriré viviendo.
Ya encontraré alguna manera de hacerlo.
Veamos:
¿Hay alguien ahí…?
¿Se puede saber quién descolgó lo cotidiano de las calles?
¿Qué se hizo de la altivez de los murmullos?
¿Dónde escondieron sus p. ruidos los añorados tubos de
escape de las motos?
Y la vecina de arriba, ¿en qué armario de hacerme a mí la
puñeta habrá guardado sus insoportables zapateaos de media noche, con aquellos
ordinarios zapatos de tacón de aguja con los que parecía una piculina rampante?
¡Dónde c. están todas las alegres y bullangueras piculinas
del mundo!
¿Qué nuevo Flautista de Hamelin se llevó los sonidos de la
infancia del patio de recreo?
¡Tanto silencio! Tantísimo mutismo…
¡No!, no puedo morirme sin volver a ver todo lo que ahora se
ha silenciado antes de que yo me diera cuenta de que sonaba a música celestial.
¿A mí…?
A mí esto no me mata en blanco y negro.
Voy a pintarme los labios.
De palabras.
Siquiera sea de palabras escritas.
Por si acaso…
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