María Socorro Mármol Brís. Ganadora del I concurso de cuento "Guzmán Merino" de Bélmez de la Moraleda 2019.
Trofeo para el cuento ganador de Mª Socorro Mármol Brís |
–Tócalo –dijo padre, al tiempo que guiaba mi mano de nene sin
MaestroEscuela a lo largo de lo que a
mí me recordaba algo así como una fragilidad semejante a mi blanco y sonoro
bastón de ciego, aunque en más maleable y dobladizo.
–Es mi regalo de cumpleaños. Crecerá y enreciará contigo; pero siempre tendrá
diez años menos que tú.
(Hay que ver cómo se confundía padre en lo de los diez años;
él, que nunca erró el tiro en nada de lo que se le puso por delante).
Castillo de La Moraleda |
Crecimos juntos el olivo y yo, aunque demasiado solitarios. Yo,
casi siempre dentro de la casa de las afueras; muy dentro de mí mismo y de mi
propio paisaje emborronado. Él siempre expatriado en el patio trasero, lejos de
las panderas y de los barrancos donde desde siempre ramonean los suyos bajo las
escarchas o sobre los secarrales; preso entre cuatro tapias con vistas a las
golondrinas y a las estrellas de un cielo cuadrado al que no alcanzaban las escarpadas
puntas de los dedos de las sierras de por aquí.
Y es que Sierra Mágina no está hecha para encerrarla entre
tapias medianeras de patios traseros.
* * *
Pasado el tiempo y lo que tenía que pasar, algunas veces salía
yo a aquella parte trasera de la casa de las afueras del pueblo, y lo tentaba,
recordando las manos recias y rugosas de padre; aquéllas con las que recortaba
peces de cartón como un maestro sin escuela, y que tan frías se le quedaron el
último día que pasó en la casa.
* * *
–Huélelo –me dijo madre un día de diciembre, en que me
encontró tanteando con apetencia los abundantes frutos todavía recios, consistentes
y demasiado amargos, aunque se dejaban estrujar entre los dedos, –digo yo que
sería porque se apiadarían de mí–, deshaciéndose en lágrimas mansas y pegadizas
como la vida misma. Y su olor me recordó los almuerzos de pan y aceite de mi
infancia, en los que aún no nos faltaba nadie a la mesa, y era padre quien racionaba
la hogaza con crujidos semejantes a los de la misericordia repartida.
* * *
–Apóyame la espalda contra su tronco –me demandaba madre en
aquellos años en que ya se le escapaba el tiempo de entre los dedos con el
mismo siseo y simetría con el que se hablan entre sí las agujas y la lana cuando
la vieja perseveraba en tejer cálidas larguras. Y madre, allí recostada contra
el tiempo, se convertía en un contumaz vaho sonoro, que se me metía a mí hasta
más arriba del cerebro, y luego resbalaba como el aceite, pecho abajo, hasta
acomodárseme en el corazón con un esmero semejante al que, según mentaba la cercana
voz de madre, usaban las tórtolas en montar sus nidos en lo más tupido de mi
olivo.
* * *
–Escúchalo –me dije a mí mismo durante mis largos años de soledad,
cuando comencé a ocupar el asiento que madre dejó con la labor por rematar, y
desde el que, en mitad de tantísimo silencio como es el de la ceguera de los
ojos, aprendí a distinguir entre el arrullo de las tórtolas, el piar de los
gorriones recién salidos del huevo, el jolgorio de los colorines, el recio
crepitar de las cigarras y el sigilo del interior de la casa sin maletas.
* * *
Nadie tiene que decirme ahora que lo abrace, ni en la casa
queda ya nadie que me lo diga; pero yo abrazo a este olivo, compañero de juegos,
de despoblado y de desgastes, sin poder abarcarlo a estas alturas entre estos
brazos míos, cansados de mirarlo a su manera desde los ojos de la piel.
Y él, que ha enreciado como solo los olivos enrecian y se
retuercen con el paso del tiempo, me soporta, me sostiene y me deja tocar sus
hojuelas, que son como las siluetas de cartulina que me recortaba padre para
enseñarme cómo eran los peces. Y, desde que florecen hasta que se convierten en
caretos, me deja tentarle las aceitunas del año, que son como mínimas complacencias
redondas, hechas a ver el día, como lo vieron y lo ven tantos ojos sin dañar,
aunque, según dicen, sean ellas del color de las noches cuando no hay luna que esquivar
para los besos furtivos.
Y me permite palpar el largor de sus pestugas antes de que
vengan a chasparlas los que todo lo ven sin detenerse a mirarlo cuando pueden.
Esas pestugas que pudieran haber sido como mi bastón si les permitieran
enreciar y hacerse grandes como un humano.
“Háblame” –le he escuchado decir a su manera. Y no hay que
ser tan ciego como para no sentirle el miedo a mi solitario árbol. Ese miedo
que le tiene al silencio de cuando yo me vaya para siempre, y que se le pasará
cuando él y yo seamos la misma cosa.
−No tienes de qué desazonarte –lo he confortado, mientras le
acariciaba las verrugas y las arrugas del tiempo en su corteza, y conjeturaba
sobre la invisible hondura y ternura de sus raíces.
* * *
Bien pensado, nadie debiera plantar un olivo en mitad de un
patio, dejándolo sin compaña, y tan lejos de los suyos como una viuda en mitad
de su luto despoblado. O como la casa de un emigrante, ya sea que se vaya a
Alemania, ya lo haga al mundo de no volver; que viene a ser lo mismo.
En viéndolo tan aislado de los de su linaje como siempre lo
están quienes tienen que cuidar de otros, o atender a ciegos de nacimiento o de
entendederas, no he querido contenerme de sincerarme con él:
−¡Quién te iba a decir a ti, cuando padre te plantó en el
patio trasero dejándome a tu cuidado, y yo te sacaba más de veinte palmos a lo
alto y toda una hechura a lo ancho, quién te iba a decir a ti ‑digo- que ibas a
sobrevivirme por cientos de años en el patio de esta casa de las afueras de La
Moraleda, donde ya los tapiales, a fuerza escasez de blanqueo y hartura de
adioses, y de dolientes “hasta–más–ver” embusteros, amagan con desmoronarse
hacia donde se pone el sol de las criaturas!
Pero, lo escrito, escrito está.
* * *
Cementerio de Bélmez de La Moraleda |
Y junto a los recuerdos.
En CasaMágica. En
un 7 de Julio de 2019
https://maginerosos.blogspot.com/2019/08/el-olivo-del-ciego.htmlhttps://maginerosos.blogspot.com/2019/08/el-olivo-del-ciego.html
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