VA DE...Batiburrillo literario

viernes, 12 de marzo de 2021

ISABEL LA ESTRELLA

36/2021

 (In memoriam)

Desde Bedmar me dicen que ha muerto Isabel la Estrella

Isabel la Estrella era nuestra memoria viva. Jamás conocí a alguien que acumulara nombres, datos, fechas o lindes con semejante precisión. Cómo no sería la cosa que se cuenta que, cuando alguien no acababa de saber dónde empezaba una finca y dónde acababa otra, la llamaban a ella para que señalara las lindes.

        En una de nuestras conversaciones, antes de irse a la residencia, cuando aún estaba en su casa, me contó que mi padre, allá por los años 50 del siglo pasado, había sido su abogado en un pleito con su vecina, a quien defendía mi tío Javier.

 Su observación sobre el juicio me mantuvo pensante durante años:

“Oyendo hablar a tu padre y a tu tío, Socorrito, yo no salía de mi asombro preguntándome cómo era posible que dos hombres con la misma carrera, estudiada en los mismos libros, podían decir cosas tan dispares en el mismo pleito como si los dos llevaran la razón”.

      Ella ha muerto y a mí, una vez más se me enrosca el dolor en el alma más que en el cuerpo.  

    Isabel la Estrella fue mi musa para crear el personaje de Isabel la Centella, en la novela <VIRGO FIDELIS>. Ambas Isabeles, la real, mi musa, y la de mi personaje, fueron criaturas únicas, potentes y mágicas como solamente Sierra Mágina puede crear.

    La Isabel la Centella de mi novela jamás hubiera tenido credibilidad si no hubiera existido Isabel la Estrella.

     Hoy, 12 de marzo de 2021, dejo para ISABEL LA ESTRELLA un recuerdo emocionado, reproduciendo en mi blog el capítulo I de la novela. Capítulo que lleva por título el nombre de una mujer luminosa, reflejo de aquella otra que amenizaba tardes enteras contándome el nombre de las cosas que ya nadie recordaba.

Tengo grabada tu voz, 

Isabel la Estrella, 

y guardo esos documentos como un tesoro.

    Espero que en la otra vida a la que ahora te has ido te nombren notaria de nuestra tierra. Mientras tanto, ahí más abajo te dejo lo que tú me inspirastes

En CasaChina. En un 12 de Marzo de 2021
 
 

 

De la novela VIRGO FIDELIS 2020

 

I.    ISABEL LA CENTELLA

¿Qué es aquello que reluce
por los altos corredores?
Cierra la puerta, hijo mío;
acaban de dar las once.
En mis ojos, sin querer,
relumbran cuatro faroles.
Será que la gente aquella
estará fraguando el cobre.

 

MUERTO DE AMOR. Del Romancero gitano.

(Federico García Lorca)

         −Hasta donde yo sé, señorito Rodrigo, a mí se me representa que nadie hubiera podido impedir que pasara lo que pasó, porque todo aquello fue una retahíla de trastornos que no tuvieron apaño en aquellos tiempos. Ni lo de la señora vieja, doña Patricia, que en gloria esté, y a quien conocí de referencias; ni lo de la nueva, su hija, la señorita Amparo que, dicho sea sin resquemores, le deseo que tenga igual gloria que su madre de ella, o que su hija Dolores, su abuela de usted. Eso por no hablarle de lo de su madre, la señorita Lucía, que tantísimo lo quiso sin que usted se quisiera dar cuenta. Y es que la vida tiene sus propias leyes; y aquel desbarajuste, traspuesto sin haberle dado apaño desde los tiempos de doña Patricia, lleva demasiados años reclamando sus derechos, y pidiendo que de una vez por todas venga alguien a darle desagravio y acatamiento a tan pocos meses de satisfacciones y a tantos, tantísimos años de agonía como los que tuvo que atravesar la pobre. ¿No se piensa usted eso, señorito?

