Me he arrastrado como he podido desde el infierno agosteño de mi jardinillo hasta la penumbra del dormitorio, donde el ventilador de techo esparce por toda la habitación un fresco ronroneo, y la cama articulada ofrece sufrido acomodo a mi espalda y a mis piernas.
Mientras recupero el aliento poco a poco, y tanteo y amoldo el pie a una mejor postura capaz de rescatarme de su suplicio pulsátil e intermitente, imagino el pedaleo de las piernas del muchacho sobre la inclemencia del asfalto madrileño y, de manera automática, subo un punto a la velocidad de las aspas del ventilador de techo, sin poder evitar que tan insignificante movimiento de mi mano le arranque tal descarga de electrizante dolor a mi tobillo.
“No hay mal que cien años dure” −me consuelo desde un irreprimible “ay”−; en breve llegará el recadero de la bicicleta con el Nolotil que me han prescrito en el hospital y se acabará esta miserable tortura del tobillo recién escayolado”.
Ayudándome con la muleta que me dieron en el hospital, me arrastro hasta la puerta, recojo el envío de unas manos desfallecidas, pago el encargo, me despido deprisa de una frente perlada de sudor y me obligo a llegar hasta el cuarto de baño, donde engullo con avaricia la píldora que en pocos minutos obrará el milagro a la altura de mi tobillo atormentado. Regreso a mi útil cama, aumento un punto más la velocidad de las aspas del ventilador del techo y cierro los ojos, recreándome en la parsimoniosa extinción del dolor bajo la brisa artificial.
En CasaChina. En un 4 de Agosto de 2022
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