VA DE...Batiburrillo literario

miércoles, 7 de marzo de 2018

EL SÍNDROME DE DIÓGENES



8/2007
Dedicado a todas las mujeres heridas de desamor cotidiano

            La culpa no era del resto de la familia.
¡Ella tenía la culpa!
Les había permitido ir llenando la casa de bolsas de basura de todos los tamaños hasta que, de repente, se dio cuenta que ya no le quedaba espacio ni para colocar el poco aire que ella necesitaba para respirar.
El salón estaba lleno hasta el techo de las exigencias del Hombre:
"¡Goooooool!"
“¡Apartaos-de-ahí-en-medio!”
       “¿Es-que-no-podéis-callaros-ni-un-momento?"
"Mira-Mujer:-llévate-a-los-niños-de-aquí"
“¿Es-que-nadie-en-esta-casa-comprende…?"
"¡Silencio!”
En la cocina no cabía ni una brizna más de trabajo pendiente y engrasado, de platos que fregar, de mesa-puesta sin un mínimo "muchas-gracias", de “ajjjj-qué-asco-de-comida”, de restos de “date-prisa-que necesito…”. ¡Todo por recoger…!
El dormitorio estaba tan lleno de silencio y de cansancio, de densa apatía en la que apenas se podía ya limpiar el polvo sin que se cayera al suelo un trozo desprendido de algún recuerdo lejanísimo y, quizá, sólo imaginado.
La habitación que había sido de los niños se abultaba, día a día, de despiadada adolescencia.
       Todo: cuarto de baño, pasillos, terrazas, despensas… ¡Todo estaba ocupado por aquella basura de lo cotidiano!
La mujer se dio cuenta de que en aquella casa ya no quedaba sitio donde poder colocar el pequeño bulto de su rabiosa esperanza. Por eso, lo metió en su bolso con sumo cuidado para que no se le agrietara, por si un "por-si-acaso", y salió a respirar a la soledad de las calles.
Pero una manifestación de fatigas igualadas en rostros extrañamente semejantes al que ella había visto esa mañana en la única esquina azogada que aún quedaba en su espejo la arrastró calle adelante. Llevaban carteles zurcidos en las frentes que pregonaban que era 8 de Marzo: el único día de los 365 del año que les habían dejado para ellas.
Según avanzaba, miró hacia las fachadas de las casas.
Desde las ventanas, los niños y los hombres agitaban banderitas de color urgencia con carteles que decían: mamá, vuelve pronto; no sé dónde están mis calcetines.
Entonces se dejó arrastrar por aquella ola humana hasta algún lugar donde las quejas se ataban en ramilletes pequeños antes de devolverlos a su hogar abandonado por un día.
*   *   *
Cuando llegó la hora de la cena, toda la familia se sentó a la mesa esperando que la Mujer les pusiera el plato delante.
Pero se cansaron de esperar inútilmente.
Los niños lloraban intuyendo hambres desconocidas.
El Hombre no sabía qué hacer con aquel espacio de tiempo vacío de manos de mujer, de silencios que reclamar y de arrogancias desairadas por una estúpida ausencia.
La casa olía a moho y a abandono.
Como pudieron, sorteando las malolientes bolsas llenas de
hastío que ocupaban cada rincón de la casa, buscaron llenos de ira a la Mujer en los pocos rincones en que aún pudiera estar refugiada. Pero no acababa de aparecer.
¡Olía tan mal! Quizá, como era tan suya, se hubiera muerto en algún rincón sin avisar siquiera…
No; no estaba. Ni viva ni muerta.
Sólo, al caer de la tarde, lograron encontrar un rastro de ella. Era una nota húmeda, pinchada en un pañuelo lleno de vergonzantes lágrimas:
"Si no me hacéis hueco entre vuestros olvidos, no regresaré. Ya no soporto tener que limpiarle el polvo a tanta basura".
* * *
       Cuando los servicios de limpieza sideral tuvieron que sanear, por cuenta del Municipio, la casa de los abandonos, no podían comprender cómo aquella mujer, que había sido la flor del barrio en su juventud, pudo soportar en su vejez tanta basura acumulada durante toda una vida.

