59/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado –
34)
De
muchos será conocido lo del Lunes de Aguas, esa inquietante fiesta de Salamanca,
a mitad de camino entre contrición de confesionario y disloque de fin de curso.
Yo no la conocía hasta que un viejo y queridísimo amigo mío de juventud,
antiguo estudiante de Salamanca, me fue poniendo al corriente de una costumbre
que me pareció tan fascinante que acabé por reproducirla −a mi manera− en el capítulo
VIII de mi novela <VIRGO POTENS>.
La
cosa arrancó así.
Allá por 1543, la
Universidad de Salamanca era una de las más acreditadas del mundo, razón por la
que el número de estudiantes superara el ochomil, (Madrid rondaba los 11.000
habitantes) los que unidos a sus criados y profesorado hicieron que la
población de a pie y de paso fuera de lo más numerosa, al tiempo que variopinta
y demandante de diversión.
Por
entonces, cuando solamente tenía 16 años, se presentó Felipe II un mes de
noviembre en Salamanca, donde iba a casarse con una chiquilla de la misma edad,
Maria Manuela de Portugal, hija de los reyes de aquel país, y primera de las
cuatro esposas que tuvo el monarca triste.
Parece
ser que ya a esa edad era Felipe un muchacho austero, timorato, huraño y místico,
a quien el jolgorio de la ciudad (tabernas, prostíbulos, vividores de todo tipo
y fiestorros sin comedimiento) llegó a escandalizarlo de manera tal que poco
después mandó publicar un edicto por el que se ordenaba que la abstinencia de
carne -programada para tiempos de penitencia y redimible mediante el pago de la correspondiente bula- alcanzara a cualquier tipo de acceso carnal, ya fuera el de engullir un cabrito con
cuchillo y tenedor (instrumento este último que creo que no existía a la sazón),
ya fuere lo de tentarse las carnes corporales ni dentro ni fuera del tálamo nupcial.
En
cumplimiento de tal edicto real, se apretaron las clavijas ordenando que las
prostitutas de Salamanca fueran retiradas de la ciudad desde que comenzaba la cuaresma
hasta el fin de la Semana Santa, cuya labor de limpieza le fue encomendada por
entonces a un sacerdote, de nombre Lucas, que fue comisionado para que llevara
a aquellas perdidas −en opinión del rey monacal− a la orilla izquierda del río
Tormes, con expresa prohibición de acercarse a menos de una legua de la
población bajo amenaza de castigos poco apetecibles.
Vaya,
algo así como lo del confinamiento del Viruso Coronado, solo que en plan interdicción
de lupanar.
Tendría
yo que ser hombre, y de aquellos tiempos, para poder entender cómo se le
pondrían las apetencias al sur del ombligo a las criaturicas con semejante y
tan larga continencia, aumentada con la impuesta por las propias legítimas,
quienes tampoco tenían licencia para lo de alborotarse en tales días.
No es de extrañar, pues,
que, llegado el Domingo de Resurrección, estuvieran los mancebos mirando el
reloj −que tampoco lo había− con más ansias de las que yo tengo hoy mirando el
mío, a ver si es verdad que los cancerberos de FACEBOOK me abren las
compuertas, y puedo compartir con el personal estas croniquillas que ya van por
la 34, y amenazan con reproducirse como hongos por larga temporada.
Según me contaba aquel
buen amigo y contador de cosas salmantino, era el mismo Padre Lucas quien,
escoltado por la estudiantería del lugar, atravesaba el Tormes, en
barquichuelas adornadas de palmas y ramos, para ir en busca de las “perdidas” −en
el más etimológico sentido del término “perdidas” durante tan largo tiempo−, para
regresarlas al alborozo, al júbilo y a la follenda desquitadora y compensatoria
de tan dilatada espera. Es de suponer que hicieran semejante navegación por el
Tormes “a carallo campante”, que diría un gallego, y que yo intentaré aclarar
de la manera menos indecorosa que pueda, refiriendo que “carallo” es eso
de los señores que todos se imaginan; y campante, según el diccionario,
viene a ser como una contentura muy grande y jubilosa, relamiéndose de gusto por
el reencuentro.
Ya de vuelta en la
ciudad, no esperaban ellos a llegar a sus casas o locales de farolillo rojo,
sino que allí mismo, en las riberas del río, armaban la gran orgía carnal, y se
resarcían retozones en mitad del prado de todo lo que se les negó durante tan
larga cuarentena, hasta acabar todos en el río, en cuyas aguas apagaban los
últimos los estertores de tan ansiado asalto.
Lunes de Aguas llamaron al lunes siguiente al
Domingo de Resurrección por razones obvias; nombre que, junto con el de “Padre
Putas”, que por similitud degenerativa con el de Padre Lucas le endilgaron al
cura trasportador de alegrías p’a el cuerpo, creó en aquella hermosa ciudad del
Tormes unas fiestas que yo recogí −como ya he dicho− en ese capítulo VIII de
<VIRGO POTENS> que voy a reproducir hoy aquí.
In illo tempore… In hoc
tempore…
Con las claras del día de aquel Domingo de Gloria cambió de rumbo la
actividad del personal en Jándula, sin que por eso se hiciera menos frenética.
Los hombres se afanaban engalanando y emperifollando los carruajes en los que
recogerían a las rameras; las mujeres llenaban cestas y talegas con fragantes
hornazos recién cocidos, coronados por un huevo sujeto al panecillo por dos rollitos
de masa atravesados en forma de cruz, “en
memoria de nuestro Señor Crucificado” como decía Anita, la Panadera,
mientras manoseaba las tirillas de masa. Los más pequeños, que por una vez al
año habían retozado hasta altas horas de la madrugada sin que nadie les
atosigara reniegos ni monsergas de lo preciso que era volver a casa, dormitaban
como podían, perdidos en aquel jolgorio, sin acabar de reponerse de la falta de
sueño y de los estragos de las gaseosas de bola y los cigarros de matalahúva de
la noche anterior.
-Nosotras, Violante y yo, íbamos de acá para allá aprovechando una libertad
de la que pocas veces podíamos disfrutar.
-Al menos yo–, murmura Ginesa, mientras el terapeuta toma algunas notas con
una letra minúscula y apretada que ella no alcanza a descifrar, aunque se
empeña en ello durante algunos segundos, para seguir inmediatamente la
narración iniciada en esa sesión.
