(Croniquilla del Viruso Coronado 27) 52/2020
Aquel lunes de hace treinta años
miraba yo la procesión y sus adláteres, maravillada y escandalizada a un mismo
tiempo ante semejante espectáculo y absorta a ratos en algún detalle algo más
vistoso de los incontables que se nos ofrecían a quienes ocupábamos la tribuna
de la Calle Larios.
Así estaba hasta que me encandilé con
una sola cosa que me dejó como clisada.
Ya no miraba la procesión. Miraba
aquello.
Mi marido, que era muy ilustrado en
lo de creer en Dios, y no con eso que llaman “la fe del arriero[1]”,
sino por erudición minuciosamente trabajada, tirando a necesidad de la
existencia de algo superior, me miraba a mí, posiblemente esperanzado en que mi
descreencia se disolviera ante fausto tan impresionante como el que pasaba ante
nosotros.
Era él uno de esos creyentes irreductibles, tan comedido administrador de sus manifestaciones de fe como valedor de las descreencias ajenas como si fueran propias.
Sin embargo, sin traicionar aquel trato/
tacto de seda con el que siempre me envolvió como si fuera una crisálida en periodo
de metamorfosis, nunca perdió la esperanza de que yo me redimiera alguna vez de
mí misma y saliera del capullo del cerrilismo convertida en mariposa efímera y
orante.
Muy interesada debió verme él, con la
vista fija en la imagen que llaman EL CAUTIVO, que se procesiona por las calles
de Málaga cada Lunes Santo (menos éste), y tan ajena a esa manera bulliciosa,
jaranera y popular que tienen los malagueños de entender las procesiones.
Demasiado abstraída debió percibirme mi marido, cual si estuviera en arrobo, porque,
sin levantar la voz, casi con el lenguaje de los sordomudos, le entendí
preguntarme por el objeto de mi interés.
Como dirían los clásicos, preguntome
mi señor gesticuloso, y respondile de igual guisa, haciendo con los dedos de mi
mano izquierda una especie de peineta por detrás de mi nuca, al tiempo que
encogía los hombros como un signo de interrogación con mantilla de chantillí.
Nadie que no tuviera aquella
complicidad que siempre tuvimos mi marido y yo en lo de los gestos para
comunicarnos en clave, en presencia de extraños, hubiera entendido mi jerga contorsionista
y volatinera. Pero él era así de habilidoso, (o me conocía más allá de las
palabras). Porque respondió mi pregunta como si yo se la hubiera lanzado con redoble
y trompetilla. Eso sí: lo hizo con una sola palabra, seguramente para salvar
los inconvenientes de los mil ruidos que nos ensordecían: trompetas, tambores,
saetas, carreras, resbalones en la cera de los cirios, cirios en extinción
rendidos a la brisa marina, bamboleo de doseles semejantes a caderas de vendedoras
ambulantes, runruneo de alamares bailando por soleares, órdenes de aldabón y de
martillo, campanillazos argentinos y gritos prefabricados del mayordomo poniendo
a los costaleros en pie de guerra.
−Potencias −susurró.
−¿Potencias? −Me enconé en mi ignorancia
y me irrité contra su sobria sabiduría.
Ahora fue él, mi marido, quien, tras
leerme los labios descontentadizos y hacerme un leve gesto para que cerrara la
boca, se llevó por unos segundos la enguantada mano izquierda a la nuca con los
dedos abiertos, señaló al Cristo y repitió: “Potencias”.
No quise yo hacer mayor gala de mi
ignorancia santera, y esperé a llegar a casa para mirar en el Diccionario de la
RAE la entrada “potencia”.
Allí estaba, entre muchas más, la
acepción que yo necesitaba:
6. f. Cada uno de los grupos de rayos de luz que en número de tres se ponen en la cabeza de las imágenes de Jesucristo, y en número de dos en la frente de las de Moisés.
Tengo que decir que una vez más fue
el Diccionario, el bendito diccionario, el que vino a aclararme que aquellas
cosas tan relumbrantes, parecidas a peinillas de Feria de Abril, no eran una
más de las divinas frivolidades de la gente de mi tierra, sino símbolos de un
poder superior, (a saber qué clase de poderes) que al parecer no ha sido
bastante para hacerme creer en la potencia –aunque sí, en la simbología− de imágenes
de madera, imagineros de contrición y penitencia anual, y paseantes de santos
claveteados de potencias al peso.
Aunque −entre nosotros− tengo que
reconocer que, de vez en cuando, si las circunstancias aprietan, y aunque no
aprieten, echo yo alguna parrafada que otra, siempre a solas, con Alguien o Algo
que, a falta de mejor nombre, no tengo yo el más mínimo inconveniente en
llamarlo Dios.
Este Lunes Santos no saldrá el
Cautivo a recorrer las calles de Málaga como tenía por costumbre. Él, como
nosotros, se quedará en casa, a la recacha de esta menudencia letal que nos ha
sitiado y haciendo penitencia de soledades.
Me preguntaba yo si esa imagen nocturna
de manos amarradas y cabeza atravesada con peinillas, o con potencias o como
quiera que se llamen, no echará de menos lo de darse una vuelta por la calle
como nos pasa a nosotros, los modernos e inesperados cautivos de nosotros
mismos y nuestras imprevisiones.
Bien mirado, y por ponerle algo de
imaginación al encierro, todos los cautivos que en el mundo somos esta Semana
Santa de 2020 podríamos constituirnos en miembros de La Promesa de una
procesión tan emblemática como suspensa. Cuando hablo de La Promesa me viene a
la memoria aquella Semana Santa de hace unos treinta años, con ese gentío en
plan turba sin capirote y contenida por un cordón de hermanos, que seguía al
Cautivo malagueño muy al final de la procesión, con los pies descalzos y con los
ojos llenos de muertos a los que llorar y de esperanzas a demandar, sin que de
sus bocas orantes saliera una queja.
¿Será que lo de la fe es aprender a
caminar descalzos por encima de la vida y de la muerte sin dolerse de las
piedras del camino…?
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