 Gaviola
8/03/2007

lunes, 5 de marzo de 2018

PREMIO INTERNACIONAL DE LITERATURA "RUBÉN DARIÓ" 2018 a MARÍA SOCORRO MÁRMOL BRÍS


El Premio Internacional de Literatura “Rubén Darío” se crea en 2005 por el PEN Club Español y el Grupo Editorial Sial Pigmalión, para premiar a autores de todo el mundo que hayan destacado como poetas, narradores o ensayistas.
Un jurado prestigioso propone cada año a autores sobresalientes en diferentes géneros literarios y otorga este galardón, convocado para reivindicar la figura del poeta, narrador, ensayista, periodista y diplomático nicaragüense, Rubén Darío, máximo representante del modernismo literario en lengua española, el poeta que posiblemente haya tenido una mayor influencia en la poesía del siglo XX en el ámbito hispánico, conocido como el príncipe de las letras castellanas, de quien se conmemora en 2018 el 151º aniversario de su nacimiento.
El Premio Internacional “Rubén Darío” ha sido otorgado, entre otros, a los escritores: José Alcalá-Zamora y Queipo de Llano, Miguel Ortega Isla, Emilio Ruiz Barrachina, Helena Cosano, Carlo Emanuele Ruspoli, Clemente Rodríguez Navarro y Carlos Orlando Pardo Viña.
El jurado del Premio Internacional de Literatura “Rubén Darío” 2018, formado por Cecilia Caicedo Jurado (Colombia), Lidia Corcione (Colombia), Mairym Cruz Bernal (Puerto Rico), Ridha Mami (Túnez), Gloria Nistal Rosique (España), Carlos Orlando Pardo Rodríguez (Colombia), Juan Revelo Revelo (Colombia), Basilio Rodríguez Cañada (España) y María Vilalta (Argentina), concede por unanimidad este galardón a la escritora  jiennense M.ª Socorro Mármol Brís, por su libro El año del vestido azul y otros relatos y el conjunto de su obra.
El libro premiado será presentado en la próxima Feria del Libro de Bogotá (FILBO), en la Feria del Libro de Madrid (FILM) 2018, en Argentina y en Puerto Rico.
Madrid, 5 de marzo de 2018
Basilio Rodríguez Cañada
Presidente
Grupo Editorial Sial Pigmalión

Mª Socorro Mármol Brís -galardonada-
M.ª Socorro Mármol Brís, Bedmar, Jaén, España. Poeta, escritora y promotora cultural. Maestra, abogada y mediadora. Directora del Foro Literario «Iceberg Nocturno», promovió el I Encuentro Internacional de Literatura Virtual, Puerto Rico, Universidad de Mayagüez en 2007. Ha publicado varios libros de poesía y narrativa, entre otros: Mágina Mágica, Cuchicheos y Patrañas (2005); Ellas: manual uterino para machos en celo -relatos- (2007); Preseas y tumbagas -poemario- (2008); El corazón del Chimborazo  -poemario- (2010); Recuerdo que una tarde -poemario- (2014) Virgo Potens -novela-(2017). Premiada en varios concursos literarios, su obra ha sido incluida en varias antologías y ha sido coordinadora de otras, como la reciente Sierra Mágina: territorio literario (2017). Es la creadora, junto a Juan Revelo Revelo, del Método de Literatura Polifónica, (MEP) con Búsquedas y encuentros. Poemario a seis voces (2011) y Dados circulares y otros relatos polifónicos (2014), entre otros.

  
 Ilustración del niño pintor Cristóbal Triguero López -CrisPin
Tenemos en nuestras manos dieciocho cuentos para el recuerdo, entrañables, que trepan como las enredaderas y se cuelan en el interior de nuestras moradas, crueles como la amargura de la anulación y la falta de una vida digna. En cada una de las narraciones está Soco escondida, en el zaguán donde aprendió a montar en bicicleta, entre los juncos, entre los geranios limoneros o detrás del mar de los olivos y de los caracoles.
Gaviola nos lo deja claro al empezar y quien avisa no traiciona: este es un libro que habla sobre todo de mujeres, sobre todo de mujeres rurales. Y de entre todas las mujeres, este libro habla de una, que cuenta retazos de la infancia con la digna presencia de su madre y la huella de su padre; que habla de su etapa estudiantil y de sus veranos en la casa grande y finalmente de la marcha de la Sierra Mágina mágica hacia la capital, primero de la provincia y de España, después. En todos sus libros se cuenta a sí misma, desgrana su querida, y dura también, infancia, su temprana marcha a la ciudad y se despliega en descripciones, en análisis, en visiones, en voces, olores, sabores y tactos. En casi todos los relatos de este libro la autora se cuela en mayor o menor medida por sus laberintos, como un Hitchcock que pasea entre las escenas de sus películas.
Gloria Nistal Rosique