−¿Cómo tengo que decirte que no te dirijas a mí llamándome señorito, Isabel? −responde Rodrigo, tratando de encubrir, con lo que esta vez no pasa de ser un falsificado enfado, el desconcierto que le produce no saber de qué está hablando la anciana, esa mujer que ha conocido, directamente o de oídas, a tantas generaciones de su familia; la que lo ha criado a él a la par que su propia madre, Lucía, y que fue la que recogió el último aliento de ésta. De todas formas, su fino instinto le indica que la mujer está tanteándolo para percatarse de hasta dónde él sabe del pasado, del que ella conoce con tanta precisión, y que él, siempre acobardado por lo que pudiera descubrir sin sentirse nunca preparado para ello, evitó afrontar durante largos años, aunque ahora ansía recuperarlo como sea.

−¿Y cómo quiere usted que lo miente en viniendo de quien viene, y en siendo el hijo de mi señorita Lucía? Que sepa usted, señorito, que a una le enseñaron maneras dende bien chica. Y cuando no se las enseñaron, las aprendió de seguido mirando lo que hacían y como lo hacían los señores; y no va a venir usted, con su mocerío, −ahora su voz suena irritada− a despintármelas. ¿O qué se piensa usted, señorito? −y recalca lo de “señorito” con un tonillo que resuena en los oídos de Rodrigo como una intimidación− ¿…que una no tiene ya tiempo de poder echar por la boca todo lo que se le antoje sobre lo bien aprendido, y de guardarse lo que considere impropio, sin reparar en porfías ajenas?

Rodrigo mira a la anciana sin contestar. “O sea −piensa desalentado− que ahora, cuando ya no le queda a él nadie a quien acudir para saber todo lo que se empeñó en ignorar durante años, ella va a seguir guardándose de por vida lo que tenga por conveniente”. Aquella mujer, con casi cien años a sus espaldas, y con una memoria singularmente prodigiosa, parece tener las claves con las que le pudiera hilvanar el pasado que ahora, tras la muerte de su madre, se ha convertido en un presente lacerante y lleno de desasosiegos. Pero la vieja, como siempre ha hecho desde que él recuerda, administra la información y los silencios con lo que parece un desigual tiento, obstinándose en ignorar con todo descaro la ansiedad con la que él la interroga. Ella habla cuando quiere, de lo que quiere y, la mayoría de las veces, amagando apenas mínimas insinuaciones llenas de ambigüedad como la que parece desprenderse de lo último que ha dicho, aunque hábilmente envueltas en patrañas, que nada tienen que ver con lo que Rodrigo desearía vehementemente conocer o con lo que le pregunta; pero él, tan propenso a los súbitos desafueros de la ira, intenta contenerse a duras penas para no alarmar ni fatigar a la anciana.

Desde que Rodrigo sabe que Daniela, la muchacha americana a la que se le envió lo que su madre dispuso en el testamento, vendrá a España, ha tomado por costumbre ir casi a diario a la residencia de ancianos, a donde Isabel decidió trasladarse poco después de la muerte de Lucía. Rodrigo se desesperó entonces pensando que se cerraba para él la última oportunidad de descubrir todo lo que anteriormente había rehuido con obstinación sobre su familia; pero, curiosamente, va percibiendo mínimas señales que indican que hablar con la vieja sirviente parece que resultara más fácil fuera de los muros del caserón familiar. Es como si Isabel, la hija de la criada de su bisabuela Amparo, no tuviera tantos reparos en referirse al pasado familiar ahora que se encuentra lejos de las paredes donde vivieron y padecieron y gozaron los protagonistas de sus recuerdos; como si se sintiera liberada de extrañas lealtades hacia los fantasmas de unos personajes que a Rodrigo nunca le interesaron más allá del hecho de reconocer en las fotografías de la galería de los retratos los nombres de quienes espiaban sus paseos por la casa, en tanto que ellos parecían expiar pecados ocultos siempre pendientes de redimir. Recuerda que, mientras Isabel permaneció en la casa, tenía que esforzarse en reprimir a duras penas su agitación y su impaciencia cada vez que la mujer mencionaba alguno de esos nombres sin detenerse a precisar detalles, refiriéndose a un pasado que él no consideraba que fuera el suyo. Si tenía que ser sincero consigo mismo, en realidad, sólo alguien le interesa verdaderamente: Lucía, esa mujer casi desconocida que fue su madre. Y si ahondaba un poco más en las causas de su repentina curiosidad, existía un hecho al que le gustaría encontrarle una mínima explicación: por qué, de forma tan inexplicable, incluyó Lucía en su testamento a una persona de la que él no había oído hablar en su vida: Daniela, la americana. Acuciado por esos interrogantes, acude ahora a la residencia con la esperanza de que Isabel pueda aclararle el porqué de tan extraña disposición como la de su madre, y el contenido de aquel voluminoso paquete que la propia anciana le entregó a él la noche anterior a abandonar la casa, para que los llevara al notario, y que el notario se encargó de enviar a América, sin que nadie pudiera dar razón de lo que quiera que su madre dispusiera en su interior o Isabel hubiera añadido.

