VA DE...Batiburrillo literario

martes, 5 de septiembre de 2017

LA MUJER DEL ESPEJO



56/2017
 (Cuentos de tránsitos)


Ahora que los años han corrido mucho más que yo misma, me doy cuenta de que vivo con una desconocida: la mujer del espejo. 

Cada vez que enciendo la luz artificial y me asomo al espejo, percibo que la mujer del otro lado o me reta o me evita.

Seguramente siente celos de mí. 

Yo sé quién soy, pero ella está perdida y se desespera. Lo sé porque, cuando me devuelve la mirada, no me reconoce. 

Ella se recuerda hermosa como un hada, capaz de despertar la admiración de cualquiera que la mirara, e incapaz de devolverles un poco de refugio a los ojos que la admiraban. Era una luchadora, sí; pero no recuerdo que jamás luchase por retener a su lado una mirada amorosa. Lo que sí recuerdo bien es que ella jamás se quedó junto a alguien que no la adorara.
Me inquieta mirar a esa mujer del espejo a la que no acabo de reconocer, y que se obstina en enmendar lo conseguido con tanto, tan movedizo y tan laborioso trabajo.
A veces afino la mirada, y consigo descubrir que lo que de ella me gusta verdaderamente es lo que ella detesta: la ternura de su gesto, traspapelado entre perfiles que la mujer del espejo cree arruinados por el tiempo, y que yo adivino suavizados por el lento desgaste de la indulgencia. Es como si mirándola, adivinase la morbidez de un viejo monte, ya sin crestas que escalar, pero con muchos senderos recorridos, flanqueados del perfume de imperecederas jaras.
Veo cómo la mujer del espejo, ahora, trata de elevar con su dedo índice esa parte del rostro que se le desploma lo mismo que un glaciar, abriendo besanas en barbecho a ambos lados de sus mejillas. Apenas por un segundo, y con cierta fatiga, se sonríe a sí misma; pero sus ojos se acongojan y se llenan de lástima cuando separa la mano y ve que la madre tierra tira nuevamente hacia debajo de todos sus músculos, fugaces rehenes de la fuerza de un dedo que se supuso farsante redentor. 

Creo que la mujer del espejo tiene miedo. Desperdició demasiados días en desamar a fuerza de amarse, y ahora ha descubierto de repente que sus días estaban contados, y que esa querencia de su rostro hacia el centro de la tierra es un certero aviso de lo inevitable.
La mujer del espejo me mira ahora, y me interroga con los ojos llenos de un no-sequé muy parecido al desaliento. Trata de establecer diálogo conmigo, pero yo no quiero perder ni un segundo hablando de sus desesperanzas.
Ella, la mujer del espejo, se pregunta dónde fue a parar su vieja y deslumbrante belleza que creyó eterna, y que aprovechó para hacerse adorar como una diosa mortal a la que sus fieles le ofrecen flores, velas y cánticos; y en su cara se dibuja algo muy parecido al rencor.
Intento avisarla: nada hay más corrosivo que el rencor. Pero ella me ignora.
Apago entonces la luz.
No quiero verla.
Porque la desconocida, la mujer del espejo, con esas dudas suyas sobre la improbabilidad de volver a ser adorada, trata de aprovechar cualquier descuido mío para socavar mi mejor certidumbre:
Yo amo y soy amada.

En “CasaChina”. En un 5 de Septiembre de 2017

NOTA: las fotos están obtenidas de Internet. Si alguien se siente perjudicado, espero su aviso para suprimirlas. 

martes, 29 de agosto de 2017

SEÑALES



54/2017

 SEÑALES
(Croniquillas de un verano en compañía)

Los pueblos tienen eso: una siempre tiene compañía. 
Hasta que llega la hora de irse. Y aún después...

Bedmar antes de irme
Esta mañana abrí la puerta de la calle con un desaliento sazonado de la leve esperanza en no tener que irme todavía. 


Quizá aún estuvieran ahí.
En la fachada de al otro lado de la calle, esa que se regodea de espaldas al saliente en los días más tórridos del verano, todavía se sosegaba un incierto frescor adormecido; pero sus paredes y cornisas estaban impolutas, como si la dueña de la casa hubiera comprendido que había llegado la hora de adecentar primores para el paso de las dianas floreadas de la feria aún por disfrutar.
No, no estaban allí.
Bien mirado, tampoco era tan raro -me reanimé-. Ellas se levantaban mucho más temprano. Antes, incluso, de que sonara la bocina del coche del panadero avisando de que ya era la fragante hora del pan de aceite.