lunes, 26 de febrero de 2018

EL TESTAMENTO

 Nos gusta a los escritores lo de exhibir a nuestras criaturas escritas como a las padres les gusta enseñar a sus nenes aunque los nenes sean bizcos y nuestros escritos una tontuna que a nosotros nos parecen algo así como El Quijote en versión reciclada.
En esta ocasión mi relato <<EL TESTAMENTO>> se ha ido a enseñar las “senaguas” a un concurso que gira en torno al aceite de oliva (y la madre que lo parió) y cuyo fallo se producirá por votación popular, cuyo plazo comenzará en el mes de abril.
Aquí dejo mi relato  y el enlace de los organizadores.
Deseadme suerte.
¡Suerte, Soco!


EL TESTAMENTO
 (Relato de Mª Socorro Mármol Brís)

 –Esto que van a ver tiene su historia como saben. ¡Quién iba a decirlo! –comenzó la guía, dirigiéndose a los componentes de la visita guiada a la Almazara de los Caretos, utilizando un tono de voz largamente estudiado, lo suficientemente vibrante para hacerse oír por unos pocos, y lo ensayado mil veces en suave susurro para que los que estaban delante comenzaran a chistar hacia atrás en demanda de silencio.

–Sería cosa de la guerra, pero en aquella casa, antes llena de lujos y grandezas, sólo quedaba ya una mesa de camilla de madera de pino desbastado a golpe de garlopa, unas faldillas de bordes tan rozados que a ella le daba un cierto pudor que alguien le mirara los bajos, y un sillón de mimbre con dos cojines, uno para el asiento y otro para el respaldo.
Antes de que él se fuera, eran dos los sillones de mimbre; pero, tras su muerte, no merecía la pena mantener trastos viejos en una casa donde ya nadie venía a ayudar a limpiar el polvo. Y se lo regaló a su antigua criada que, tras agradecerle la generosidad, y llevárselo para que no se dijera que era una desagradecida, lo tiró al muladar. Desde que había vuelto de la vendimia francesa, su casa, aunque humilde, estaba amueblada con brillantes muebles de formica, a los que no era preciso ni restregarlos con ceniza y cepillos de cerda como los muebles de la cocina de su señora cuando era su Señora, ni que darles barniz con muñequilla, como tuvo que hacer tantas veces con los hermosos muebles de antes de la guerra en la casa aún por desmoronar.
Que la Señora vivía casi en la indigencia era de todos conocido.
Por eso a todos les extrañó que, tras su muerte, el notario del pueblo los convocara para leerles el testamento de quien poco tenía para poder disponer que no fuera el hambre que la mató.
El día señalado, la gente se arremolinaba en torno a la puerta de la notaría dispuesta a saciar la inmensa curiosidad que les causaba el que la Señora hubiera testado a favor de todos los vecinos, cuando era público y notorio que hasta la casa en la que la Señora había vivido y muerto, había sido cedida al banco años atrás, a cambio de que cada mes le dieran lo preciso para pagar la luz, comprarse algún poco de leña para la estufa, y el resto emplearlo en pan, aceite y poco más.
Cuando las abundancias, la Señora, gustosa de sabores poco sofisticados, se hacía traer, según la época del año, alcarciles para el invierno que los mandaba apañar para ella en vinagrillo con pimienta entera y un buen chorreón de aceite. Para el amo compraba alguna liebre aprovechando que la veda estaba alzada. Entrada la primavera, sus preferencias se inclinaban hacia el bacalao seco con habas crudas recién cogidas de las matas, todo ello acompañado de un platillo de aceite recién sacado de las cántaras de la bodega, guardando las jarugas para sabrosos revueltos de pitos vacíos, libres de hebras. Para el amo tenía ella en esa estación hermosos capones, o mandaba bajar del palomar un par de pichones que estofaban en la cocina, que por entonces olía a gloria bendita y a ganas de reír. El verano no tenía inconvenientes: había de todiquitico. Pipirrana con huevo duro para ella y lo que al amo se le antojara; que para eso había dineros y ganas de gastarlos. Y luego, llegado el otoño, se llenaban las sartenes a rebosar de cochifrito, aunque fuera un desperdicio matar marranillos tan chicos; o de chotillo frito con ajos rajados sin pelar, de cuyos condumios la Señora apenas cataba lo preciso para mantenerse con salud, a la que, según el médico, había que darle algo de chicha, completando su alimento con cardillos, collejas, pencas de cardo o aquellas benditas setas de chopo que no necesitaban de más aditamento que el aceite recién deshelado.