Luego, sobre las nueve o las diez de la mañana, empezó la Romería. Las carretas,
delante, abrían la caravana arreadas por los hombres más dispuestos, camino del
Molino Viejo, para rescatar a las desterradas. La chiquillería, inmediatamente detrás,
iban acompañando los carros hasta el Prado de la Majada, donde las mujeres y
los niños más pequeños esperaban el regreso de la expedición, mientras se hacía
tiempo encendiendo las fogatas para aviar la merienda y se entablaban
conversaciones intrascendentes.
Pero aquel año algo no iba como tenía que ir porque, desde bien temprano, mientras
mi padre se mostraba como si le hubieran quitado años de encima, mi madre no
levantaba cabeza si no era para confundirnos con sus desaires y sus
desabrimientos que yo no lograba distraer ni con mis gestos más divertidos o
con mi aspecto más compungido.
Mi padre, por primera vez desde que yo recordaba, fue de los que con más
entusiasmo contribuyó al retorno de las “perdidas”, poniendo su calesa a
disposición de lo que Don Felicio se empeñaba en llamar la “obra pía”, y que
había sido pulida y abrillantada por los criados de la casa durante toda la semana.
Los niquelados y fallebas brillaban perfectamente bruñidos, las ballestas habían
sido engrasadas con sebo nuevo, y el cuero de los asientos chéster fue
embetunado una y otra vez, hasta alcanzar el mismísimo reflejo de la puntera de
sus botines. Y, siendo el nuestro el coche de mayor postín, era el que abría la
caravana, conducido por mi padre que, desde el pescante del cochero, lo manejaba
ufano como un mozuelo. A su lado se acomodaban Don Felicio, el “Padre Putas”, como
él mismo había querido denominarse en aquel cometido, remedando al de Salamanca
según supe después, y Doña Rita la Madama,
a la que de alguna forma había que agradecerle que, con aquel albergue suyo que
tanto le mermaba en el buen ver del pueblo, prestara un desahogo discreto y sanitariamente
controlado a las indomables tentaciones de los hombres del lugar y de sus
alrededores. Y más reconocimiento merecía, como había dicho Don Felicio, que no
le pusiera reparos a la retirada de “sus niñas” en tan santas fechas a pesar de
los dineros que perdía en aquella correría según ella se había cuidado muy bien
de propalar.
En un momento determinado las carretas y los hombres tomaron en dirección
al Molino Viejo, y las pocas mujeres que aún seguían rezagadas detrás del
cortejo, y la chiquillería, torcimos por el Atajo de Las Buitreras, camino del
Prado de la Majada. A eso del medio día empezaron a oírse las voces de los
chiquillos:
-¡Que llegan las rameras; que ya llegan las rameras!
Ellos las mentaban así porque era lo que oían; y yo entonces pensaba que lo
de “rameras” era por los ramos de romero con los que adornaban los carros y por
los arcos que se hacían en la zona del Prado reservada para las putas. Vaya
usted a saber si era o no por eso.
Mi amiga Violante y yo salimos corriendo hasta doblar la curva de la vereda
que venía desde el Molino Viejo y, como siempre, nos entró una alegría
desenfrenada oyendo aquellas risas, y ojeando los vistosos adornos de los
carricoches, engalanados con sus ramos atados con tiras y lazos de papel
pinocho de todos los colores, recortados como haciendo encajes y farolillos.
Desde los carros nos llegaban los sonidos de las guitarras y el quejido
metálico de las cuerdas de las bandurrias incesantemente picadas por la púa de
concha utilizada por los mozos que habían bajado a recoger a las muchachas. Se
oían también, cantadas entre dientes, canciones picantes y provocativas, de
aquellas que cantaban los aceituneros, los bacinadores y los segadores cada vez
que se juntaban en la cocina de afuera, la de los caseros, cuando mi madre no
estaba presente, o cuando no podía oírlos porque se volviera de espadas para
cualquier menester. Eran coplas que a ella tantísimo la disgustaban como
gustaban de canturrear los lugareños:
“La Maaaría-Juana,
la queee-cantaba,
bebiiía-vino
y se-embooorrachabaaa…
y a su nene tetica le daaaba….
bebiiía-vino
y se-embooorrachabaaa…
y a su nene tetica le daaaba….
Como-eeera tuerta,
como-eeera tuerta,
como-eeera tuertaaa,
como-eeera tuerta,
como-eeera tuertaaa,
con el culo-atrancaba la puerta.
Que salga “usté”
que lo quieeero ver
saltar y “blincar” y andar por los aires…
que lo quieeero ver
saltar y “blincar” y andar por los aires…
y haaacer las jerigonzas del fraiiile…;
dejarla sóla,
soliiita y sola, sola bailando…
soliiita y sola, sola bailando…
que-esa niña se está enamorando…[i]
Por encima de aquellos
canturriarles, nos llegaban las risas y el parloteo de dentro de las carretas,
cuyo eco se hinchaba e iba llenando el Prado de un ambiente de fiesta
inminente.
Cuando estuvieron a nuestra altura, Violante y yo dejamos pasar la caravana
y luego, junto con el resto de la chiquillería, corrimos detrás del séquito,
gritando y saltando, mientras nos arremolinábamos para recoger del suelo los
caramelos de azúcar tostada y el paloduz que nos lanzaban desde el interior de
los carros.
En cuanto llegamos al Prado de la Majada, las dos, Violante y yo, nos
abrimos paso a codazos entre el bullicio, sobrepasamos la fila de carretas, nos
arrimamos a la calesa y nos quedamos mirando, embobadas, cómo mi padre echaba
pie a tierra, rodeaba la caballería y, ceremoniosamente, se quitaba el guante
de badana que llevaba puesto a pesar de la calorina que se anunciaba, y le
ofrecía su mano desnuda a aquella mujer fascinante que había venido al otro
lado del pescante junto a él, junto a Doña Rita y junto al Cura, los cuatro
apretujados de forma más que sugerente.
Nada más verla descender de la calesa de mi padre, miré la cara de Violante
y supe que estaba pensando lo mismo que yo: que nunca habíamos visto una mujer
tan alta, tan primorosa y, al mismo tiempo, tan quebradiza y tan delicada de
hechuras y de andares; y que queríamos ser como ella.
