58/2020
(Croniquilla de un Viruso Coronado – 33)
Tenía ella dos hermanas mayores de
belleza poco común, que resaltaba la casi fealdad de la más joven. Tenía ella
una estatura como la de sus hermanas, solo que lo que a las mayores convertía
en airosas garzas de altos vuelos a ella la transformaba en una especie de desmañado
caballo percherón de ojos azules.
Tenía además un hermano, adonis él
como las dos sórores; varón él por más señas y, como tal, hábilmente utilizado
por su ingeniosa e industriosa madre para las tareas de lo que por entonces le
estaba prohibido desempeñar a una mujer, por muy emprendedora que hubiera
nacido, o por muy viuda prematura que fuera: contratar con el Estado.
Aquel hermano, varón entre todas las
mujeres, el mayor de los cuatro hijos de la que llamaremos la Dama de la Luz, además
de hijo oportunamente parido, fue el atildado e impecable polichinela de la
todavía joven y de buen ver viuda, que concibió, entre otras muchas, la idea de
llevar la luz eléctrica a varios pueblos de los que no voy a hablar, no sea que
alguien se escueza y, aprovechando la coyuntura de que no nos permiten salir ni
para echarle un ojo de jabón y lavar nuestro buen nombre, me mande un propio[1]
retándome a duelo. O lo que es peor: que, como anoche hizo alguien −de cuyo
nombre no puedo acordarme porque no lo sé de seguro−, le ponga un recaico al
FACEBOOK, tan escolimado[2]
él −Facebook digo− que hay que estar embadurnándole las escoceduras inducidas
de las ingles con polvos de talco a granel, y vayan y censuren esta croniquilla
que, de antemano, sé que va a coger a muchos con el paso cambiado, escandalizar
no menos a otros; y a reconcomerle los entresijos a alguien más, que no sería
de extrañar que ya sepa de qué va la historia por manejar papeles privados del Mártir
Oficial de la Derecha, de cuya infame muerte real y accidental, y útil utilización de martirio se obtuvieron resarcimientos suficientes como para
callar bocas, amagar olvidos y levantar altares de mano en alto y al frente sobre
las tumbas indiferenciadas de los que nunca debieron morir por una causa en la
que no creyeron, cuyas fosas cavaron ellos mismos cual zapadores de su propio
horror.
Pero volvamos a ella.
Ella, la menor de los cuatro pimpollos
de la Dama de la Luz, pasado el tiempo, comenzó a ver cómo el tiempo se le
pasaba a ella sin que nadie le dijera “qué-bonitos-ojos-tienes” −que los tenía−,
mientras que sus hermanas mayores ya habían matrimoniado con acaudalados y distinguidos
donceles por desvirgar, y su hermano, el jacarandoso pollito encopetado que
contrataba con el Estado por cuenta de su madre, ritualista e hipocondriaco él por
más señas, permanecía en estado de celibato consolidado, evitando lo de meterse
en tientos y manoseos de moza alguna en cualquier zaguán oscuro, por muy recia y
apretada de carnes que estuviera la moza. Y lo evitaba casi tanto como lo de
tentar manillas, manillones, bocallaves, pomos o pestillos de cualquier puerta sin haberse calzado
previamente sus finísimos guantes de cabritilla, traídos por cierto a docenas,
desde Almería, donde un comerciante, con la cabeza trastornada por el pío-pío
de millones de pájaros locos, había montado por entonces una tienda de guantes,
ignorando la despiedad del clima desértico de aquella urbe, donde ponerse unos
guantes era hace cien años, y sigue siéndolo, como hacer una promesa de
permanecer de rodillas encima de un garbanzo sin desbravar mientras dura la cuarentena.
Lo que digo. Que no sé por qué estoy escurriéndome
de hablar de ella, cuando es ella la que quiero que sea la protagonista.