Eso sí: fuera la época del año que fuera, la Señora no perdonaba el plato de aceitunas encima de la mesa.
Lo que es haber, las había todo el año. Verdes, de agua, negras, rellenas de anchoas, minuales o gordales, aquellas aceitunas que, con dos que se echara a la boca, tenía hecha la comida una dama de estómago con tan pocos requerimientos como el suyo, pero tan empicado en lo de las aceitunas que no perdonaba sentarse a la mesa sin ver en ella el platillo de sus sueños.
Bien pensado, la Señora medía los años por la condición de cada clase de aceitunas. Y esperaba el mes de octubre –a veces por finales de septiembre, según vinieran las calores– para solazarse con aceitunas tan señoritingas, escolimadas, melindrosas y cuchimichis como lo son las aceitunas de cornachuelo –o de cornezuelo como le llaman los forasteros–, ésas que, en cuanto se les arrodea un par de semanas, se emblandecen perdiendo esa tersura que las hace únicas y deseadas como las doncellas vírgenes de los cuentos muslimes.
Terminadas las aceitunas de cornachuelo, para la Señora echaba a andar el calendario hasta el siguiente año, a la espera de que regresara el verdor consistente, corvo y alargado de las aceitunas de sus sueños. “¡Hay que ver lo sencilla que es la felicidad!”, dicen que iba diciendo siempre. “Una almorzadica de aceitunas, un hoyo de pan y aceite con un tomate estrujado dentro, y unos granos de sal gorda por encima, y hasta los ángeles nos tienen envidia a los de estas tierras”.
El amo se murió allá por la guerra, y en tiempos de aceitunas de cornachuelo, cuando la Señora menos lo esperaba, aunque, de puro desamor, hacía tiempo que ella ya no esperaba nada. Ni siquiera seguir viva o sobrevivirle a su hombre. Pero siguió viva sin nada para mantener semejante subsistencia, pero precisando tan poco, y sabiendo tanto del campo, que le bastaba con salir por esas trochas de Dios para volver con la faltriquera tan llena de todo lo que el campo da; porque hambre, lo que se dice hambre, nunca sintió aquella criatura, aunque fuera el hambre, a saber de qué, la que la mató.
Era ella de buen conformar, de manera que, ante la carencia de aceitunas propias o de dineros para comprarlas, comenzó a apañárselas con los caretos, esa hermosura de aceitunas secas que nadie quiere y todos abandonan en las pozas de las olivas. Por no quererlas, ni los zorzales las querían.
Sí señores, los zorzales he dicho: esos ladrones de aceitunas, que no se conforman con caer en bandada sobre las olivas al borde de la quebrancía por el peso de sus frutos, sino que cuando, tras darse un atracón, alzan el vuelo, con los buches saciados, aún se llevan una aceituna en cada garra, y otra en el pico, para atiborrar sus despensas. O para gastarle una jugarreta a los desesperados olivareros y vengarse de sus escopetillas de plomos de diábolo que son las que más pupa hacen y más alas quiebran cortando el vuelo eterno.
El caso es que, cuando lo de la indigencia, se aficionó la Señora a los caretos, y raro era el día en que alguien no se cruzaba con su andar despacioso y medido por mitad de esas trochas en busca de sustento.
Churreteando de esas carencias y abundancias estaban los vecinos cuando el oficial del notario apareció en la cancela de la notaría mandando llamar a los vecinos; pero pronto se apercibieron unos y otros, vecinos y notario, de que los herederos de la Señora no iban a caber en ninguna de las reducidas habitaciones donde se trasegaban escrituras cada día y doliendas de traspasos. Ni siquiera repartidos entre el zaguán y en el patio interior se conseguiría hacer llegar al personal la información del testamento según manda la Ley; así que el notario les mandó salir, se subió él al balcón y los convocó allí, en mitad de la calle, para leerles las últimas voluntades de la Señora que a todos les afectaban. Porque ya se sabe que una muerte en un pueblo es un lamento colectivo donde se acabaron las maledicencias que la vida consiente.
