(Croniquilla 17 del Viruso Coronado)
A Argemiro Menco; el profesor y poeta cartagenero, que me
ha pedido que la croniquilla de hoy la dedique a las soledades.
Y ya nadie podrá volver
a golpearme con su muerte
El poema que voy a publicar dentro de esta croniquilla ya lo
había publicado antes.
De
lo que nunca había hablado hasta ahora es de aquella soledad.
No;
no fue una soledad como la de ahora; esa soledad que me muerde la carne propia
como si fuera un diente de tiburón, o un anzuelo que, una vez clavado, no hay
manera de sacarlo por donde entró.
La
soledad a la que me refiero es, por decirlo de alguna manera, ajena; y la llevo
cargada en la memoria lo mismo que se acarrea un pecado inconfesable del que no
me había atrevido a hablar nunca. (A veces, ni a pensar en ello).
Todo
comenzó aquel año en que nuestro padre desperdigó su vida en una carretera, dejando
la nuestra a la deriva antes de haber salido del todo de la infancia.
De
aquel verano, el que siguió a su muerte, tendré que hablar algún día. Hoy solo adelantaré
que todas mis ropas fueron marcadas con el número 5, que fue el que me asignaron
en el Colegio al que iría si, como era de prever, aprobaba lo que se esperaba
de mí.
Hacia
septiembre, mis hermanas menores se fueron a su colegio de Zaragoza. Yo me
quedé aún en casa, pendiente del aprobado el ingreso de magisterio, requisito para ser admitida
definitivamente en el selecto y nuevo colegio de Madrid. Llegado el otoño, con
todos los menesteres cumplidos, mi madre me llevó al que durante cuatro años
iba a ser mi nueva residencia: el colegio María Inmaculada, en la calle
Zurbano, 42 de Madrid, un palacete donde solo estábamos internas cuarenta
estudiantes con calificaciones especiales.
Lo
primero que hizo la directora, doña Celia, fue ordenar que me quitaran aquel
luto lastimoso –“...no es lo mejor que una niña de 14 años viva dentro semejante
negrura”−, y vestirme con un precioso uniforme escocés que hacía resaltar más
si cabe la desolada figura enlutada de mi madre.
Desde
las ventanas del primer piso del torreón de ese palacete que aún sigue en la
esquina de Zurbano con Cisne, donde estaba el dormitorio que me asignaron, pude
verla a ella, arrastrando los pies por la acera de la izquierda, subiendo hacia
la Plaza de Chamberí, como si le fallaran las últimas fuerzas de las que se
había valido para dejarme atrás. La rememoro sombría, con un cierto gesto
de vencimiento en sus hombros tan derechos otras veces, tropezando y
chapoteando en los charcos los cuales a esa hora comenzaban a reflejar la luz de los
faroles que iba prendiendo con parsimonia un farolero de larga levita gris,
arrimando su chuzo encendido a cada una de ellas.
Jamás
había visto yo encender así los faroles de gas de aquel Madrid de octubre de 1959,
y pensé torpemente que el buen hombre encendía faroles al ritmo del paso de mi madre porque
debía haberse compadecido de tantísima soledad como la que aplastaba y
acarreaba aquella figura vencida y deshabitada que remontaba la calle del Cisne,
confundiéndose con el comienzo de la noche en la que ella dejó a su última hija en
el colegio, y se fue a enfrentarse de manera definitiva con su viudedad, como
Dios le diera a entender.
Jamás había visto tampoco
una soledad más absoluta.
Como jamás me perdoné que,
apenas minutos después de retirarme de la ventana, se me evaporaran mis
propias penas, disueltas en el bullicio adolescente de las colegialas, sin haber esperado a
que la figura desolada de mi madre se perdiera del todo calle arriba, y sin preguntarme siquiera dónde
dormiría aquella noche, ni cómo haría el camino de vuelta hasta la larga soledad de nuestro pueblo, que se convertiría en una especie de destierro para ella.
Pasó el tiempo y nunca le
dije la congoja que me causó durante años el recordar de qué manera tan vertiginosa
me olvidé de su tristeza aquella primera noche en el colegio, y la obstinación
con la que, durante los años siguientes, me fui alejando de la casa, o
retrasando y posponiendo mis regresos a ella, para no tener que recordar que
nuestro padre, el que dejaba grandes huellas en la arena, ya no caminaría
nunca más delante de nuestros pasos abriéndonos caminos.
Nunca le dije -¿Para qué?- que con la
muerte de mi padre había dado comienzo a mi propia soledad.
Pero,
aunque no se lo dijera, aunque nunca habláramos de eso, yo escribía poemas para
ella, como si me tuviera que hacer perdonar el haber sido feliz algunas veces,
a pesar de su ya imborrable tristeza.
Feliz como los son todos
los hijos a pesar de todo.
Sé
que, si ahora vivieras, estaría aterrada pensando que esta pesadilla que nos ha
tocado vivir pudiera llevarte por delante.
Sola.
Es
lo bueno que tiene la muerte anticipada de los que amamos; que no puede repetir
el golpe dos veces allí, donde más nos escuece todavía cuando estamos a solas con nuestros viejos recuerdos.
ASÍ FUE MADRE
Como pluma de gorrión:
así fue Madre.
Un poco gris, un poco despeinada,
liviana, ingrávida, versátil.
Con esa levedad de la ternura
que tienen en la piel algunos viejos,
y en sus plumas todos los gorriones.
que tienen en la piel algunos viejos,
y en sus plumas todos los gorriones.
Recortada en sus bordes un poco desdentados,
recogida en sí misma.
Descolorida y pálida
como el tallo del trigo por agosto
trasparente a la luz del medio día.
Sujetándose al eje de un amor infinito
que recorría su centro
y era su propia esencia.
Sostén de nuestras horas,
extraña fortaleza
instalada en un cuerpo
diminuto y doblado
desde que floreciera
en los fecundos brotes de la vida
hasta que fue muriéndose,
perdida en soledades alargadas,
debajo de los chopos que bebían de su acequia.
desde que floreciera
en los fecundos brotes de la vida
hasta que fue muriéndose,
perdida en soledades alargadas,
debajo de los chopos que bebían de su acequia.
Pausada entre murmullos apenas presagiados,
atravesaba el aire de nuestra antigua casa
desplazándose en vano hacia inciertos destinos
que la tullían de miedo.
Cayéndose de vieja
sobre las hojas secas de un prematuro otoño
camino de su invierno solitario.
Arrebatada hebra de seda consumida
atando, mansamente,
la carrera del tiempo.
Arrancada a la fuerza de las cálidas alas
de una vida preñada y provechosa
en la que fue, en silencio,
holgado nido de apacible fondo,
y arrojada al espacio de un dolor inaudito.
Como pluma de gorrión:
así fue Madre.
Sola. En CasaChina. En un 28 de Marzo de 2020
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