Claro que, a lo mejor, me estoy
valiendo de ella para ver cómo meterle mano a lo del Mártir Oficial de la Derecha,
que vino a ser tiempo más tarde su marido, muy posiblemente porque a ella, tan
poco agraciada, y al borde de convertirse en lo que ahora llaman “camareras de
la Virgen” y entonces se llamaba las de “vestir santos”, había merecido una
sustanciosa mejora testamentaria en el no menos sustancioso capital amasado,
céntimo a céntimo, por la Dama de la Luz.
Era él, −el que luego se convertiría
en un Mártir Oficial de la Derecha− escaso de hechuras, pinturero sobre el
caballo, y certificado por parte de padre con título de sangre azul, aunque en
alguna batalla en la que fue herido le asomara una sangre más roja que la
muleta de un matador. Y es que anduvo él en alguna que otra beligerancia en su
condición de ilustre milico de Infantería desde el año 1900, según Hoja de
Servicios que obra en mi poder.
De buena tinta sé que, en los
primeros días de marzo de 1936, como flamante Ayudante de Campo del General
Villegas, −asistente perro que se los llamaba− vino desde Zaragoza y asistió a
una reunión promovida por el General Mola, en una casa particular de Madrid, en
la que se tramó un levantamiento para acabar con el Gobierno del Frente
Popular, encomendándole Mola a Villegas el mando de la I División Orgánica, una
de las divisiones mejor dotadas, en la que se integraban las más importantes
unidades del Ejército de tierra, al frente de la cual ya había estado Villegas tras
proclamarse la Segunda República, para pasar después como comandante de la V
División durante el gobierno de Alejandro Lerroux.
Villegas, militar disciplinado, versado
en leyes como vocal de la Sala Militar del Tribunal Supremo, y hombre
acostumbrado a sopesar deberes por encima de querencias, parece que no vio con
buenos ojos la propuesta de sublevación de Mola, en la que él y el General Fanjul
eran piezas clave. Y, sin querer abandonar a sus compañeros, dudó sin embargo
lo suficiente como para que fracasara aquel plan descabellado.
El fracaso del pronunciamiento de la
capital de España acabó con el encarcelamiento del General Villegas en la Cárcel
Modelo y su fusilamiento el 23 de agosto de 1936.
Mientras tanto ella era
detenida y llevada a la tristemente célebre Checa de San Antón con el objeto de
que confesara, por las buenas o por las malas, dónde se escondía “su él”,
el “ayudante perro” del General Villegas recién fusilado.
Siempre me ha fascinado la entereza
mostrada por ella en su declaración, durante el interrogatorio al que fue
sometida, y que también obra en mi poder por obra y gracia de quien pudo y
quiso entregármelo para suplir lagunas encasilladas en un entorno asustado de
que se supieran esas cosas, guardando en escondrijos que un día se descubrirán
algunos documentos que pertenecen a la historia.
El, el militar alfeñique, de sangre roja, aunque dijeran
que era azul, el de la gentil y hermosa estampa montado sobre su caballo, el de
escaso patrimonio y esposa de hechuras de percherón de ojos azules, mejorada
por testamento, nada más fusilar a su superior, había recibido la indicación de
que lo mejor era refugiarse en una embajada.
“Te encuentren quienes te encuentren,
no la cuentas. Si te pillan los del Frente Popular, hacen contigo lo que han
hecho con tu jefe. Y si te encuentran los de Mola, te llevan por delante por
ser el ayudante fiel de quien prácticamente ha hecho fracasar esa “quinta
columna” cacareada por Mola con tan poco sentido común”.
No sé yo en qué estaría pensando él,
mientras ella era interrogada una y otra vez, y de aquella manera, en la
Checa de San Antón
¿Quizá en volverla a ver?
¿Quizá en que nada tenía que temer
como militar de honor, puesto que tanto su jefe como él se habían pronunciado en
contra de la notoria ilegalidad que suponía alzarse en armas contra los civiles
que se las habían entregado?
