VA DE...Batiburrillo literario

lunes, 4 de marzo de 2019

ESOS EXTRAÑOS SERES QUE NOS MIRAN




       Hasta el último momento sus ojos, los ojos de Poppy, han sido a un mismo tiempo dos misteriosas interrogaciones negras y dos inmensas caricias redondas capaces de abarcar la soledad y el vacío de cada día.

        ¡Perros! Esos extraños seres que nos miran porque no necesitan palabras para contarnos la historia del mundo, que no es otra que la historia del amor cómplice e incondicional.
Poppy con un año
Amor perruno: qué gran amor. Qué gran talento sin palabras. Qué historias sin borrones.
        Lo otro, (guerras, conquistas, esclavitud, prostitución, mujeres muertas a manos de hombres sin adjetivo que pueda calificarlos o niños muriéndose de hambre escarbando en los muladares mientras los mayores se marcan una batucada, ancianos que hablan solos aunque solo sea por escuchar una voz, familias desahuciadas porque otras más vigorosas pudieron comprar a precio de saldo los lanzamientos, o enfermos sin nadie que sostenga su último aliento y alientos desesperados deseando desalentarse…) todo eso y más; lo otro, digo, es la historia de la humanidad. 

Y ya se sabe: nada hay mas inhumano que el ser humano.

        Pero ellos, los perros, son los que de verdad nos enseñan lo que pudiéramos ser si, en lugar de tener una mente humana pensante, tuviéramos un corazón amante como el de ellos.
        Amor sin necesidad de palabras. Amor cómplice.



Bueno, hay algunos seres que se salvan de tan oscuros destinos como los reservados para los humanitas. Me refiero a esos otros seres humanos que, gracias a que el destino les mermó lo que llamamos inteligencia, les ha crecido el amor y la bondad tanto como una floración de marzo adelantado en amapolas.

Poppy= nombre de amapola
      Anoche, a eso de media noche, mi última perrita de tiempos pretéritos se derrumbó sobre mi almohada y me miró de esa manera que ya conozco tan bien. Había llegado la hora.


Poppy recién nacida
       Toda la noche hemos estado mirándonos, hasta que, a las 9,30 ha suspirado por última vez entre mis brazos sin dejar de mirarme.

        A los cadáveres humanos es bueno cerrarle los ojos llegado el tránsito. A Poppy, mi última perra, no le he cerrado los ojos. Me gustaba a mí esa mirada que se le quedó prendida detrás de su mutismo de siempre, esta vez fijado también para siempre en algún lugar de lo que me va quedando de memoria.
        Solamente a la hora del entierro he tratado de cerrarle los ojos por si le molestaba la tierra. Pero los ojos de ese extraño animal que durante toda su vida me ha mirado tan vehementemente, tan amorosamente, tan extrañamente a lo largo de trece años, ese abrazo redondo convertido en retina no ha querido cerrarse.
        Afirmaría que, a su manera, quería hablarme desde sus ojos por última vez mientras yo estaba en la tarea de dormirle la mirada: “Déjalos así -me ha parecido entenderle-. Ya sabes que a los animales, después de habernos mirado tanto con nuestros amos, nos gusta seguir mirándoos aún después de muertos, por si nos devolvéis una caricia de última hora antes de separarnos; antes de que tengas que bajar al trastero mi plato y mi cama para no tropezarte con otra pena.
       Esta madrugada, mientras mi última perra y yo nos mirábamos en clave de irremediable despedida, he sospechado que existe un espacio emocional -quizá también físico- entre la muerte y la vida, que ni es muerte ni es vida sino puro tiempo detenido en su propio lenguaje trascendente, donde hay que evitar las palabras, que en ese lugar no son otra cosa que pobres humanidades deshumanizadas.
       Y mirarnos.

En CasaChina. En un 3 de Marzo de 2019

viernes, 1 de febrero de 2019

AQUEL AEROPUERTO

 


