VA DE...Batiburrillo literario

viernes, 1 de febrero de 2019

AQUEL AEROPUERTO

 


         Nunca se sabe.
        Un buen día, mucho antes de la hora de llegada, se vuelve a un aeropuerto a esperar a ese alguien que estaba por llegar. Y, mientras se espera, con la vieja emoción recién desempolvada, se comienza a percibir como un estremecimiento de inauguración simbólica, una sensación de estar pisando de nuevo ese punto de arranque que divide el inmaterial espacio entre un antes y un después que se repite con cadencia de minutero.
        Un antiguo “otra-vez” en tierra mil veces arrasada, previamente imaginado y convenido con paradójica exactitud de eterna adolescencia.
*
        Nunca se sabe si un inconveniente de última hora…
Se abren y se cierran las inquietudes en las puertas correderas, que vomitan somnolientos equipajes intermitentes, empujados por desconocidos, hasta que, en un instante luminoso, se cruzan las sonrisas desde lejos.
Llega.
        El abrazo queda aplazado detrás de la turbación paralizante.
        Es una nueva llegada mil veces irreal en la distancia.
        Otro encabezamiento con dos puntos y aparte, cuando se estaban garrapateando los últimos renglones de la carta siempre por enviar a su destinatario, con letra de colegial trasnochado.
*
       Nunca se sabe cómo será ese primer momento de llegada y espera.
Una indecisión. Apenas es un infinito instante vertical.
        Y, finalmente, el delirio.
Es un fleje que salta, cómplice de la proximidad inmovilizada por la emoción, y que le devuelve la codicia al larguísimo ocio de los brazos.
El movimiento a los pies.
El estrépito a la sangre. Y a la convulsión de los latidos, que recuperan su enseñoramiento bajo las costillas, a la altura de los pulmones, escalando sin tregua la garganta en forma de mudez que ni encuentra ni necesita de palabras.
Solo el beso.
*
        Nunca se sabe por qué las maletas del mundo enloquecen con tanta reincidencia.
        Ahora otro aeropuerto. Un corto viaje compartido, durante el cual el cosmos se sacude la pereza de la resignación, agazapada en ese lugar recóndito llamado vejez y, sin saber muy bien cómo sucedió, llega la sorpresa de un “otra-vez” hace tiempo arrinconado en lo más oscuro de las bodegas.
Catarsis.

*
        Luego, lo de siempre. Pero como si jamás hubiese existido antes.
*

Nunca se sabe por qué ni cómo se recupera lo que los más locos llaman cordura.
Una cordura que acaba por enloquecer.
El protocolo del embarque de regreso desde aquel aeropuerto es como una congoja demasiado compleja que le embarga la expresión de la pena al viejo conocido del adiós irremediable. Un adiós casi deseado para acabar de una vez con la sangría que deja exangüe el equívoco señuelo de la espera en tierra ajena, seca, desconocida.
Se alejan las personas; pero aquel espacio donde se desgarran de sí mismos queda saturado de un dolor tan intensamente simultáneo que todo el lugar se convierte en un principio y un fin; ése que se asume cansinamente como el último, el territorio perjuro.
Aquel aeropuerto queda impregnado de un póstumo dolor que se acepta como definitivo. Un lugar para no volver.
*
        Nunca se sabe por qué, en los bosquecillos que ciñen con su desnudez escalofriante el invierno de cualquier aeropuerto, con cada primavera vuelven a hincharse las yemas de los ailantos, y acaban reventando en inmortal espera.
        Cuando más se temía tener que hacerlo, se rompe el propósito de enmienda, y se regresa -pasajeros en tránsito- a aquel aeropuerto del último adiós, acarreando el vértigo que causa el no tener a nadie a quien esperar ni nadie que desde el asiento contiguo nos tome de la mano cuando el avión despegue.
Flota en el ambiente una inasible congoja, un temor irreverente a volver a transitar la zona donde la vida se quedó detenida en un apartadero lleno de yerbajos; en una pista en desuso.
        Se hurga con cautela en la maleta de los desconsuelos, por si se hace preciso inmovilizar con cabestrillo alguna magulladura mal curada antes de que vuelva el dolor insoportable.
        Pero no duele.
        Es curioso: la tan temida congoja era sólo un fantasma con el sudario desgarrado por la árida espera. Solamente un fantasma trasnochado, que se diluye en alguna guarida emocional ya inexistente.
        ¡Ah, la espera!
¡Ah, el tiempo! No hay nada más ruinoso. Ni más sanador.
        ¡Y pensar que el miedo a regresar al “lugar-sagrado” estuvo a punto de deshacer las maletas…!
*
       Nunca se sabe cuándo.
        Se creyó que aquélla era la definitiva contusión; una llaga rezagada en la terminal de carga, una costra perene, una herida mal cicatrizada.
¡Quién iba a pensar que, como siempre, bastaba con volver al mismo sitio del encuentro y del desencuentro para comprobar con estupor que aún quedaba un poco de piel sin cicatrices, donde poder albergar nuevas heridas palpitantes!
       Y nuevas bienvenidas.
       Porque… nunca se sabe. Nunca se sabe.

En CasaChina. En un 1 de Febrero de 2019

sábado, 19 de enero de 2019

¿SOSTENER CON PALABRAS CERCANAS o APLASTAR CON ATRONADORAS ARENGAS?

Foto de Internet



Pienso que: La palabra provechosa convence.
La palabra hiriente, mata.