Cuando, finalmente, pasó junto a nosotras, dirigiéndose hacia el centro de
la acampada, desafiando la usanza tácitamente impuesta para las putas de no
mezclarse entre las personas decentes, nos dio un vuelco el corazón; algo así como
una flojera de alegría, porque, antes de que nos diéramos cuenta, estábamos
venteándole aquel perfume que nunca se había olisqueado en la Misa Mayor de Jándula,
donde tantos olores y efluvios se juntaban en cada ceremonial, contribuyendo a
más de uno y a más de dos desmayos domingueros.
Era un perfume intenso pero dulce que iba y venía como si estuviera de
paso; que envolvía nuestro estupor y despertaba nuestra devoción.
También mi padre la miraba con fervor y hablaba de una manera distinta a la
de siempre cuando le dirigía la palabra.
Ella señaló en nuestra dirección con un leve gesto sonriente, sin duda
regocijada por nuestro aspecto lamentable y bobalicón de niñas con la boca
abierta, y mi padre, volviéndose hacia nosotras, como si le hubiera entrado un
nervio, nos palmeó la cara y, echando mano a su bolsillo, sacó de su cartera
dos billetes de una peseta cada uno, nuevos y crujientes, y nos los dio a
Violante y a mí con una sonrisa absolutamente nueva en él que le estiraba hacia
atrás todo el gesto. Violante y yo nos
miramos un poco confundidas por aquella inesperada generosidad y volvimos a
observar a la extraña como si nos hubiera dado un aire mientras oíamos a mi padre:
-Ea, nenas, ¿no vais a saludar a Roberta?
¡Roberta! Se llamaba Roberta, y era el ser más maravilloso de cuantos mi
amiga y yo que habíamos conocido.
Roberta se inclinó un poco hacia nosotras, a mí me llamó por mi nombre, dejándome
absolutamente embelesada y recrecida ante mi amiga; nos dio a cada una un
hermoso caramelo de colores envuelto en papel de celofán azul, y nos rozó el
pelo con su mano fragante antes de empezar a alejarse.
Aquella fue la primera vez que su perfume llegó hasta mí de forma rotunda e
inolvidable. Más tarde supe que se llamaba “Flor de Blasón”; fue la colonia que
yo usé hasta que dejaron de fabricarla, causándome un dolor insoportable, una
sensación de pérdida que me duró largos años, hasta que pude encontrar el que
ahora uso: Opium, casi análogo a
aquél otro que fue la marca de Roberta, que tanto sufrimiento me produce
todavía.
-¿Roberta?
-No, doctor. El hecho de que dejaran de fabricar el perfume en el que me yo
podía reconocerme. Para poder identificarme, yo siempre he necesitado hacerlo a
través de las cosas que me rodean; por eso, que algo se me pierda o que me
quiten algo, aunque sea una nadería, es como perder una parte de mí misma;
quedarme sin norte hasta que consigo reponerme y reponer lo perdido.
Lo de la colonia fue uno de esos golpes de los que nunca acabé de
rehacerme. El día que en la droguería me dijeron que no les quedaba “Flor de
Blasón”, pero que lo mandarían traer con el pedido del mes, tuve la sensación
de que alguien me estaba borrando allí mismo, delante del mostrador, dejándome
sin perfiles y desnuda delante del droguero. Volví dos o tres veces más a la
droguería, medio avergonzada sin saber muy bien por qué, en busca de mi perfume,
hasta que, finalmente, me dijeron que ya no se fabricaba. Fue como un mazazo;
fue como si yo misma estuviera en fase de fabricación y alguien hubiera
decidido desecharme del lote por falta de calidad; como si estuvieran
haciéndome desaparecer como verdadero ser real, y convirtiéndome en invisible…
Es como si cada cosa que me ha sido arrebatada fuera parte de mi yo, y yo la
que dejaba de ser.
-Entiendo.
-No sé si realmente me entiende, doctor; no sé si entiende que yo no he
sido nunca otra cosa que aquello que para mí era inalcanzable, y tenía que
buscarlo en ritos, vestigios y cuños capaces de transmutarme en lo que quería y
no podía ser. Con el tiempo, aquel perfume de que le hablo se convirtió para mí
en una obsesión; la marca de Roberta, y yo, a través de su perfume, pude ser,
sin serlo, Roberta: la mujer a la que sin duda amó mi padre por encima de todas
las personas y todas las cosas. ¿Entiende ahora…? Mi padre me amaba, no porque
yo fuera su hija; no porque yo fuera yo, sino porque yo, con un solo movimiento,
podía ser y oler como olía Roberta.
-Pero déjeme que le siga hablando de aquel día.
Sí. Aquel día se trastocaron todas las costumbres de la Romería.
Doña Rita
la Madama, como otros años, se retiró con sus pupilas
hacia el fondo del Prado y, mientras las muchachas alborotaban y reían, varios
mozos, de los solteros del pueblo y de los alrededores, les ayudaban a encender
la lumbre, les arrimaban las trébedes, les sujetaban la paila de los andrajos[ii] y el azafate de la pipirrana, y se refocilaban, bullangueros ellos, a la
vista de todos, al menos por un día, cantando desaforadamente con sus carrillos
hinchados por el vino y por las desazones que les causaban las revoleras de las
mozas delante de sus avideces:
Madre que me vuelvo burro.
Hijo ¿por qué lo conoces?
Tengo pelos en las patas,
Roberta, sin embargo, desde el primer momento se había separado del escandaloso
grupo que formaban sus colegas, y empezó a recorrer los distintos corrillos
donde cada familia cocinaba sus viandas
al aire libre, aunque sin acabar de acercarse a ninguno de ellos, como si
estuviera espiando los quehaceres de las mujeres del pueblo o provocando
sutilmente a los hombres que se la comían con los ojos.
Violante y yo le íbamos a la zaga sin terminar de comprender por qué se
hacía el silencio en cada corro al que llegaba y, luego, cuando pasábamos, se
ponían a cuchichear medio tapándose la boca, señalando con gestos desabridos a
aquella mujer, cuya mano izquierda reposaba mansamente en su vientre dejando
ver en su dedo anular tres alianzas juntas que a mí me desconcertaban, pensando
que pudiera ser que aquella distinguida puta, a pesar de ser tan joven, pudiera
ser ya viuda por dos veces, sin querer olvidar a ninguno puesto que había
juntado su alianza con la de los dos supuestos muertos.