−¿Qué había en esos papeles, Isabel? −pregunta ahora sin demasiada esperanza de que ella le responda tampoco esta vez.

−Pues qué se piensa usted que iba a haber… ¡papeles! ¿O no lo vio usted mismo con sus propios ojos?

−¡Papeles, papeles…! Eso ya lo sé, Isabel −se altera−; pero ¿de qué eran esos papeles? ¿Y qué decían esos papeles? ¿Y por qué te los confió a ti mi madre en lugar de entregármelos a mí? Rodrigo es consciente de que, bruscamente, está dejando salir de él, en tono estrepitoso y desabrido, toda la desesperación que ha ido acumulando en los últimos tiempos, aunque se esfuerza por no perder el dominio de sí mismo como tiene por costumbre. Hace tiempo que aprendió a identificar los primeros síntomas. Sabe que esa especie de espasmo que le aprieta en mitad del vientre, esa necesidad de hacerse una maraña sobre sí mismo, es el inconfundible anuncio de un inminente estallido incontrolado; que los calambres que le contraen los músculos de las piernas, pidiéndole que se acurruque, haciéndose un ovillo como si fuera un ridículo bebé, son una confirmación de que está deslizándose hacia uno de esos repentinos ataques de ira desmedida a los que tanto teme y ante los que él mismo se encuentra indefenso; y se obliga con un esfuerzo sobrehumano a pensar que si no consigue controlarse ahora, antes de que se le desmanden todos los demonios internos que lo acompañan desde que alcanzan sus recuerdos, acabará estallando con violencia desproporcionada, lo que después, una vez extinguido el arrebato, lo sumirá en un desconsuelo insufrible, en una desazón, en un sentimiento de culpa sin límites que durará horas, o incluso días, sin encontrar luego la manera de cómo y a quién o pedir disculpas. Por eso, casi en forma automática, intenta poner en funcionamiento las técnicas repasadas una y otra vez con el psicólogo, sin estar muy seguro de que funcionen. “respira…, otra vez…, respira hondo…eso es, así…”. Mientras se echa a la boca con disimulo una de las pequeñas pastillitas rosas del betabloqueante recetado por el médico, intenta escaparse de su laberinto interno y fijar su atención en el entorno.

−¿Y cómo dice usted que lleva lo de su madre, señorito? −escucha a lo lejos la voz cuidadamente casual de la anciana, mientras él aviva sus recursos y sus esfuerzos para no estallar.

¿Cómo lleva él lo de su madre? −se interroga en su torturado interior, sin dar crédito todavía a una muerte tan atroz, tan inesperada.

En algún sitio ilocalizable de sus pulmones, y de su estómago, y de su cerebro, percibe ahora que está perdiendo terreno muy poco a poco la congoja que lo acometió por sorpresa el mismo día de la muerte de su madre; que, como cada vez que la rabia sustituye y borra su siempre insatisfecho deseo de cercanía, de lealtad y de ternura, la pesadumbre se está disolviendo, arrasada por algo viscoso que le sube lentamente hasta la boca, espesándole la saliva y volviéndola amarga. Es como una agitación descontrolada que viene en su auxilio cuando sus pensamientos se desmandan convirtiéndose en angustia, y con la que cree poder defenderse contra esa manera en que Isabel aparenta ignorar lo que está bien seguro de que sabe que le está sucediendo en ese mismo instante. Mira con desolación a la mujer, que se obstina en aparentar no darse cuenta del estado de ánimo del muchacho, simulando haberse olvidado de sus últimas preguntas, y se queda en suspenso ante la forma en que ella prosigue a su aire.

