VA DE...Batiburrillo literario

lunes, 19 de agosto de 2019

EL OLIVO DEL CIEGO


María Socorro Mármol Brís. Ganadora del I concurso de cuento "Guzmán Merino" de Bélmez de la Moraleda 2019.

Trofeo para el cuento ganador de Mª Socorro Mármol Brís
–Tócalo –dijo padre, al tiempo que guiaba mi mano de nene sin MaestroEscuela a lo largo de lo que a mí me recordaba algo así como una fragilidad semejante a mi blanco y sonoro bastón de ciego, aunque en más maleable y dobladizo. –Es mi regalo de cumpleaños. Crecerá y enreciará contigo; pero siempre tendrá diez años menos que tú.
(Hay que ver cómo se confundía padre en lo de los diez años; él, que nunca erró el tiro en nada de lo que se le puso por delante).
Castillo de La Moraleda
Crecimos juntos el olivo y yo, aunque demasiado solitarios. Yo, casi siempre dentro de la casa de las afueras; muy dentro de mí mismo y de mi propio paisaje emborronado. Él siempre expatriado en el patio trasero, lejos de las panderas y de los barrancos donde desde siempre ramonean los suyos bajo las escarchas o sobre los secarrales; preso entre cuatro tapias con vistas a las golondrinas y a las estrellas de un cielo cuadrado al que no alcanzaban las escarpadas puntas de los dedos de las sierras de por aquí.
Y es que Sierra Mágina no está hecha para encerrarla entre tapias medianeras de patios traseros.
*   *   *
Pasado el tiempo y lo que tenía que pasar, algunas veces salía yo a aquella parte trasera de la casa de las afueras del pueblo, y lo tentaba, recordando las manos recias y rugosas de padre; aquéllas con las que recortaba peces de cartón como un maestro sin escuela, y que tan frías se le quedaron el último día que pasó en la casa.
*   *   *
–Huélelo –me dijo madre un día de diciembre, en que me encontró tanteando con apetencia los abundantes frutos todavía recios, consistentes y demasiado amargos, aunque se dejaban estrujar entre los dedos, –digo yo que sería porque se apiadarían de mí–, deshaciéndose en lágrimas mansas y pegadizas como la vida misma. Y su olor me recordó los almuerzos de pan y aceite de mi infancia, en los que aún no nos faltaba nadie a la mesa, y era padre quien racionaba la hogaza con crujidos semejantes a los de la misericordia repartida.
*   *   *
–Apóyame la espalda contra su tronco –me demandaba madre en aquellos años en que ya se le escapaba el tiempo de entre los dedos con el mismo siseo y simetría con el que se hablan entre sí las agujas y la lana cuando la vieja perseveraba en tejer cálidas larguras. Y madre, allí recostada contra el tiempo, se convertía en un contumaz vaho sonoro, que se me metía a mí hasta más arriba del cerebro, y luego resbalaba como el aceite, pecho abajo, hasta acomodárseme en el corazón con un esmero semejante al que, según mentaba la cercana voz de madre, usaban las tórtolas en montar sus nidos en lo más tupido de mi olivo.
*   *   *
–Escúchalo –me dije a mí mismo durante mis largos años de soledad, cuando comencé a ocupar el asiento que madre dejó con la labor por rematar, y desde el que, en mitad de tantísimo silencio como es el de la ceguera de los ojos, aprendí a distinguir entre el arrullo de las tórtolas, el piar de los gorriones recién salidos del huevo, el jolgorio de los colorines, el recio crepitar de las cigarras y el sigilo del interior de la casa sin maletas.
*   *   *
Nadie tiene que decirme ahora que lo abrace, ni en la casa queda ya nadie que me lo diga; pero yo abrazo a este olivo, compañero de juegos, de despoblado y de desgastes, sin poder abarcarlo a estas alturas entre estos brazos míos, cansados de mirarlo a su manera desde los ojos de la piel.
Y él, que ha enreciado como solo los olivos enrecian y se retuercen con el paso del tiempo, me soporta, me sostiene y me deja tocar sus hojuelas, que son como las siluetas de cartulina que me recortaba padre para enseñarme cómo eran los peces. Y, desde que florecen hasta que se convierten en caretos, me deja tentarle las aceitunas del año, que son como mínimas complacencias redondas, hechas a ver el día, como lo vieron y lo ven tantos ojos sin dañar, aunque, según dicen, sean ellas del color de las noches cuando no hay luna que esquivar para los besos furtivos.
Y me permite palpar el largor de sus pestugas antes de que vengan a chasparlas los que todo lo ven sin detenerse a mirarlo cuando pueden. Esas pestugas que pudieran haber sido como mi bastón si les permitieran enreciar y hacerse grandes como un humano.
*   *   *
Relato ganador en el I concurso de cuentos "Guzmán Merino" de Bélmez de la Moraleda 2019
“Háblame” –le he escuchado decir a su manera. Y no hay que ser tan ciego como para no sentirle el miedo a mi solitario árbol. Ese miedo que le tiene al silencio de cuando yo me vaya para siempre, y que se le pasará cuando él y yo seamos la misma cosa.
−No tienes de qué desazonarte –lo he confortado, mientras le acariciaba las verrugas y las arrugas del tiempo en su corteza, y conjeturaba sobre la invisible hondura y ternura de sus raíces.
*   *   *
Bien pensado, nadie debiera plantar un olivo en mitad de un patio, dejándolo sin compaña, y tan lejos de los suyos como una viuda en mitad de su luto despoblado. O como la casa de un emigrante, ya sea que se vaya a Alemania, ya lo haga al mundo de no volver; que viene a ser lo mismo.
En viéndolo tan aislado de los de su linaje como siempre lo están quienes tienen que cuidar de otros, o atender a ciegos de nacimiento o de entendederas, no he querido contenerme de sincerarme con él:
−¡Quién te iba a decir a ti, cuando padre te plantó en el patio trasero dejándome a tu cuidado, y yo te sacaba más de veinte palmos a lo alto y toda una hechura a lo ancho, quién te iba a decir a ti ‑digo- que ibas a sobrevivirme por cientos de años en el patio de esta casa de las afueras de La Moraleda, donde ya los tapiales, a fuerza escasez de blanqueo y hartura de adioses, y de dolientes “hasta–más–ver” embusteros, amagan con desmoronarse hacia donde se pone el sol de las criaturas!
Pero, lo escrito, escrito está.