Todos miraban hacia el balcón, echando de menos, eso sí, la ausencia de banda cruzada sobre el bullicioso estómago del jurista, como estaban acostumbrados a verle al alcalde durante los pregones de la feria. Tampoco llevaba el bastón de mando, lo cual les desmerecía demasiado, si no fuera porque en la mano izquierda, alzada por encima de la barandilla del balcón, el caballero agitaba una bolsa de tela de saco pero bastante abultada, donde bien podía haber cualquier tesoro del que la Señora no hubiese hecho uso, como no lo había hecho de la ampollita de aceite que le entregó al cura para lo de darle los óleos, cuando tan bien le hubiera venido en sus últimos días echar un sopón de pan en aquel aceite, por muy bendito que estuviera en el último Jueves Santo, para consolarse un estómago que ya no sabía de dónde sacar para poder meter.
En esas estaban los vecinos cuando se escuchó la voz del notario que, según lo que leía, pereciera que estaba en un púlpito más que en un balcón de la calle Traspuente, la de la notaría.
–En el nombre del padre, del hijo y del Espíritu Santo; creo en la Santísima Trinidad en cuya fe deseo vivir y morir…
–¡Venga ya! Que no hemos venido a hacer una novena o a una confesión general –gritó alguien, antes de que el municipal le acallara las urgencias de un sopapo bien dado detrás de las orejas, y el notario interrumpiera su lectura para aclarar a voz en grito que ésa solía ser la manera de hacer testamento las personas de bien, “y no como los garrulos, que van derechos y desalados a lo de los dineros como un recién casado va a por lo que va en su noche de bodas”.
Inmediatamente, hecho el silencio, retornó el notario a leer el papel que sostenía en la mano derecha:
– “…Y por si Dios dispone que esto sea –e hizo un gesto que todos entendieron a lo que se quería referir– antes de que llegue la época de los caretos, voy a consignar aquí mi última voluntad, pues esto se ha de considerar como mi legítimo testamento”.
La gente no apartaba los ojos de la mano izquierda del notario que, unas veces más arriba, otras más abajo, agitaba aquella abultada bolsa de rústica tela de estameña, y agudizaba el oído tratando de escuchar algún “ding-dong” que revelara un contenido sustancioso.
– “Nombro herederos universales a todos los vecinos del pueblo…” –ahora el notario, a contraluz, estaba como a medio crucificar, con la mano de la bolsa arriba, y la mano derecha caída sobre el pecho, ajustando la vista a tan generosos papeles como los que la Señora había utilizado para plasmar sus últimas voluntades.
De la zona más alejada de donde se encontraba encastillado el quisquilloso municipal, surgió una voz que se impacientaba creyéndose un aspirante a creso, pero sospechando que, por mucha riqueza que hubiera en aquella talega, eran demasiados a repartir como para sacar a alguien de miserias:
–¿Se puede saber qué es eso que vamos a heredar entre el vecindario?
–Pues mira, Roque –porque el preguntón era Roque, el que anduvo pinchándole a los rojos para que le dieran el paseo al marido de la Señora, y luego, cuando llegaron los ganadores, se acurrucó en su ignorancia mientras que los otros salían por pies camino de las costas de Levante a ver si llegaban a tiempo de subir a alguno de los barcos que salieron camino de Orán.
Pero sigamos: entonces el notario, entrando al trapo de la polémica, dijo: “pues mira, Roque, eso no está escrito en el testamento; pero, por lo que yo he visto, aquí dentro hay más de un kilo de huesos de aceituna, más roídos que una nuez en el nido de una ardilla”.
La gente comenzó a darse codazos de desencanto y a murmurar entre ellos: “No, si la vieja –ya no tenían necesidad de mentarla como la Señora– sabía tomarle el pelo hasta a su santo” –decía una–. “Pues no diría yo que fuera ella de gastar bromas, tan desfallecida como estaba desde que se quedó como se quedó” –soltaba el cartero, al que la Señora siempre le preguntaba si tenía carta para ella a pesar de saber que no tenía a nadie que le escribiera desde hacía más tiempo del que podía recordar, pero aceptando gustosa aquella insólita carta diaria.
De aquí y de allá surgían murmullos de chasco mientras el notario continuaba la lectura. Por aquí y por allá se fue espurreando el personal. ¡Para qué querían ellos un saquete de yute lleno de huesos de aceituna!