−No debiera usted ni de enritarse como se enrita desde antes siquiera de destetarse y tener uso de razón, ni de meterse todavía en tareas y averiguaciones que no le corresponden, y que sólo pueden traerle melancolías, cuando los que tuvimos que vivir lo que vivimos nos hemos tomado el trabajo de arrinconarlas y apartarlas al lugar en donde deben estar. ¿No piensa usted lo mismo?

−¿A qué te refieres, Isabel, con lo de que no debiera meterme en lo que no me corresponde? −replica haciendo un esfuerzo sobrehumano por contenerse. Luego, tras un silencio tirante, en el que la mujer lo observa con lo que a él le parece una infinita y tristísima ternura, que curiosamente le allega un inicio de sosiego, prosigue:

−Creo yo que todo lo que tenga que ver con mi madre es cuestión que me concierne. −El muchacho guarda silencio durante unos segundos mientras reconoce con íntima satisfacción, que casi ha logrado moderar la rabia que lo acometía; y, cuando retoma la palabra, la voz le vibra con un leve temblor en el que se percibe alguna emoción muy parecida al desaliento: −…Y si hay algo que de verdad quisiera saber, es qué tenía que ver esa americana con mi madre para ordenar enviarle el sobre lleno de papeles, sin permitir que nadie supiera qué mandaba en él; ¡sus papeles! −enfatiza asaltado inopinadamente por el último atisbo de irritación que creía amansada−. ¿O tú estabas al corriente de lo que había en esos papeles? −Siente que se descompone de nuevo y cada vez más.

−A lo mejor, tras tanto viaje de acá para allá y de allá para acá, lo que metió en el envío no eran sino cosas de lo suyo. Que ya sabe usted cómo son los escritores. No le extrañe a usted que aún después de muerta, no salga publicado algún libro de mi señorita por esos mundos de Dios…

−Pero mi madre tiene…, quiero decir, tenía −se corrige a sí mismo inmerso en una angustia infinita− su propio agente literario, a quién le confiaba todo. Todo menos lo de ese maldito paquete del que tampoco él sabe nada de nada. Así que lo de semejante encargo y envío tiene que ser de otra cosa que seguro que tú tienes que saber.

−¿Saberlo yo…?

−Eso he dicho −se descompone y se contiene a oleadas irregulares que lo trastornan− saberlo tú, que te pasaste las horas muertas en su gabinete poniendo en orden sus cosas. Tú, que conociste a mi bisabuela, y a mi abuela; y a mi madre, con la que compartiste toda su vida, hasta sus últimos momentos. ¡Qué no sabrás tú! ¿Y por qué sinrazón no puedo saberlo yo?, ¿eh…?  −se descorazona casi hasta el límite de las lágrimas que contiene a duras penas.

Alertado y presto como está Rodrigo, al acecho de cualquier gesto de la anciana criada que lo encamine hacia lo que a él le interesa, le parece distinguir un imperceptible temblor en los párpados que le indica que ha tocado un punto sensible cuando ella le hurta la mirada y la baja hasta la punta de sus zapatillas de fino paño azul marino. Pero aquella vieja mujer mantiene intacta su capacidad para recuperar la compostura de forma inmediata tras cualquier momentánea vacilación y, levantando ahora los ojos con gesto decidido, aunque sin mirarlo a él directamente, sino dejando vagar la vista, perdiéndose más allá de los cristales del ventanal, evoca con voz rediviva:

−Ay, sí; dice usted bien: mi señorita Lucía y yo nos pasábamos las tardes en la galería de los retratos, hablando entre nosotras de lo divino y de lo humano. Y con ellos y con sus sombras, de lo que a cada uno se le antojara −Rodrigo piensa que a veces Isabel desvaría−. ¡Lo que pudimos contarnos, señor, lo que pudimos contarnos…! Y tener que irse ella antes que yo, llevándole como le llevaba yo tantas quintas de delantera… ¡Y verme ahora como me veo, −se altera casi hasta el enojo− rodeada de viejos cansinos y achacosos que no saben hablar de otra cosa que no sea de sus dolencias, de sus pejigueras, de sus pastillas y de sus aprensiones…

−Que no se te olvide, Isabel, que si estás aquí es porque tú te emperraste en dejar la casa −se defiende Rodrigo innecesariamente de lo que, en su suspicaz sensibilidad, interpreta como un ataque directo.