*   *   *

Cementerio de Bélmez de La Moraleda
Lo he dejado por escrito: que, aunque tengan que meterme yesca como al ramón de mi olivo para prevenir de la palomilla a los de por ahí afuera, que me entierren a sus pies, junto con mi bastón blanco.

Y junto a los recuerdos.

En CasaMágica. En un 7 de Julio de 2019





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martes, 30 de julio de 2019

LEER RAYUELA


 

72/2019

        El libro <Rayuela> es una de esas obras maestras literarias cuya mención en labios ajenos se parafrasea como de pasada, intentando cambiar inmediatamente de conversación para que no se nos pille en el renuncio de confesar que no pudimos pasar de la página 10.
        Alguien pregunta si hemos leído <Rayuela> y nos entra un tartajeo intermitente, con el que apenas acertamos a mencionar poco más que el nombre de <La Maga>, con el mismo tono vergonzante -que no vergonzoso[1]- con que se pregunta casualmente si “enemigo” o “ermita” se escriben con hache o sin ella porque, en nuestro automatismo didáctico, nos es difícil de concebir que “ermita”, que viene del latín “heremun”, o que “enemigo”, que en latín era “hostes”, hayan pasado a la lengua española sin la hermosa “h” de su origen etimológico. ¡Lastima que suprimieran el latín de nuestros bachilleres! Fue metiéndonos en el latín a fondo donde los de mi quinta y las anteriores aprendimos que no eran las palabras que en latín tenían “h” las que la conservaban en español, sino las que provienen de aquéllas que inicialmente (en latín, y luego en castellano antiguo) comenzaban con una “f” las que convirtieron esa “f” en una “h”; -facere latino àhacer en español-. Valga esta digresión como “encorajinamiento” contra los inventores de los infinitos y ramplones planes de estudio.
        Pero volvamos a lo del libro <RAYUELA>. No sea que se me caliente la boca y me convierta en un basiliscus latino, capaz de matar con la mirada.
Pues eso: que puedo afirmar y afirmo que por fin, he leído RAYUELA de principio a fin.
Lo primero que se me viene a la cabeza es que, tras leerlo durante dos meses, echando mano de una fuerza de voluntad inicial que para sí la quisieran los butroneros, mantengo que son muy pocos, muyyy pocooos, los que la han leído.