En verdad que nosotras, en cada detalle de los que reparábamos, veíamos en
ella una mujer única y perfecta como una diosa.
-Esa, de seguro que es de las de “Doña Rita la Madama”, -decía en ese
momento la del Sochantre
a la del Sacristán,
con la que se juntaba todos los años en la Romería, aunque, durante el año, no
se dirigieran la palabra por los celos que se tenían entre ellas por querer ser
la voz solista del coro en las misas mayores y en las novenas.
-¡Pues claro, hija, de dónde va a ser! ¿Es que no la has visto llegar con
la caravana? ¡Y bien acomodada que la traían a la muy pendona!
-Se necesita tener frescura y pachorra para andar paseándose entre las
personas decentes ‑contestaba “la Sacristana”, meneando aquella barbilla llena
de vello que tanto nos chocaba a mi amiga y a mí.
-¡Y cómo venía, la muy guarra!, repantigada y apretujada contra el padre
cura, encima del coche de Don Cristóbolo, como si fuera una señora.
-¡Si es que ya no hay vergüenza!, ‑terciaba la estanquera desde el cercano
corrillo de comadres, embutida en su sayón negro, que no se había quitado desde
que se quedara viuda veinte años atrás ni para lavarlo, y que, a poco que se
moviera, despedía una peste dulzona, como a cominos echados en vinagre.
-¡Y el Cura que lo consiente…! -Porfiaba Ramona, la del peón caminero, con
su voz estropajosa, mientras iba recorriendo corrillos y echándose al garete de
convite un vasito de vino aquí, uno de anís allá, soltando un sonoro eructo
cada vez que apuraba un vaso.
Cuando pasamos junto a la lumbre de la familia de mi amiga Violante, su
madre la agarró de un brazo, tiró de ella y la apartó de mí con un gesto seco
que no pudo disimular su enojo. Pero, al poco tiempo, oí los pasos de Violante
corriendo a mis espaldas hasta alcanzarme, mientras me chistaba y chasqueaba la
lengua para llamar mi atención.
-Le ha dicho mi madre a mi padre que
ésa que ha traído tu padre en el carricoche es una puta, y que es la
querida de tu Padre; la que tenía en la capital para cuando va a defender
pleitos, y que se la ha traído a vivir al pueblo para tenerla más a mano y no
tener que esperar a que le encargaran un pleito para poder irse de putas, ‑me
dijo Violante entre dientes, con aquella forma suya de hablar sin mover los
labios que había aprendido tan astutamente para que mi madre no pudiera
leérselos cuando ella no quería que se enterara de lo que me decía, consciente
como era de lo poco que le agradaba a mi madre que me juntara con alguien que
vivía por la parte alta del pueblo, de donde a ella la había rescatado mi padre
gracias a lo guapísima que decían que era cuando ellos dos se casaron en contra
de lo que mi abuela tenía pensado para mi padre.
Yo miré a mi madre que, inclinada sobre las trébedes, removía con las
tenazas las ascuas de debajo avivando el fuego, sin ponerle cuidado a que las
llamas no fueran a alcanzarle un mechón deslucido y greñudo que le caía desde
las sienes. A continuación, busqué a mi padre con un barrido de la mirada, y lo
vi entre la gente, parloteando alegremente con un grupo de hombres. Todos
elevaban la voz innecesariamente como si lo que buscaran en realidad fuera que
la recién llegada reparara en ellos, mientras ellos la miraban de soslayo,
aunque con insistencia.
Lo saludé con la mano, sorprendida de que al verme mirarle él reparara en
mí en lugar de seguir a lo suyo y, para acabar de asombrarme, él vino hacia
nosotras festivo, creo yo que para aprovechar nuestra cercanía a Roberta que,
en ese momento, venía también hacia nosotras.
-¿Te lo estás pasando bien en la fiesta?, -le preguntó mi padre con voz
extrañamente suave.
-Bien sabes, Cristo, que por mi gusto no estaría aquí si no fuera…
Mientras hablaba, Roberta bajó la mirada hasta donde su mano izquierda se
movía imperceptiblemente por debajo de su estómago, sobre un vientre tan plano
como una pared trazada a plomada.
Mi padre levantó un poco la mano,
como si quisiera borrar en el aire aquella inoportuna conversación en nuestra
presencia.
-Ya hablaremos más tarde, Roberta-. Y, después de hacerle un gesto de
inteligencia que a mí me provocó un ataque de aprensión, se volvió resuelto y
satisfecho hacia el grupo de hombres que parloteaban a nuestra espalda, y que
lo recibieron con muestras de auténtico regocijo.
Nosotras seguimos a Roberta en su errático recorrido sin dirección fija
hasta que, en un momento determinado, ella se detuvo de repente y pareció
vacilar sobre sí misma como si fuera a desmayarse.
-¡Mira! Me dijo Violante señalando en dirección al grupo en que estaba la
familia de Don Baldomero el juez.
Desde donde Violante y yo estábamos, pudimos ver con toda precisión la
mirada que Don Baldomero clavaba en Roberta; una mirada que a mí me heló la
sangre; estuvo con sus ojos clavados en ella de semejante manera durante apenas
unos segundos que me parecieron siglos, y después, con un gesto que se parecía
más a una escalofriante amenaza que a un saludo, levantó ligeramente su
sombrero hacia donde Roberta se había quedado petrificada, esta vez con las dos
manos apretándose el estómago como si fuera a vomitar allí mismo. Luego el
Juez, con una cara que a mí me pareció un ostentoso desprecio, le dio la
espalda a Roberta y siguió hablando con su grupo.
Roberta no acababa de reaccionar cuando mi padre llegó hasta donde ella
estaba y le rozó ligeramente el brazo desnudo sin acabar de apercibirse, según
yo pensé erradamente entonces, de que allí acababa de suceder algo atroz que
Violante y yo fuimos capaces de presentir, a pesar de ser unas chiquillas de
pueblo sin más malicia que la que a esa edad se puede tener.
Inmediatamente, Roberta recompuso el gesto, intentó sonreír y se abanicó
con la mano pretextando un repentino golpe de calor para poder apartarse de mi
padre y huir hacia el fondo de la campa, donde las muchachas de La Casa Grande
seguían su juerga, ajenas también a nada que no fueran sus risas exageradas.
