8/2007
Dedicado a todas las mujeres heridas de desamor cotidiano
La
culpa no era del resto de la familia.
¡Ella tenía la culpa!
Les había permitido ir llenando la casa de bolsas de
basura de todos los tamaños hasta que, de repente, se dio cuenta que ya no le
quedaba espacio ni para colocar el poco aire que ella necesitaba para respirar.
El salón estaba lleno hasta el techo de las
exigencias del Hombre:
"¡Goooooool!"
“¡Apartaos-de-ahí-en-medio!”
“¿Es-que-no-podéis-callaros-ni-un-momento?"
"Mira-Mujer:-llévate-a-los-niños-de-aquí"
“¿Es-que-nadie-en-esta-casa-comprende…?"
"¡Silencio!”
En la cocina no cabía ni una brizna más de trabajo
pendiente y engrasado, de platos que fregar, de mesa-puesta sin un mínimo
"muchas-gracias", de “ajjjj-qué-asco-de-comida”, de restos de “date-prisa-que
necesito…”. ¡Todo por recoger…!
El dormitorio estaba tan lleno de silencio y de
cansancio, de densa apatía en la que apenas se podía ya limpiar el polvo sin
que se cayera al suelo un trozo desprendido de algún recuerdo lejanísimo y,
quizá, sólo imaginado.
La habitación que había sido de los niños se
abultaba, día a día, de despiadada adolescencia.
Todo:
cuarto de baño, pasillos, terrazas, despensas… ¡Todo estaba ocupado por aquella
basura de lo cotidiano!
La mujer se dio cuenta de que en aquella casa ya no
quedaba sitio donde poder colocar el pequeño bulto de su rabiosa esperanza. Por
eso, lo metió en su bolso con sumo cuidado para que no se le agrietara, por si
un "por-si-acaso", y salió a respirar a la soledad de las calles.
Pero una manifestación de fatigas igualadas en
rostros extrañamente semejantes al que ella había visto esa mañana en la única
esquina azogada que aún quedaba en su espejo la arrastró calle adelante. Llevaban
carteles zurcidos en las frentes que pregonaban que era 8 de Marzo: el único
día de los 365 del año que les habían dejado para ellas.
Según avanzaba, miró hacia las fachadas de las
casas.
Desde las ventanas, los niños y los hombres agitaban
banderitas de color urgencia con carteles que decían: mamá, vuelve pronto; no
sé dónde están mis calcetines.
Entonces se dejó arrastrar por aquella ola humana
hasta algún lugar donde las quejas se ataban en ramilletes pequeños antes de
devolverlos a su hogar abandonado por un día.
* * *
Cuando llegó la hora de la cena, toda la familia se
sentó a la mesa esperando que la
Mujer les pusiera el plato delante.
Pero se cansaron de esperar inútilmente.
Los niños lloraban intuyendo hambres desconocidas.
El Hombre no sabía qué hacer con aquel espacio de
tiempo vacío de manos de mujer, de silencios que reclamar y de arrogancias
desairadas por una estúpida ausencia.
La casa olía a moho y a abandono.
Como pudieron, sorteando las malolientes bolsas
llenas de
hastío que ocupaban cada rincón de la casa, buscaron llenos de ira a la Mujer en los pocos rincones en que aún pudiera estar refugiada. Pero no acababa de aparecer.
hastío que ocupaban cada rincón de la casa, buscaron llenos de ira a la Mujer en los pocos rincones en que aún pudiera estar refugiada. Pero no acababa de aparecer.
¡Olía tan mal! Quizá, como era tan suya, se hubiera
muerto en algún rincón sin avisar siquiera…
No; no estaba. Ni viva ni muerta.
Sólo, al caer de la tarde, lograron encontrar un
rastro de ella. Era una nota húmeda, pinchada en un pañuelo lleno de
vergonzantes lágrimas:
"Si no me hacéis hueco entre vuestros olvidos,
no regresaré. Ya no soporto tener que limpiarle el polvo a tanta basura".
*
* *
Cuando
los servicios de limpieza sideral tuvieron que sanear, por cuenta del Municipio,
la casa de los abandonos, no podían comprender cómo aquella mujer, que había
sido la flor del barrio en su juventud, pudo soportar en su vejez tanta basura acumulada
durante toda una vida.
Gaviola
8/03/2007
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