Quizá si me alargaba hasta la Plaza de Arriba…

¡Nada! 

De regreso a la casa traía poca compra, porque ya no iba a ser precisa, y sí que acarreaba alguna desesperanza de las que siempre ando en espantarme como si fueran pejigueras otoñales cuando llega la hora del abandono. 


En todo el recorrido no había ni rastro de ellas.

Para demorarme, por si en algún alero, o en los alambres de la luz todavía quedaba una oportunidad a mi desazón de inminencias que no hubiera previsto, tomé como disculpa para andar despacico lo de tener que remontar la exigua cuestecilla que asciende desde la placeta de la que arrancan las cinco calles que, como cinco tactos de desigual ternura, abren su mano asfáltica a distintas salidas del pueblo.
Pero era inevitable el final del camino.
Llegué hasta la puerta de la casa desencantada de mi propia obstinación en no asumir lo ya sabía de antemano por las señales inconfundibles: Ya no estaban.
Entré cargada de tristeza. Saqué la maleta de detrás de la puerta, cargué el coche parsimoniosamente, colocando en el asiento del acompañante la somera bolsa de la compra, con una ración de churros de los que tanto dan que hablar en los desayunos de “Aroma de Mágina”, y una botella de agua sin más aditamentos que mi propia sed para no dar que hablar si a la Guardia Civil le da por hacerme un tex de alcoholemia en mi éxodo hacia la larga soledad del invierno que se anuncia con trasformadas ausencias.
Un último vistazo antes de arrancar el coche me confirmo definitivamente que ya era hora de irse como habían hecho ellas.
Porque las golondrinas, ya no estaban.
Una vez más, mientras emprendo el regreso a mi mismidad, recapacito sobre la sabiduría de esos pájaros, que antes de que sea demasiado tarde, huyen del frío que el invierno envaina en las gélidas cornisas de las ventanas de la casa de al otro lado de la calle, esas que los alarifes levantaron de espaldas al sol saliente, pero que, cada tarde, con las mejillas encaladas en rubores, y colgándoles peinillas de carámbanos, espían las puestas de sol de cada invierno por si un vuelo de golondrinas da señales de que nuevamente es tiempo de regresar a la compaña.

En “CasaMagica”. En un 29 de Agosto de 2017
        

miércoles, 23 de agosto de 2017

DE LA RESURRECCIÓN DE LAS MOSCAS Y SU VIDA PERDURABLE



50/2017

(Entre las hojas de un cuaderno)

        Después de este verano en Bedmar, majadero sería por mi parte negar la vida perdurable de las moscas a tenor de las que me han rodeado y me rodean a diario, a pesar de que las viejas cuadras -su hábitat natural- se convirtieron, tiempo ha, en cocheras; los corrales ascendieron al empleo estacional de patios con dompedros y aspidistras, que son plantas con pocas exigencias en lo del agua; el único vestigio de las bestias que les daban cobijo a semejantes insectos se reducen a algunas argollas encaladas en los tapiales de esos patios; y, del elemento de transporte, locomoción y sustento de bichejos tan cansinos como las moscas, el borrico, sólo queda uno en mi pueblo que yo sepa.
El último borrico de mi pueblo
Lo cual que, en semejantes circunstancias, y abundancia de volatineras, no hacía yo otra cosa que preguntarme si lo de los borricos como criaderos principales de las moscas no sería pura leyenda urbana, para librarnos del pueblerino mosqueo de ser nosotros, los humanitas, quienes en nuestros orígenes estuviéramos destinados a pasarnos la vida sacudiéndonos las moscas ya que, una vez fenecidos, parece que no seamos capaces de semejante tarea de ahuyento. (Que se lo pregunten, si no, a esos angélicos cuyos cuerpos yacen en las azoteas de algunas facultades de medicina porque fueron generosamente “donados a la ciencia” por herederos poco dispuestos a gastarse los cuartos heredados en un enterramiento medianamente decoroso, aunque fuera de tercera. Que de esos intentos me conozco yo a alguna…).
Constatada, pues, teleológicamente, la vida perdurable de las moscas, tócame ahora referirme a un fenómeno ciertamente sobrenatural que, en otros tiempos, hubierase convertido en milagrosería digna de organización de rogativas, y procesioneos con los que distraer el tedio de viejos y larguísimos estíos en los que poco -por no decir nada- había de indulgencia para los pecados de la carne, aunque la carne estuviera en un sinvivir de carne viva. 