No había acabado de desaparecer aún de nuestra vista Roberta cuando ya
estábamos Violante y yo imaginando el camino para poder ser lo que nunca fuimos,
y estaban ya creciendo las raíces de lo que iba a ser otra amistad infantil que
ha permanecido siempre al acecho sin que yo haya podido corresponderle nunca.
Ya le hablaré de eso luego, pero déjeme decirle ahora que aquel día no volvimos
a ver a Roberta, que a mi padre se le ensombreció el humor, y que mi madre,
después de dirigirse a él jocosamente remedando a Roberta con un “Cristo, amor
mío, ven y siéntate a comer con tu familia” que a mí me pareció un bofetón,
decidió mantener los ojos obstinadamente fijos en el suelo durante el resto de
la jornada para no tener que enterarse si nosotros queríamos decirle cualquier
cosa que ella se negaba a oír.
Esa fue siempre su manera de castigarnos y de condenarnos al silencio:
bajar los ojos y dejar de mirarnos –acaba Ginesa apenas con un hilo de voz a
punto de quebrársele.
*
-¿Quiere que lo dejemos aquí?, -sugiere el psicólogo ante el repentino y
doloroso silencio de Ginesa.
-No, doctor. Es que acabo de recordar la sacudida interior que sentí cuando
Roberta nombró así a mi padre, y cómo me conmoví cuando mi madre percudió aquel
nombre recién nacido con su ofensiva forma de pronunciarlo con aquella voz
hiriente y nasal de sorda que ya no puede oír, pero puede hablar todavía sin
tener obligación de escuchar.
*
¡Cristo! Nunca hubiera imaginado que el sonoro nombre de mi Padre pudiera
convertirse en algo tan íntimo: ¡Cristo! Un hombre que ya había sobrepasado los
cuarenta años, casi un viejo a mi modo de ver las cosas entonces, no podía
llamarse ¡Cristo!
Además, -pensé nada más escucharlo de labios de Roberta- aquello era casi
una herejía… Y lo peor es que Violante lo había oído igual que yo y seguro que
tendría algo que sentenciar –pensé avergonzada.
Con todo, no dijo lo que yo me había hecho ya la idea de tener que oír:
-¡Qué guapa es esta puta! –le oí decir a Violante con voz extrañamente
conciliadora y tan embobada como yo, cuando Roberta se alejaba de nosotros con aquella
forma de andar que parecía no tener pies; era como si se desplazara sobre la
hierba.
-Sí. ¡Qué guapa es! Es como las otras putas, pero en más mejor; en más
señora. –Era nuestra forma de hablar, doctor, cuando algo nos sobrepasaba…
-¿No te gustaría ser como ella?
-¿Quieres que seamos putas?, -le pregunté a Violante de repente, tomando la
iniciativa como poquísimas veces hacía estando Violante delante.
A nuestros ojos de chiquillas, quizá fuera la putez una especie de conjuro;
una varita mágica capaz de concederle la belleza a quien la poseyera.
-No me va a dejar mi madre, -me respondió Violante cabizbaja. Ella me deja
hacer todo lo que quiero, pero ser puta… me pienso yo que no, porque tendría
que irme a vivir a casa de Doña Rita La
Madama y ella se quedaría sin nadie con quien pelearse.
-Cuando seamos grandes, ¡so tonta!
-Bueno. Entonces sí. A lo mejor para entonces las ovejas de mi padre se
echan a parir con más ganas, mi padre puede vender más borreguillos, y le va
quedando un remanente de dineros para que mi madre pueda dejar de renegarle por
la falta de dineros sin que él se digne darle respuesta. En cuantico ellos
puedan hablarse, y mí mi madre no me necesite a para desahogarse, a lo mejor me
junto contigo y nos hacemos putas.
-A lo mejor… -dejé caer distraídamente, mientras me comía la sombra de
Roberta con los ojos.
-Pero me tienes que prometer –me zarandeó Violante tomando otra vez el
control del asunto- que si yo me hago puta tú también te haces puta, porque yo
no voy a consentir que tú seas la madama y yo tu criada, por muy señoritinga
que seas tú y por muy abogado que sea tu padre. Que criar borregos y cazar
lobos como hace mi padre tampoco es una afrenta, y a lo mejor está mejor visto
que tener querida.
-¡Eso está hecho! Y si quieres, lo juramos con raya y cruz para que no haya
traición entre nosotras–, le dije levantando la palma de mi mano derecha hacia
el cielo.
-Pero, ¿quién nos va a enseñar a ser putas?, -se resistió todavía con un
aire inseguro impropio de ella- Porque, para eso, digo yo que se necesitará
algo de escuela…
-Pues, como no seas tú que lo sabes todo y en todo te gusta ser la maestra…
-Todo sí, mira. Pero lo de ser puta, no, que a mí me tienen enseñada para
ser honrada, -dijo momentáneamente dolida para cambiar de inmediato el
talante-. Pero no te irrites conmigo porque bien debieras de saber que yo, si
pongo empeño, siempre tengo soluciones –dijo ahora con alegre desparpajo-. Nos
iremos a vivir a La Casa Grande y le
diremos a “Doña Rita la Madama” que
queremos enseñarnos y que ella nos
instruya en el oficio.
-¿Y si no quiere enseñarnos?
-Eso no va a pasar, mujer; porque, si caes en la cuenta, cada año llegan
putas nuevas a la romería. Lo que quiere decir que será que Doña Rita precisa
de renovar las que se le van quedando viejas. Y alguien tiene que enseñarlas,
que nadie nace aprendido…
-¿Y si no valemos para putas?
-¡Ay, hija, ya estás con tu cortedad y con tus inconveniencias!, –me
respondió Violante verdaderamente enfadada esta vez-. Puedes decir conmigo que,
por lo que se oye por ahí, Doña Rita debe ser una maestra buenísima capaz de
convertir en puta hasta a una como tú. Que hasta me pienso yo que es ella, que
sabe tanto, la que se encarga de dar las
mejores lecciones a sus muchachas y luego buscarles queridos.
-Si tú lo dices…-contesté dándole la espalda pero sin moverme del sitio.
-Entonces, ¿qué dices tú si es que tienes algo que decir además de
enfurruñarte por cualquier cosa? ¿Nos hacemos putas o no nos hacemos putas?