        Antes de seguir adelante, debo aclarar que, cuando decidí dedicarme a esto de lo de escribir, resolví de inmediato que podía optar entre ser una “aficionada” o una “profesional” de las escritura. La diferencia está clara: la afición es un divertimento que no requiere sino querencia; la profesionalidad exige la flexibilidad suficiente como para reconocer que lo ajeno puede ser tan interesante como lo propio y, sobre todo, un metódico adiestramiento sistémico (que no sistemático).

        Lo sistémico incluye una formación integral, donde los elementos LECTURA/ ESCRITURA van unidos en una especie de círculo mágico más o menos contiguo (aproximativo, tangencial, secante o inclusivo) a otros subsistemas suplementarios o complementarios. Algo así como los planetas circundantes que nunca se tocan, como la atmósfera tangencial, o que se cortan como las corrientes subterráneas que atraviesan territorios, o que se integra como el magma que forma el núcleo de la tierra.
        La totalidad del conjunto o sistema, con sus imprescindibles subsistemas, forma el Universo.
        Esta conciencia de la imprescindibilidad (¡vaya palabrita!) estructural en mi formación integral, como eterna aprendiz de escritora, me llevó a rodearme de estudiosos de las letras, a escuchar a la gente y a aproximarme a círculos y tertulias en las que recoger experiencias, ya fuera para incorporarlas como propias, ya lo fuera para concluir que algunas propuestas no eran para mí; pero, sobre todo, me movió a tomar cursos de técnicas de escritura tan sólidos y acreditados como los que imparte Fuentetaja.
        Sería muy largo de explicar lo que aprendí en aquellos años de formación literaria, así que, como el fulcro de este articulillo lo puse en lo de leer RAYUELA, solo referiré algunas pinceladas de lo aprendido:

Cinco proposiciones homónimas:
1.   Todos tenemos una historia que contar; y, además, tenemos necesidad de contarla. (Sanación narrativa).
2. Para escribir convenientemente (técnica prosódica y pericia ortosintáctica) es imprescindible haber leído mucho y muy variado, y seguir leyendo toda la vida.
3. En un mismo libro hay tantos niveles de lectura, cuantas vivencias y circunstancias ha experimentado o esté experimentando el lector.
4. Entre lo que escribe el autor y lo que entiende[2] el lector hay dos experiencias, dos vidas, e incluso múltiples momentos vitales, absolutamente diferentes.
5. Una vez abordada y resuelta la estructura creativa (formación especializada), hay que buscar con ahínco un estilo expresivo propio (función de la maestría).

Cinco interdicciones antónimas:
1.   No todos contarán adecuadamente las historias que tiene que contar. (Ortografía, sintaxis, prosodia…).
2. Cualquiera no está preparado para leer cualquier cosa en cualquier momento. (Leer es un estimulante emocional mediante el que se interioriza como propia la historia que leemos).
3.   No hay que empeñarse en escribir lo que no quiere escribirse, ni en leer lo que en un momento determinado causa rechazo. (Escribir es un depurativo emocional que actúa cuando se hace imperioso excretar algo indigesto).
4.   El lector de un solo género, estilo o autor se despoja voluntariamente a sí mismo de todo un universo por descubrir. (Rigideces empobrecedoras).
5.   No hay un estilo literario objetivamente magistral, sino obras maestras. (Otra cosa es lo que cada cual prefiera).

Estos conceptos elementales me llevaron a redimirme de mi inveterada imposibilidad de leer RAYUELA (y otras obras maestras) durante años, y de mi vergonzosería de hablar de RAYUELA farfullando el nombre de la Maga, como si no existiera en el libro un personaje más plausible que ella. A fin de cuentas -me decía por consolarme- la Maga debe ser la clave de ese libro incomprensible cuando es lo primero y casi lo único que todos mencionan.
Quizá mi error estuvo en creer a esos petulantes maestrillos que andan en pronunciarse sobre lo que es literatura genial, excluyendo de su concepto de genialidad todo aquello que no se entiende, se comparte o se alcanza.
Sería largo de enunciar las feroces, rígidas y resabiadas descalificaciones que he tenido que escuchar sobre autores que a mí me parecían geniales, quizá por el solo hecho de que a mí me parecían geniales. Durante algún tiempo me irritaba semejante inflexibilidad de criterio. A estas alturas de mi vida, hace tiempo que renuncié a oponerme con razonamientos a quienes están tan fuertemente posicionados tras sus murallas inexpugnables.
Que cada quien lea lo que quiera, como quiera y cuando quiera.