“Años llevo guardando los huesos de los caretos que me he comido para que, llegado el momento que a todos nos ha de llegar, sean repartidos entre todos los vecinos, que para todos hay según mis cuentas, si ellos quieren aceptar lo que les lego y tienen el talento de saber qué hacer con ello” –seguía leyendo el notario sin levantar la vista de los papeles porque le parecía un desaire hacia él, más que hacia la voluntad de la Señora, aquella desbandada.
Recuperados sus vecinos, el pueblo iba recuperando su actividad habitual. Pero, aunque fuera inútil, la Ley era la Ley, y su obligación de notario era hacer la pregunta de rigor:
–¿Aceptan ustedes la herencia? –dijo dirigiéndose a la calle vacía.
–Yo la acepto –escuchó la voz del cartero, que, a fuerza de ser requerido de carta por la Señora, le había tomado una querencia que mal cabía en ningún saco por grande que fuera.
–Bueno está, Silverio. Sube y firma la aceptación, y llévate de aquí los huesos que me están llenando la notaría de tal pestazo que malo será que alguien venga a escriturar hasta que no fumigue.
Tomó Silverio el saquete de huesos –de aceituna, digo– sin saber muy bien qué hacer con ellos, pero adivinando que la Señora siempre hacía las cosas por algo.
Estaba el buen hombre metido en congojas a medio remediar por no tener ya a quien escribirle y buscando consuelo en mirar aquellos huitos que alguna vez estuvieron en los labios de su amada Señora.
Pocos días después, sentado en la huertecilla que tenía a la vera del río y pensando en ella, se le vino a la cabeza la idea de ir enterrando los huesos de dos en dos, y en formación de marco real, de a siete metros entre hoyo y hoyo, soñando que los besos que su Señora no le dio acabaran brotando en su huertecilla como pimpollos verdes.
Como así fue.
No habían pasado dos años cuando en sus sienes brotaron blancuras y en su huertecilla vigorosas varetas que, en un año más, devinieron en acebuches preciosísimos que le daban qué pensar sosegándole dolores y ausencias.
Tanto pensó que de repente concluyó que lo mejor sería ir al cementerio a preguntarle a su Señora el destino que ella hubiera querido darle a esos arbustos que ya comenzaban a dar alguna que otra aceituna minual y a llenar de esperanza los entornos.
–Silverio, no dejes que mis ahorros en huesos se pierdan en hojuelas redondillas y sin lustre allí donde pueden crecer hermosas olivas de hoja alargada, del color de mi esperanza por arriba y del color de tu nombre de plata por su envés –dicen que escuchó Silverio salir de debajo de la losa.
–¿Y qué debo hacer, Señora, para convertir esos desmandes silvestres en olivos de buen provecho?
–¿Sabes hacer injertos de espina?
–¡Y quién no, Señora, en estas tierras, quién no…!
–Pues ya sabes, mi amado Silverio: llegadas las templanzas de marzo, corta brotes frescos con yema de los olivos viejos por donde pases, sésgalos en cuña y clávalos en las mejores varetas de los acebuches una vez desmochadas.
–¿Y no sería mejor, Señora, usar el injerto de escudete?
–No me lo parece a mí, Silverio, que son demasiado frágiles esas pestugas para meterles mano desde un costado en lugar de obligarlas por encima que es a donde envían mayores arrestos. Pero prueba de las dos maneras a ver lo que dan de sí.
*   *   *
–Y esto, señoras y señores, es lo que dieron de sí los huesos de los caretos de la Señora que se murió de hambre: este hermosísimo olivar a donde muchos vienen a cortar yemas para injertar otros olivares aún por verles la gracia, y tantos visitantes como ustedes llegan para saber la historia de la Señora que comía caretos, el cartero que le entregaba cartas recién escritas y aquellos huesos que todos despreciaron sin saber que de las aceitunas, aunque se mueran secas, ¡hasta el mismísimo hueso!
Ya ven qué desperdicio el de aquellos vecinos que despreciaron una herencia tan rica. Todos la despreciaron.
Todos menos el cartero, que murió amando a aquella dama a la que le escribía en sus larguísimas tardes con olor a esperanza.