         Nunca se sabe.
        Un buen día, mucho antes de la hora de llegada, se vuelve a un aeropuerto a esperar a ese alguien que estaba por llegar. Y, mientras se espera, con la vieja emoción recién desempolvada, se comienza a percibir como un estremecimiento de inauguración simbólica, una sensación de estar pisando de nuevo ese punto de arranque que divide el inmaterial espacio entre un antes y un después que se repite con cadencia de minutero.
        Un antiguo “otra-vez” en tierra mil veces arrasada, previamente imaginado y convenido con paradójica exactitud de eterna adolescencia.
*
        Nunca se sabe si un inconveniente de última hora…
Se abren y se cierran las inquietudes en las puertas correderas, que vomitan somnolientos equipajes intermitentes, empujados por desconocidos, hasta que, en un instante luminoso, se cruzan las sonrisas desde lejos.
Llega.
        El abrazo queda aplazado detrás de la turbación paralizante.
        Es una nueva llegada mil veces irreal en la distancia.
        Otro encabezamiento con dos puntos y aparte, cuando se estaban garrapateando los últimos renglones de la carta siempre por enviar a su destinatario, con letra de colegial trasnochado.
*
       Nunca se sabe cómo será ese primer momento de llegada y espera.
Una indecisión. Apenas es un infinito instante vertical.
        Y, finalmente, el delirio.
Es un fleje que salta, cómplice de la proximidad inmovilizada por la emoción, y que le devuelve la codicia al larguísimo ocio de los brazos.
El movimiento a los pies.
El estrépito a la sangre. Y a la convulsión de los latidos, que recuperan su enseñoramiento bajo las costillas, a la altura de los pulmones, escalando sin tregua la garganta en forma de mudez que ni encuentra ni necesita de palabras.
Solo el beso.
*
        Nunca se sabe por qué las maletas del mundo enloquecen con tanta reincidencia.
        Ahora otro aeropuerto. Un corto viaje compartido, durante el cual el cosmos se sacude la pereza de la resignación, agazapada en ese lugar recóndito llamado vejez y, sin saber muy bien cómo sucedió, llega la sorpresa de un “otra-vez” hace tiempo arrinconado en lo más oscuro de las bodegas.
Catarsis.

*
        Luego, lo de siempre. Pero como si jamás hubiese existido antes.
*

Nunca se sabe por qué ni cómo se recupera lo que los más locos llaman cordura.
Una cordura que acaba por enloquecer.
El protocolo del embarque de regreso desde aquel aeropuerto es como una congoja demasiado compleja que le embarga la expresión de la pena al viejo conocido del adiós irremediable. Un adiós casi deseado para acabar de una vez con la sangría que deja exangüe el equívoco señuelo de la espera en tierra ajena, seca, desconocida.
Se alejan las personas; pero aquel espacio donde se desgarran de sí mismos queda saturado de un dolor tan intensamente simultáneo que todo el lugar se convierte en un principio y un fin; ése que se asume cansinamente como el último, el territorio perjuro.
Aquel aeropuerto queda impregnado de un póstumo dolor que se acepta como definitivo. Un lugar para no volver.
*
        Nunca se sabe por qué, en los bosquecillos que ciñen con su desnudez escalofriante el invierno de cualquier aeropuerto, con cada primavera vuelven a hincharse las yemas de los ailantos, y acaban reventando en inmortal espera.
        Cuando más se temía tener que hacerlo, se rompe el propósito de enmienda, y se regresa -pasajeros en tránsito- a aquel aeropuerto del último adiós, acarreando el vértigo que causa el no tener a nadie a quien esperar ni nadie que desde el asiento contiguo nos tome de la mano cuando el avión despegue.
Flota en el ambiente una inasible congoja, un temor irreverente a volver a transitar la zona donde la vida se quedó detenida en un apartadero lleno de yerbajos; en una pista en desuso.
        Se hurga con cautela en la maleta de los desconsuelos, por si se hace preciso inmovilizar con cabestrillo alguna magulladura mal curada antes de que vuelva el dolor insoportable.
        Pero no duele.
        Es curioso: la tan temida congoja era sólo un fantasma con el sudario desgarrado por la árida espera. Solamente un fantasma trasnochado, que se diluye en alguna guarida emocional ya inexistente.
        ¡Ah, la espera!
¡Ah, el tiempo! No hay nada más ruinoso. Ni más sanador.
        ¡Y pensar que el miedo a regresar al “lugar-sagrado” estuvo a punto de deshacer las maletas…!
*
       Nunca se sabe cuándo.
        Se creyó que aquélla era la definitiva contusión; una llaga rezagada en la terminal de carga, una costra perene, una herida mal cicatrizada.
¡Quién iba a pensar que, como siempre, bastaba con volver al mismo sitio del encuentro y del desencuentro para comprobar con estupor que aún quedaba un poco de piel sin cicatrices, donde poder albergar nuevas heridas palpitantes!
       Y nuevas bienvenidas.
       Porque… nunca se sabe. Nunca se sabe.

En CasaChina. En un 1 de Febrero de 2019

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

  (Moribundarios)   Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar que es el morir Jorge Manrique. 83/2024 A mi lado, −co...