“Venceréis; pero no convenceréis”. (Atribuido a Unamuno)

        Fue en Portugal, allá por el año 74 de un 25 de abril lleno de esperanza consumada.
        Quiero pensar que fueron los poetas quienes urdieron lo de colocar un clavel en el cañón de cada fusil listo para el disparo. Y no fueron precisos más discursos incendiarios ni más concienciados profetas del fin del mundo, ni más diatribas de “los comprometidos” para que una larga y penosa dictadura cayera a los pies de los claveles.

        Aquel recuerdo lleno de certidumbre me lleva a reflexionar desde la posición no beligerante que hace tiempo que adopté, y que muchos tachan de tibia falta de coraje: 

¿SERÁ QUE LA SALVACIÓN DEL SER HUMANO COMO INDIVIDUO ESTÉ EN LA PALABRA…?
 

Digo yo que, si verdaderamente nos interesa ese pueblo que percibimos masacrado, haríamos bien en ayudarlo a superarse alabando lealmente sus logros, sus mejores condiciones. Eso es sostener su esperanza llenándoles las manos de claveles. (O de palabras).
Digo yo que, si verdaderamente nos interesa el dolor de un pueblo, no debiéramos descalificar nada de lo que le es propio, antes de que haya llegado el tiempo de sacudírselo sin perecer en el intento. Eso de la saña verbal es cosa de lobos parlantes repartiéndose la presa; o de buitres nutriéndose de las entrañas de la carroña.
Ciertamente que los gallinazos cumplen una función sanitaria: librarnos de los desperdicios que nosotros mismos generamos. Pero no nací yo para alimentarme con cualquier cosa, llenando mi estómago de inmundicias, sino para aprender a cultivar claveles día a día por si se necesitan para atorar fusiles.
 
Fui pedagoga durante años. Y a fe mía que no conocí nunca un alumno brillante al que se le hubiera descalificado previamente. Pasa con eso como con los corrales de gallo único: si al gallo se le rebana la cresta se lo condena a dejar de gallear. 

 Con los años que ya tengo, fui testigo del flaco favor que se nos hizo a los españoles en los tiempos más oscuros de nuestra dictadura, aquellos en que, con la grandilocuente disculpa de purgar “desafectos al régimen”, salían los “azules” al monte, escopeta al hombro, a “cazar rojos” impunemente; aquellos en los que los cándidos “rojos del maqui”, abandonados a su suerte por sus propios correligionarios, huidos a tiempo de la quema, incursionaban en apartados molinos o en indefensas casas campesinas, para robarles algo que echarse a la boca, sin darse cuenta de que dejaban tras de sí bocas mucho más hambrientas… 

Eso sí: unos y otros, rojos o azules, se sentían en el derecho de escarnecer y beneficiarse a las mujeres que se les cruzaban por delante, con o sin disculpa alguna. La cosa era indiscutible: a las “malditas milicianas”, tan antiestéticas ellas, pero hembras a fin de cuentas, antes de pelarlas a trasquilones y dejarlas en cueros en mitad de las plazas, había que enseñarles lo que eran “atributos” nacionales; y a las señoritingas de braguitas de encaje había que bajarles las bragas y los humos desde las bajuras y “bajendades” más rústicas. (A ver quién la tiene más… azul o más roja).

Digo “flaco favor”, porque el aislamiento internacional al que se sometió a España por entonces no nos redimió del hambre, de las cartillas de racionamiento, de la emigración o del analfabetismo que acarrea toda dictadura acorralada. Sin embargo, sí que generó una obtusa “resistencia” -acción/reacción-   frente a la crítica exterior, que, bien administrada por los que todo lo pueden a la altura de las ingles abultadas, fue quizá la que aglutinó a un pueblo infeliz frente a quienes, más o menos bien intencionados, lo sitiaban con su crítica, prolongando nuestra agonía.
Flaco favor les hacemos a los de a pie, (pies descalzos, digo) criticando a sus bien calzados gobernantes desde nuestros cómodos sillones, mientras que, “ad cautelam”, levantamos muros coronados por concertinas o mandamos al ejército (hablo de soldados rasos; no de generales) a las fronteras, para que los que huyen de lo que nosotros criticamos no lleguen hasta nuestras mesas a pedirnos que compartamos nuestra sopa con ellos. Y lo que es más inquietante: en aras de nuestra personalísima manera de ver y arreglar el mundo de los demás, nos jactamos de alzar nuestras voces justicieras, haciéndolos sentirse sabandijas por no romperle la cara con sus manos vacías a quienes los dominan con manos armadas de poder sobre vidas y haciendas.

¿De verdad nos interesan ellos, o lo que queremos es afrentarlos con nuestra bella imagen de democracia vocinglera, por no alinearse y ofrendar su sangre cual Santas-Marías-Gorettis, defendiendo dudosas virginidades”?

Si de verdad nos interesan, digámosle con claveles lo que de ellos nos emociona, para que se sientan dispuestos a perseverar en su empeño de seguir vivos; no lo que de ellos nos repugna, empujándolos así a buscar cobijo a la sombra de los padres patrioteros que custodian polvorines o banderas repartidas con bocadillo y plaza de camioneta incluidos.

Mientras tanto, será mejor sostenerlos a ellos, a los de a pie, con un poema que los emocione en lugar de olvidarlos desde la seguridad de lo lejos.

En CasaChina. En un 19 de Enero de 2019

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

  (Moribundarios)   Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar que es el morir Jorge Manrique. 83/2024 A mi lado, −co...