domingo, 11 de febrero de 2018

¿Jur-Ista yo? ¡Vamos, anda!



18/2018

(De internet) ¿Igualdad paritaria sexuada?
(Serie “Comparezco y digo” o Diario de una Jur-Ista arrepentida)
       
        Comparezco y digo: ¿Alguien puede aclararme lo de la IgualdAd ParitariA? Porque me da a mí que me la están manoseando y magreando, a la altura exclusiva del sur de las anatomías, con palabros (las pAlAbrAs son otra cosa mucho más respetable) que van a acabar con el sentido de la verdadera igualdad.
        ¿Qué por qué lo digo?
Me explico:
        Una ilustre di-putada (de cuyo nombre no quiero acordarme hoy por aquello de que no vaya a soltarme un sostrazo por mentarla con un nombre que no incluye ni una sola “a” feministoide que lo justifique) pues, como digo: esa di-putada, con el palabro de “portavoz-a”, ha armado tal trifostio que anda una obsesionada con lo del lenguaje sex-ista, y con el corazón “parti’o” entre mi promiscuo contubernio con la gramática y el anatema de que la condecoren a una con un “ista”, acabado en una “a” excluyente (¿o es excluyenta?) que, a modo de sambenito, o de estrella judía, o de campanilla de leproso o de “detente-vade-retro-satanás”, convierta mi imagen en un anatema (¿o es unA anatema?) “permanente-no-revisable” que acabe en cualquier tribunal sin apelación.
        (Entre nosotros/as: ¡hay que ver cómo está el patio de la actualidad en esta España nuestra tan llena de “ases” ¿o es “aes”?!).
        Pero, a lo que estábamos:
Hace tiempo que le tomé yo ojeriza a ese sufijo avasallador  y esclav-ista que, desde ese “ista” marrullero y advenedizo, puede amargarle la vida a cualquiera antes de que darle tiempo a acudir al diccionario a echarle una miradilla a ver de qué va la cosa:

-ista
Del lat. -ista, suf. que designa oficio o profesión, y este del gr. ‑ιστής -ists.
1. suf. Forma adjetivos que habitualmente se sustantivan, y suelen significar 'partidario de' o 'inclinado a' lo que expresa la misma raíz con el sufijo -ismo. Comunista, europeísta, optimista.
2. suf. Forma sustantivos que designan generalmente a la persona que tiene determinada ocupación, profesión u oficio. Almacenista, periodista, taxista.

Se pregunta una servidora si, por aquello de que el “ista” de marras acabe en una “a”, se convierte en lenguaje no “sex-ista”; pero, inmediatamente, llego a la conclusión de que, de asexuado, nada de nada; porque mucho me temo que ese “ista”, por mucho que acabe en una “a” limpia de toda sospecha, una vez prendido en la pechera de cualquier palabra, o se le sigue la corriente por “coj…” –léase adminículos ovoides y paritarios- o te cuelgan otro “ista” que empieza por “fas”, y que le dejan al personal los pelos (¿pelas?) de punta y la moral por los suelos.

Pues eso: que en mi histéricA fobiA al dichoso “istA”, de repente caigo en la cuentA  de que llevo ejerciendo de jur-istA los años suficientes como para haber caído ya en la cuentA de que no siempre –casi nunca- la Ley coincide con la JusticiA ni ésta con Lo Justo (ni con la JustA[1]).
LlegadA a estA conclusión, planteándome estoy en borrar de mi curriculum vital lo de jur-ista, y convertirme simplemente en personA.
¿Qué me decís vosotros?
¡Perdón! Y vosotrAs.

PS/ Ruego mil perdones a quien se pudiera escocer si no malgasto mis minutos, cada vez más preciosos y más escasos, en el desdoblamiento genérico del “vosotros y vosotras”, siguiendo aquella regla de la economía expresiva por la cual, si el lenguaje vale para comunicarnos y entendernos, vamos a no complicarlo con  abundancias oportun-ISTAS.

En “CasaChina”. En un 11 de Febrero de 2018


[1] Justa: comprobar significado en diccionario

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

  (Moribundarios)   Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar que es el morir Jorge Manrique. 83/2024 A mi lado, −co...