-¡Por mí…! Pero, prométeme que la primera que encuentre un querido se lo
empresta a la otra, ¿vale?
-¡Te lo juro por mis muertos con agua bendita!
Y, a falta de agua bendita, corrimos hacia el Pilar de los Siete Caños para
juramentarnos solemnemente que, en cuanto fuéramos grandes, nos iríamos a vivir
a La Casa Grande si “Doña Rita la
Madama” nos admitía, y aprenderíamos el oficio de putas que por entonces nos
parecía el trabajo más divertido y más íntegro del mundo, aunque las comadres
del pueblo le tiraran a matar con su malas lenguas, sólo porque ellas no tenían
ni hechuras ni buena disposición para poder profesar en el oficio.
Como no sabíamos muy bien qué debíamos hacer para tomarnos juramente
eterno, nos inventamos sobre la marcha un ceremonial propio, haciéndonos una
cruz sobre los labios con los dedos mojados en la Fuente en señal de nuestro
voto, escupimos tres veces sobre el suelo cada una, y trazamos una raya sobre
los escupitajos con la punta de nuestras sandalias, sobre las que las dos
saltamos y giramos cogidas por la cintura. Cuando estábamos en pleno rito, en
una de las revueltas vimos a Salomoncica,
la lavandera de Doña Rita, sentada al otro lado del pilarejo, con los pies
colgando, calzados con unas sandalias de goma que a mí me parecieron bellísimas
porque no eran como las nuestras, cerradas sobre nuestros pies, en los que el
sol dejaba unas marcas oscuras a fuerza de broncearnos la piel que quedaba al
descubierto a través de los orificios que tenían en la parte de arriba. Las
sandalias de Salomoncica, también de
goma, eran escotadas, livianas, con una especie de pequeña cuña a la altura de
los talones que le daban un aire de mocita ya crecida, y con un botón lateral
en el que se podían ensartar pequeños círculos de caucho más flexible, y de
distintos tamaños, formas y colores, con los que poder hacer conjuntillos
florales que levantaron nuestra envidia.
Violante y yo nos miramos, pensando sin duda en lo mismo: si nos hacíamos
amigas de Salomoncica, tendríamos
medio camino andado en nuestra carrera de putas y, aunque ella fuera una
criada, como iba mejor vestida que cualquier niña de nuestra edad, porque Doña Rita
no consentía que nadie en su casa saliera a la calle como una pelandusca cualquiera,
podríamos hacernos patrones sacados de sus mandilones y prestarnos y cambiarnos
las sandalias.
Salomoncica nos miraba de reojo desde el otro lado del pilar sin duda sabiéndose
observada por nosotras, mientras que, para mantener nuestra atención fija en ella,
seguía agitando sus piernas al ritmo de aquella cancioncilla que tanto nos
gustaba a todas las niñas de la escuela:
Yo soy la viudita
del conde Laurel
que quiero casarme
y no tengo con quién.
del conde Laurel
que quiero casarme
y no tengo con quién.
Ahora pienso que Violante estaba hecha para ser lo que luego fue; Escritora.
Porque sólo a una escritora se le pueden ocurrir esas cosas que se le ocurrían
a ella y con semejante premura. Ella repentizaba con tanto tino que parecía una
vieja con cuerpo y con cara de chiquilla; una revieja, como decía mi madre cuando
se refería a ella como “esa mocosa pegadiza de la Carregüela”. Eso fue lo que pasó una vez más; que Violante
me tomó de la mano, tiró de mí hacia donde se encontraba Salomoncica y, haciendo delante de ella un gesto exageradamente amistoso
y estrambótico que la convirtió en una especie de mamarracho, respondió a la
canción que aquélla cantaba:
Si quiere casarse
y no tiene con quién,
elija a su gusto
que aquí tiene quién.
Por un momento Salomoncica
enmudeció. Nos miró desde la posición privilegiada que le daba estar sentada en
el brocal, ladeó la cabeza hacia su hombro izquierdo, e inesperadamente, empezó
a hacer gestos divertidos con los ojos, con la boca, con toda la cara bruñida
por el sol y por el aire libre y, de un salto, bajó de su pedestal y se enfrentó
a nosotras levantando la cabeza como una cacatúa. Cuando menos lo esperábamos,
se tomó con la mano izquierda el borde de la falda retirándolo hacia atrás con
gracia, llevó el brazo derecho por delante y por debajo de su cintura, e
inclinándose ante mí con una reverencia socarrona que yo tomé como un escarnio,
acabó la canción mientras me tomaba de la mano y me atraía hacia ella:
Elijo a Lupita
por ser la más bella,
la blanca azucena
que adorna el jardín.
-No soy Lupita, ea– dije profundamente enfurruñada, haciendo gala de este
afán mío de sospechar de cualquier cosa que se me diga en broma, fruto de esa eterna
susceptibilidad que me ha acompañado toda la vida.
-Ya lo sé, so tonta –contestó graciosamente Salomoncica-. Eres LaGinesa,
la de DonCristóbolo. Pero, ¿a que es
bonico ese nombre que te he puesto? Ya te gustaría a ti ser una Lupita, ya…, en lugar de una Ginesa melindrosa
y tontorrona.
-No le tengas en cuenta lo arisca que es. A nosotras lo que nos gustaría es
ser putas –terció Violante circunspecta y falsamente conciliadora-. Si tú que
vives en la Casa Grande nos cuentas lo que allí hacen las putas y nos das
lecciones, nosotras te llevamos de amiga cuando seamos mujeres y tengamos
nuestra propia casa.
-¡Mira la fachendosa esta! Para tener una CasaGrande es preciso tener tanto talento como tiene MiSeñora, y a vosotras no os veo yo
maneras. Si no sabéis ni andar…
Cuando Salomoncica hablaba lo
hacía de la misma manera en que escribe: juntaba las palabras de tal forma que,
aún siendo varias, parecían una sola. Fue Doña Rita quien le puso el mote de Salomoncica, por lo sentenciosa que era
ya cuando llegó a su casa sin apenas levantar un palmo del suelo, pero con la
lengua más redicha que pueda pensarse en una criatura de su edad. Y
verdaderamente que tuvo el nombre bien puesto, porque fue su sabiduría natural
la que la llevó a alcanzar lo que alcanzó en la vida y en nuestra vida. Claro
que nadie hubiera dicho aquel día de romería que cada una de nosotras sería lo
que fuimos con el tiempo.