Pero que lea.
Yo, por fin, he leído RAYUELA.
Lo he leído con humildad, con meticulosidad, con reverencia, …y con un lápiz de dos colores en la mano; el rojo para señalar errores (¡qué le vamos a hacer!; es una de mis manías y tengo derecho a tenerla); el azul para acotar párrafos emocionantes y palabras incomprensibles.
He leído RAYUELA con un ordenador al lado, desde el que iba consultando el sentido de las palabras -casi siempre en lunfardo, y muchas veces en francés, en inglés o en idiomas inventados- que me asombraban, las canciones o partituras aludidas con verdadero despliegue de conocimiento, los nombres de personajes como catoblepas, y de lugares que Cortazar da por hecho (o a lo mejor no y no le importaba un carajo) que son/eran sobradamente conocidos. Así, y por poner un ejemplo, me enteré del significado histórico recurrente de “El campo de Mayo” o de “La oreja de Dionisos”, casi me sumergí debajo de los puentes de la bohemia parisina de los años 60 del Siglo XX, y me regocijé con la abundancia de gerundios, o de adverbios terminados en "mente" como los de la página 351 cuando siempre se nos había dicho que el gerundio es un recurso de escritores de medio pelo y el exceso de adjetivos o de adverbios terminados en "mente" era imperdonable.
        Renuncié a entender algunos significados emocionales que a mí no me acababan de emocionarme porque no era mi hora, me asombré ante el alarde de conocimientos musicales del autor, me conmovió la solitaria y desabrida muerte del pequeño Rocamadour; sentí una nausea muy cercana al vértigo durante el lentísimo tránsito de Talita por el improvisado puente de tableros entre dos ventanas sudorosas con un motivo absolutamente estúpido, y a punto estuve de ponerme a jugar a la rayuela del jardín del manicomio (¿real?) donde se desata el gran duelo enloquecido y emocional entre Oliveira y Manú.

Quizá impregnada ya de la locura de una ¿novela? tan enloquecida y delirante, decidí comenzar de nuevo la lectura, esta vez para subrayar y hacer recuento de las veces que se repite la palabra “verde”, -más de las razonables, si es que en RAYUELA hay algo razonable-, y acabé por acotar un párrafo que se me había escapado entre tanto trasiego donde nunca pasa nada a pesar de tanta palabrería simbólica:
La rayuela se juega con una piedrita que hay que empujar con la punta del zapato. Ingredientes: una acera, una piedrita, un zapato y un bello dibujo con tiza, preferentemente de colores. En lo alto está el Cielo, abajo está la Tierra, es muy difícil llegar con la piedrita al Cielo, casi siempre se calcula mal y la piedra sale del dibujo”. [Pág. 251, edc.1974].

He leído RAYUELA, en fin, desde los ojos del corazón.
Esa era la clave y así lo escribí en la página inicial en blanco, la de cortesía que siempre se deja en los libros:
“RAYUELA es más para sentirla que para entenderla”.

RAYUELA es la mayor metáfora con la que me he cruzado en mi vida: esa metáfora que me dice: “tranquila; si lo tuyo es escribir con lo que algunos de tus no-lectores llaman farragoso, espeso, incomprensible y frenético, tú a lo tuyo. No te empeñes en subir tu propia piedrita hasta el Cielo ajeno a golpe de punta de zapato, porque se saldrá de sus fronteras de tiza”.
A fin de cuentas, escribir es la mejor manera que conozco de pegar la hebra con tus personajes cuando la soledad aprieta más de la cuenta.
Luego, una cierra el ordenador, deja a un lado el lápiz de dos colores y repasa una última frase subrayada en RAYUELA:
…lo malo es que justamente a esta altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas. [Pág. 252]
        Y es que RAYUELA se siente; no se lee.

En CasaChina. En un 30 de Julio de 2019


[1] VERGONZOSO: que causa vergüenza; VERGONZOSO: que se siente vergüenza. https://www.fundeu.es/consulta/vergonzoso-y-vergonzante-629/
[2] Recuerdo la frase de MATURANA: soy responsable de lo que digo; no de lo que tú entiendas.

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

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