−No, si no me quejo de dónde estoy, sino de con quién no estoy, y de quien ya no está en este mundo para que podamos verlos, aunque lo sintamos a nuestro alrededor. Los que duelen de verdad son los nombres de los que no responden cuando una los llama y se precisa de réplica…

−Entonces, cuéntame de una vez si te dijo mi madre por qué debían llegar esos papeles a América y quién es la tal Daniela Monviso −ataja Rodrigo, ignorando la queja delirante de la mujer, mientras piensa tratando de justificarse: ¿Cómo podría él haberse ocupado de la anciana cuando no podía ni siquiera cuidar medianamente bien de sí mismo? ¿Dónde podía estar ella mejor que en esa residencia?

−Me dijo, ¿qué…?

−¡Venga, Isabel, no me salgas otra vez con esas! Tú mejor que nadie tendrías que comprender que necesito saber de mi madre algo más de lo que sé. ¡Era mi madre!

Ahora es la anciana la que parece repentinamente irritada cuando responde casi furiosa:

−¿Saber de su madre a estas alturas? Ya debiera usted haberlo pensado con más tiempo y con más tino. −La mujer se contiene con la misma celeridad con la que se ha alterado−. Ay, usted perdone... −La forzada suavidad con la que Isabel modula su voz, corrigiéndose sobre la marcha, contrasta con la dureza de la acusación que se esconde en sus últimas palabras.

−No, Isabel, no. No sigas por ese camino. Ya me basto yo para hacerme reproches y para preguntarme por qué mi madre fue siempre una desconocida para mí. Tú también, no. Mira, Isabel, quiero… quiero… ¡necesito saber de mi madre, o voy a perder la razón! −solloza el muchacho sujetándose la cabeza con las dos manos y apoyando los codos en sus rodillas hasta casi hacerse un ovillo.

Un largo y penoso silencio inunda la asepsia de la estancia donde ambos están, dejando que crezca la resonancia de los gemidos del hombre como en un eco que va perdiendo fuerza lentamente hasta disolverse en una inexistente distancia. Luego es ese mismo silencio el que toma posesión del espacio hasta que la mujer amaga dudas evidentes:

−No, si por mi fuera… −vacila la anciana− …pero las cosas no se quedan en lo de su madre de usted, sino que alcanza a otras muchas personas sobre las que a lo mejor no quisiera ni debiera usted meterse en indagaciones después de tantísimo tiempo y de tantísimos sufrimientos que tampoco a mí me es preciso recordar... O a lo mejor sí –vacila−.

−¿Otras personas? ¿A quién te refieres, Isabel? ¿Es que no te das cuenta de que una vez más me estás poniendo peor cuerpo del que ya tenía con tanto misterio? ¿No te das cuenta de que, en más de treinta años, no supe de mi madre mucho más que su nombre y de su maldita obsesión por escribir libros que ni siquiera me ofreció leer?

−¿No se los ofreció o no se tomó usted la intención de leer? Porque –áspera− pudiera ser que a usted no se le apeteciera saber lo que debía.

−Sí, tienes razón, −se compunge−, no es tan fácil enfrentarse a lo que no hizo uno cuando ya ha pasado fatalmente el tiempo de hacerlo. Porque ese tiempo ha pasado, ¿verdad, Isabel?