Pero lo que verdaderamente nos interesaba ese día a Violante y a mí era
amistarnos con quien pensábamos nosotras que podría enseñarnos el oficio tan
imperativamente elegido por nosotras, por ser quien estaba más cerca que
ninguna de aquellas maestras de la risa que alborotaban el prado con su alegría
desbordante y jaranera.
Por entonces, y a pesar de este eterno retraimiento mío que todos toman por
insolencia, yo tenía tan poca paciencia como se suele tener en la niñez; por
eso apremié sin demasiado miramiento a Salomoncica:
-Tienes razón. No tenemos maneras y tenemos precisión de aprenderlas. Por
eso, desde hoy, te nombramos nuestra maestra y te pagaremos tres perrillas por
cada lección que nos des. Y, si te portas bien, hasta te nombraremos nuestra
amiga preferida aunque seas una criada.
-¡Ohhhhhhhhhh! ¡Cuánto honor me hacéis, bella princesaaa! –respondió Salomoncica haciendo una jocosa
reverencia delante de mí que arrancó las carcajadas de las tres mientras nos
fundíamos en un abrazo juguetón y entrañable, de esos a los que sólo la niñez
sabe entregarse entre desiguales, y que selló en un segundo lo que ha perdurado
hasta ahora. Luego, volviéndose hacia el extremo de la campa en que
parrandeaban las pupilas de Doña Rita, Salomoncica
nos inquirió:
-¿A cuál de ellas escogéis
para pareceros?
Violante y yo miramos en la dirección que nos señalaba sin acabar de
localizar a nuestra diosa, que hacía un rato que había desaparecido de entre
los corrillos de romeros, por los que había estado merodeando sin acabar de
detenerse en ninguno.
Fue otra vez Salomoncica la que
tradujo nuestros deseos a palabras ante el desconcierto que debía dibujarse en
nuestras caras.
-Si a la que buscáis es a Roberta, ya podéis conformaros con no verla,
porque parece que le ha entrado un torozón y está acostada en la carreta de la
Casa; pero si queréis ser como ella, tendremos que hacer doble trabajo, porque
a ella le viene de casta ser como es –dijo bajando la voz hasta convertirla en
una especie de acertijo, para seguir inmediatamente con tono desenfadado-, así
que me tendréis que pagar doble; para empezar a hacer méritos, hay que ponerse
a la tarea de enseñarse desde ahora
mismo.
Salomoncica metió una mano en el bolsillo de su falda, rebuscó unos segundos y sacó
una barra de labios algo derretida que sabía a rancio, con la que empezó a
pintarrajearnos. La boca de Violante se convirtió en un redondel fogosamente
rojo y más grande de lo que a mí me parecía que era sin pintar. Dejé que
hiciera lo mismo conmigo sintiéndome crecer y hacerme grande con cada toque de
la barra. Mientras me pintarrajeaba, pasé la lengua por aquella pintura que,
junto con el humillo a rancio, sabía a azúcar o a miel, igual que el jugo de
las florecillas de salvia cuando le mordisqueaba el nectario; inmediatamente,
mi maestra de maquillaje me dio en mitad de la cara un cachetazo sin compasión
que hizo que se me saltaran las lágrimas. Para que nadie me viera aquel lloro
importuno, más propio de una nena chica que de una mocita con los labios
pintados, bajé los ojos al suelo, momento en el que, al contraluz, vi la
terrible cicatriz que hendía la pierna de Salomoncica
desde debajo de la rodilla hasta el muslo, y no pude por menos que sentirme asaltada por el recuerdo de algo
que había oído a mi madre una noche en una de sus eternas peleas con mi padre:
“Acabarás trayéndonos a la casa cualquiera de esas enfermedades de las
putas que le pudren las carnes y los sesos a las personas inocentes; si: tú acabarás
pudriéndonos a tu hija y a mí”
¿Sería aquella –pensé- la señal de alguna de las terribles “enfermedades de
las putas” de las que hablaba mi madre? A lo mejor, ser puta no era tan bueno
como nosotras nos pensábamos. Claro que ya habíamos empezado la faena, y contradecir
a Violante…
Yo estaba perdida otra vez en una de mis eternas cavilaciones, y Salomoncica seguía a lo suyo: nos hizo
remangarnos las faldas por encima de las rodillas, nos bajó las bragas hasta
mitad de los muslos -para impedirnos dar zancadas, dijo-, y nos enseñó dos o
tres pasos que ella decía que era la manera de andar de LaCasaGrande, porque, según nos aclaró inmediatamente, ella le
había “sentido” a su señora enseñarle andares
a las mozas de la Casa.
Le recalco lo de “sentido” porque siempre me resultó curioso y me lo sigue
pareciendo ahora, pensar en ello con tanta precisión, –dice Ginesa cambiando el
hilo de la narración-. ¿Sabe usted? Salomoncica
tiene varias formas de llamar a una misma cosa; es un lenguaje que sólo quienes
la conocemos sabemos descifrar en todo su alcance. Por ejemplo, si ella decía
que había “oído” algo, se refería a las habladurías y chismorreos del pueblo a
los que hacía el mismo caso que a una tormenta vista desde detrás de los
cristales y al lado de una buena lumbre; si lo que decía era que había
“escuchado”, Violante y yo sabíamos que estaba hablándonos del puñado de
personas por las que ella sentía respeto o un cierto cariño. Pero si decía “he
sentido”, sólo puede referirse a dos personas: a Roberta y a Doña Rita la
Madama: MiSeñora, como ella la
llamaba...Es una forma de distinguir que yo he adoptado en los juicios y que,
aunque usted no lo crea, me sirve de consuelo, aunque pocas veces tenga razones
para utilizar lo de “sentir…”. Pero vayamos a lo que estábamos.
En cuanto estuvimos preparadas para la primera lección, las tres nos pusimos
a seguir un imaginario rastro de Roberta, haciendo cucamonas detrás de cualquier
mujer de las del pueblo a la que pudiéramos alcanzar sin que ella se diera
cuenta, e imitando grotescamente el liviano y delicado contoneo que le habíamos
visto a la puta nueva, que, sin duda, en nosotras se convirtió en una jocosa
parodia, a tenor de las risotadas que se fueron levantando en el prado, y de
los insultos con que nos espantaban las que habían sido objeto de nuestro
particular acoso.