Lo cierto es que fue a pensarse lo de
refugiarse en una embajada tras los cristales de un hotel aledaño a la Puerta
del Sol, donde pronto fue reconocido y denunciado por una miliciana que antes
había servido a ella y a él en su casa del barrio de Chamberí.
De allí fue llevado al mismo lugar
que había ocupado su jefe. La Cárcel Modelo, de la que fue sacado en noviembre
de 1936, y conducido a Paracuellos, junto con muchos hombres más, a los que sus
carceleros obligaron a cavar largas fosas en cuyo borde, una vez abiertas,
fueron fusilados, arrojados −a saber si muertos o malheridos− y enterrados sin
más oficio que lo que cada cual rezara si es que sabía rezar, ni más incienso
que el olor de la pólvora, ni más sudario que el de la cal viva.
Anoche, mientras era informada de que
alguien −de cuyo nombre no puedo acordarme porque lo desconozco, pero que en
algún momento le cayó mal mi presencia− había denunciado por “inconveniente” mi
crimen escritoril, y mientras los ayudantes perros de FACEBOOK me imponían un
doble arresto domiciliario, añadiendo a este cautiverio impuesto por el Viruso
Coronado la prohibición forzosa de expandir lo escrito más allá de mi particular
muro de lamentaciones, recordaba yo a aquellos dos personajes: él y ella.
Y a toda la parafernalia de sangre (azul o roja) que puede montarse en torno a
una denuncia irracional contra quienes se empeñan en hablar de lo que sienten,
o se negaron a sentir como los demás y a seguir por caminos poco “ortodoxos”.
* * *
Entre quienes conocieron de cerca
al Él de la Ella,
dirán unos que bien muerto está por “fascista”, esa palabreja que muy pocos
saben lo que significa, pero de efectos más letales que los del Viruso Coronado
ese. Otros dirán que es uno de los héroes de Paracuellos, sin pararse a
pensar (a lo mejor porque es y fue mucho más rentable callar a tiempo) que ni
él quería ser algo más que un militar fiel a sus juramentos, ni ella querría
haberse quedado viuda mientras estaba recluida en una checa de triste recuerdo.
Así se escribe la historia cuando hay
dos bandos encerrilados en tupirse, y unos pocos encantados de conocerlos
porque llenan sus bolsillos .
Algún día, cuando pierda algo más de
miedo, tendré que escribir de aquel libro sobre los personajes del 23 F.,
escrito al alimón por Paco Mora (director de Interviú a la sazón) y por mi
marido (en la sombra de páginas interiores por su cargo impeditivo de aquel
entonces) que, con el título <NI HÉROES NI BRIBONES> publicó la editorial
PLANETA, y que no llegó a ver la luz sino por diez días hasta que se recibió la
orden de retirada. (Mira por dónde, también ese libro “prohibido” obra en mi
poder).
Pero ¿y ahora?
¿Contra quién volver las pistolas de
gatillo fácil y lengua larga ahora?
¿Hacia quién apuntar los carros de
combate, los aviones supersónicos, o los misiles, que tantísimo nos han costado,
hasta el extremo de no tener calderilla ni para un alijo de mascarillas de
segunda mano que echarse a la boca?
¿De verdad que vamos a seguir deshojando
la margarita con lo de Samuelson en tiempos de escasez?
“Cañones o mantequilla” −proponía el
maestro de economistas en aquel manual infumable de mi tercer curso de carrera
de Derecho.
Ni cañones ni mantequilla −digo yo−.
Mejor nos gastamos los cuartos en militares como los que ahora tenemos y en
respiradores que nos devuelvan el aliento.
¡Ah! Y, de paso, en lugar de mantequilla,
aceite de oliva virgen.
Aprovechando que estoy silenciada por
Facebook en CasaChina.
En un Domingo de Gloria de 2020
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