Con lo de la milagrería me refiero 
a la resurrección de las moscas.

Bueno será aportar una previa y precisa información sobre las circunstancias que antecedieron a tan singular revelación, diciendo que estar en casa ajena precisa de mucho tiento, no ya para no profanar las costumbres y las inquinas de los dueños del predio, sino, sobre todo, para no incomodar con olores propios que borren la sagrada territorialidad del acogimiento. Por eso entendí la torva mirada que mi anfitriona dirigió al bote de fly del que venía provista, nada más echar la primera rociada sobre un conciliábulo de cuatro o cinco moscas que andaban ellas en tantearse sin miramientos las antenas encima de mi torta de pan de aceite.
-¿No te irás a comer eso? -se asqueó mi anfitriona.
-Tenía pensado comérmelo si no te incomoda…
-¿Después de semejante salpique? -acometió con un significativo respingo de nariz.
-Ya sabes: una servidora siempre ha tenido buen estómago y más hambres que figura -me defendí.
Por toda respuesta, la dueña de la casa de acogida veraniega se llevó mi torta de aceite y la tiró sin reparos al cubo de la basura, dejándome las hambres del estómago al mismo nivel que otras hambres de las que no voy a hablar a estas horas siquiera sea por ver si se me aplacan y se me olvidan.

Ya fuera por mi natural considerado, ya fuera porque las carencias del cuerpo y del alma me dejan el cuerpo de esa manera tan pastueña y el alma desarmada, lo cierto es que no opuse la menor resistencia al segundo acto de rapiña, baldeo y desescombro del paisaje y, con mirada mansa, contemplé cómo mi aparato de fly, sustraido durante décadas a las mañas de los modernos depredadores de antiguallas, corría idéntica suerte que la seguida por mi pan de aceite: la bolsa preparada para llevar al estercolero.
-¿No hay demasiadas moscas por aquí? -me atreví a insinuar.
Sin atender a razones, mi anfitriona, ecologista confesa y declarada ella, puso en mis manos una especie de palmeta de plástico ofreciéndose a adiestrarme en la caza mecánica y el exterminio al menudeo de las moscas.
La teoría parecía sencilla: no había que liarse a mandobles tratando de cazarlas al vuelo, sino esperar a que se posaran y, entonces, arrearles con la palmeta despanzurrándolas sin miramientos.
Que conste que, como tengo por costumbre, puse mis cinco sentidos en el adiestramiento para semejante safari. Pero, o estoy mermada de fuerzas o estos bichos han aprendido mucho en los últimos tiempos, y van ahora provistas de chaleco antibalas porque, según yo alzaba mi palmeta, convencida de mi victoria, la mosca de turno se removía, frotaba una de sus alas contra la otra, gruñía un poco, -lo que yo les diga que las moscas gruñen antes de echarse a volar- y alzaba el vuelo hacia mi pierna izquierda, dejándome la autoestima por los suelos, hasta tal punto que, antes de rendir lábaros, y sentirme una inútil funcional, prefiero recurrir al credo. 

Visto lo visto, creo en la resurrección de las moscas y en su vida perdurable. Y muy especialmente, las que caen entre las líneas por escribir de cualquier cuaderno.
Todo por escribir

Menos mal que en pocos días vuelvo a un Madrid donde la bendita contaminación hace tiempo que acabó allí con estos bichos humillantes; eso sí: dejando a los pájaros más hambrientos que el anuncio ese de la televisión que avisa de los males de cualquier exceso.
(Claro que, ya que una ha tenido que renunciar a tantas cosas, tampoco es que me guste demasiado la renuncia a los pájaros por falta de moscas…).

Y, habiendo llegado hasta aquí, no puedo por menos que sentir un escalofrío pensando en mi natural querencia por lo dulce (incluidas las palabras) y el riesgo de quedarme colgada de ello como las moscas de Samaniego, confundiendo pastelillos con panales:
A un panal de rica miel
dos mil moscas acudieron,
que por golosas murieron
presas de patas en él.
Otra dentro de un pastel
enterró su golosina.
Así, si bien se examina,
los humanos corazones
perecen en las prisiones
del vicio que los domina.
SAMANIEGO

En “CasaMagica”. En un 23 de Agosto de 2017

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

  (Moribundarios)   Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar que es el morir Jorge Manrique. 83/2024 A mi lado, −co...