−¡Ay, señorito, no le eche usted cuentas a lo que ha hecho usted o dejó de hacer en su momento! −Como por encanto, su voz se ha dulcificado hasta hacerse una caricia sonora−. Ni a lo que yo le digo sin saber muy bien lo que me digo; que, a mis años, tengo la cabeza trastorná y llena de vulanicos. Pero dígame usted: −y ahora pareciera que desvaría− ¿ya tiene novia…? Con las ganas que tenía su mamá de usted de que se echara una buena novia que lo recogiera cuando ella faltara…

El brusco y absurdo cambio de tema por parte de su interlocutora, que viene acompañado con imperceptibles gestos de algo parecido a un temor inconcreto y a una profunda postración, sorprende a Rodrigo, quien lo percibe como una inclemente despedida. Son señales mínimas, pero tan evidentes como para él lo son las de sus propios ataques de cólera. Conoce muy bien, −sin duda mucho mejor que los de su madre−, los ademanes con los que se expresa Isabel sin necesidad de pronunciar una palabra. Son pequeñísimos signos de retraimiento y de inquietud que él ha aprendido a interpretar, con mucha mayor precisión si cabe, desde que acude a su cita con la anciana en la residencia, y que ya sabe que serán el preludio de un silencio irreversible, progresivo, largo y tozudo; y un perderse de la mirada más allá del amplio ventanal de la residencia, con vistas a la suave inclinación del valle, a cuyos pies, y a lo lejos, se alzan los oscuros cipreses del cementerio, y avanzan las ondulaciones del paisaje, difuminándose en los perfiles de laderas y montes, que van cambiando de color, de nitidez y de contorno según se superponen unos a otros, hasta diluirse y confundirse en una neblina primaveral que, a esa hora de la tarde, conserva aún intacto el frío del reciente invierno. Ni por un momento duda en que ya la conversación no dará mucho más de sí, y que tampoco hoy obtendrá ninguna clave que le alivie ese malestar que le oprime intermitentemente hasta paralizarlo.

−A lo mejor debieras haberte quedado en casa, Isabel −murmura dubitativo, mientras es consciente de su inmensa desazón, pensando en la soledad que le aguarda entre los muros del viejo caserón vacío; −por lo menos podríamos hablar cada noche hasta que nos llegara el sueño.

La anciana no responde ni parece escucharlo.

*   *   *

−Isabel, que ya están dando la cena −llama una auxiliar asomando la cabeza por la puerta entreabierta de la habitación.

Ni la queja del muchacho ni el anuncio de la empleada parecen haber alcanzado algún punto consciente de la vieja mujer, que permanece impasible y con la mirada descarriada en algún paisaje que no parece de este mundo.

Rodrigo se desalienta y, levantándose con un esfuerzo infinito de la butaquita en la que ha permanecido sentado, se acerca para ayudar a Isabel a incorporarse; pero ésta, recuperándose bruscamente de su momentánea ausencia, lo rechaza con un gesto nervioso, se endereza sobre sus frágiles piernas con sorprendente agilidad para sus años, y se encara con el hombre con un tono muy parecido a la desesperanza:

−¿En casa? ¿En qué casa? ¿En ese caserón lleno de fantasmas, sin que esté mi señorita para aplacarlos…? ¿Pa’ qué? ¿Pa’ tener que seguir escuchando las voces y los quejicoseos de todos los que pasaron por ella, yéndose sin deber de irse antes de arreglar lo que tenían que arreglar entre ellos, y de enderezar tantísimo desbarajuste…? ¡Menos lamentarse cuando ya no hay ni tiempo ni razón! ¡Haberlo hecho en vida…!

Rodrigo sospecha, sabe que ahora no es a él a quien se está refiriendo Isabel casi con saña, sino a su madre. O quizá a alguien más. Posiblemente a sí misma. ¿Pero a qué se refiere sobre lo que según ella ha quedado sin hacer?

−¿Hecho?, ¿qué tendría que haberse hecho, Isabel…? ¿Qué es lo que tenían que haber hecho, y quiénes? −la voz de Rodrigo suena conmovida y apremiante hasta para él, persiguiendo la espalda de la anciana.

Pero la anciana, que mientras tanto ha salido de la habitación evadiéndose de él y de sus preguntas con prodigiosa agilidad, sigue pasillo adelante recriminándose ahora a sí misma con voz extrañamente festiva y marrullera:

−“Haberlo”, no; “habedlo”, con “d”. Con “d”, Isabel…, y no con “r” −habría dicho mi señorita, que hablaba ella tan fino y tan de buen colegio como los que tuvo, sin darse cuenta de que las personas, cuando quieren entenderse entre ellas, no tienen necesidad de semejantes primores en la manera de decir.

 

 

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