Salomoncica, por delante de nosotras, con los labios corridos, el pelo revuelto y los
vuelos de la falda remangados dejando ver una combinación de chillón color rosa,
iba gritando sin pudor alguno: ¿A que soy la puta más donairosa de todas las
que se han visto?
Nosotras, detrás, metidas ya en pleno juego, sin recordar que nuestras
madres pudieran aparecer y cruzarnos la cara, la seguíamos parodiando sus
andares, sujetándonos con una mano las bragas para que no se nos cayeran al
suelo, y saludando con la otra al público que imaginábamos aplaudiéndonos desde
unas inexistentes gradas.
-Putas, lo que se dice putas, no creo yo que alcancen a ser; pero apuntan
maneras –gritó la sacristana levantando la espumadera y señalándonos con ella a
carcajada limpia.
-Calla esa boca de bicha venenosa, Ceferina, que no son más que unas
chiquillas todavía -gritó otra de las romeras puesta en jarras y despatarrada
en mitad de nuestro camino con ánimo de cortarnos el paso.
-¡Las jodidas putas! Esas sí que saben vivir de lo que es nuestro; si es
que en este pueblo o una se mete a pilingui, o se queda para el desecho,
-terciaba la mala pécora de Casimira, la mocica vieja, que es como en Jándula
se les decía a las que se les iba pasando la edad de encontrar un apaño de
hombre que quisiera apechar con ellas de por vida, y mantenerlas a cambio de
comida caliente y ropa limpia para la muda de la semana.
Todos en el prado reían de buena gana. Hasta Roberta, a la que pudimos
vislumbrar asomada detrás de las cortinajes del carretón de la Casa Grande, dibujaba
una sonrisa que no por lo tristísima que pareciera era menos hermosa, y que nos
paralizaba la sangre a Violante y a mí, como nos la había paralizado antes de
que sucediera lo del pavoroso e incomprensible encuentro entre los ojos de
Roberta y los de Don Baldomero, y a ella, y a nosotras por imitación, se nos
quedara la sonrisa congelada sin saber de qué teníamos que asustarnos de
aquella manera, o por qué ella aceleraba el paso cuando se recuperó de la
parálisis que la acometió al ver al juez.
Yo pienso que, a veces, suceden cosas y se perciben presencias que no pueden
ser de este mundo; porque algo así, algo más que un murmullo, fue lo que se
expandió en ese momento por entre las carretas de la romería, antes de que mi
madre corriera hacia nosotras enfurecida y me arrastrara hasta nuestro carro a
empellones. Sin duda, desde su sordera, ella pudo oír lo que los demás no
podíamos oír, o lo que allí se decía sin acabar de decirse; sí, algo debió
alertarla, o ya estaba alertada por algo que a mí no se me alcanzaba, porque su
forma de arrastrarme de mala manera así lo indicaba. Era su manera de siempre.
La madre de Violante le hizo un gesto que ella debió interpretar como una
de las pocas órdenes que le daba, y se alejó hacia el lugar en el que estaba
acampada su familia, bien es cierto que haciendo sus jerigonzas habituales que
esa vez no consiguieron despejar la terrible sensación de humillación que
recuerdo que sentía pensando que Roberta, nuestra Roberta, estaría viendo desde
la carreta mi absoluta inutilidad frente a la impiedad de mi madre.
Sólo Salomoncica quedó en mitad
del campo, sujetándose la barriga como si no pudiera contener el ataque de risa
que la agitaba, mientras que Doña Rita, que acababa de aparecer en escena,
intervenía conciliadora.
Mi padre, desde lejos, le hizo un gesto a Roberta al que ella asintió. Yo
quise también saludarla levantando la mano, pero ya mi madre lo impedía a fuerza
de sacudidas.
Recuerdo que, de repente, todo el prado olía a humo apestoso de carne
asada, a la matalahúga de los hornazos rancios, y a yerba de soto sin regar
donde se habían meado todas las bestias de labor...
Levanté la cara en busca de aire y, por encima de todos aquellos olores, a
pesar de la lejanía, me llegó, a ráfagas, el perfume de ella: la marca de
Roberta, que fue diluyéndose según ella echaba las cortinillas del carretón
aparcado al fondo del prado-, concluye Ginesa sintiendo en su interior un raro
consuelo como siempre que piensa en ella y recuerda aquel perfume inconfundible.
*
Aún no ha anochecido cuando Ginesa abandona la consulta del psicólogo.
Huele bien en la calle –piensa con algo muy parecido a un bienestar que hacía
mucho tiempo que no se sentía-. Por primera vez, desde que acude a terapia, ha
podido hablar en voz alta de aquella inquietante historia entre su padre y su
madre que durante tanto tiempo se empeño en arrinconar en algún lugar oscuro de
su memoria. Y se siente bien. Tendrá que seguir intentándolo, aunque ella sabe que
no es el pasado el que está acabando con sus ganas de vivir, sino ese maldito
diagnóstico que no puede acabar de asumir: ¡E.L.A! ¡Qué manía ésta de esconder
todo detrás de siglas que no significan nada! Esas malditas siglas que para
ella no significaban tampoco nada hasta que el médico se lo soltó así, sin más
miramientos; sin que ella estuviera preparada para el golpe:
“Como usted es una mujer tan fuerte y tan segura de sí misma, no tengo por
qué andarme por las ramas; creo que a personas como usted hay que decirles la
verdad sin tapujos: la “ELA” es una enfermedad de la que sabemos bien poco; por
no saber, no podría decirle ni siquiera el tiempo que pasará antes de que se
quede…, digamos…, sentada en una silla de ruedas”.
¡Fuerte y segura! ¡De donde se había
sacado ese médico majadero que ella era “fuerte y segura”! ¿Acaso nadie iba a
comprender nunca que si a ella le faltaba algo era precisamente poder ser
“fuerte y segura”? ¿Es que era invisible para todos los que pasaban por su
vida?
Ginesa avanza
calle abajo, hundiéndose en el borrón de la tarde, sin poder aceptar que, poco
a poco, todo en ella será también como un gran borrón trémulo en cuyo seno se
irá hundiendo poco a poco sin remedio.
Recordando en CasaChina. En un Lunes de Aguas de 2020
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