VA DE...Batiburrillo literario

viernes, 15 de enero de 2021

DOÑA RAMONA (Recuerdos de una Maestra rural)

Doña Ramona era una minimez vestida de negro zaino como correspondía a quien, ya de vuelta de la vida, remataba lo que de vida le quedara y su luminosa figura en un moñete blanco y escaso de color, que se estiraba desde las sienes hasta su atalaya como cuerdas de violín recogidas en ovillo.

         Doña Ramona vivía en la Plaza, junto a su hija, Ángeles, una mujer algo pasada ya de años como para no tener que ocuparse cada semana, a golpe de brocha, de su propia canicie, impropia de quien vive con una madre de pelo tan blanco que no admite competencias.

         Doña Ramona era la madre de don Evaristo, el maestro de niños de Salvacañete, hasta que cerraron la escuela (y con ella, la alegría y el bullicio diarios en la Plaza a la hora del recreo), y en cuya casa de la calle ¿del Olmo?, haciendo chaflán con la farmacia de doña Anita, viví yo de pupila durante aquel curso de 1966/ 1967 que pasé como maestra de párvulos en un pueblo al que, para llegar, desde el Desmonte, donde el coche de línea Cuenca-Teruel desembarcaba a los pasajeros, había que caminar casi un kilómetro en cuesta, sin asfaltar todavía, y sin más coches que no fuera aquel que llegaba una vez por semana voceando comestibles; el que surtía al pueblo de congelados cuando el hielo y la nieve le permitía remontar aquellos mil metros desde la carretera hasta el pueblo.

         De doña Ramona no recuerdo mucho más −han pasado más de cinco décadas− que no sea aquella figura mínima y rotunda vestida de negro, aquel pelo blanco estirado desde las sienes hasta el moñete, aquella casa con balcones a la Plaza, en la que los mozos le echaban a la Virgen los primeros y pícaros mayos,(tus pechos, señora/ son dos fuentes claras/ donde yo bebiera/ si tu me dejaras…) antes de hacer la ronda, guitarra y bandurria en ristre, bajo los balcones de las mozas del pueblo, y la tibia cuadra  de su casa, donde criaba conejillos de indias, −cuy en América−, semejantes a miniaturas de marranillos, de carita asustadiza, inigualable sabor y exquisito paladar. Y cómo no recordar su tratamiento de “doña”, adquirido quién sabe si por el privilegio de ser la madre del maestro. Porque, si no recuerdo mal, con el “don” o el “doña”, aparte de doña Ramona, sólo recuerdo a unos pocos: don Evaristo, su hijo; doña Balbina, la mujer de su hijo; don Julián, el cura; don Casimiro, el médico ambulante e intermitente (del que tendré que contar algo muy especial en su día); doña Vicenta, una veterana maestra de algún lugar cercano y anochecimiento en Salvacañete, con ojos de mirar desde lo oscuro de sus profundas ojeras teñidas de abéñula y su entrecano pelo afro siempre dispuesto al desmadre; don Paco, el veterinario, sanador de perros truferos de precios estrambóticos; y doña Anita, la singular farmacéutica de Salvacañete, inagotable contadora de historias siempre fantásticas e inquietantes, en cuya fascinante rebotica investigaba ella mil posibles remedios para su corazón maltratado, para el que, en una bolsita colgada del justillo, siempre llevaba la buena boticaria una ampollita de ¿nitrito? por si a su máquina de vivir le fallaba la bomba y le daba por pararse en cualquier momento inconveniente.

         ¡Ah! Se me olvidaba. Y doña Tomasa. Una mujer fascinante, seguramente escapada de alguna de las leyendas de encantadas de los entornos.

En CasaChina. En un 13 de Enero de 2021

viernes, 8 de enero de 2021

CERNUNNOS PERIPATÉTICOS

 

(Serie Miedoseros)

04/2021

El peripatético capitolino nunca consiguió un par de… astas propias, seguramente por falta de herramienta; pero se apañó unas de quita y pon (astas sin “h” de honorabilidad, digo, que no de herramienta) en algún mercadillo callejero; y, una vez encajadas, se echó a embestir derrotes, blandiéndolas con el torvo orgullo de un “ToroSentado” de mentirijillas de esos que escarban en el albero, amagando al primer gesto sus maneras espantadizas y aviesas.

Si no hubiera sido por el pelaje de prestado, y por sus portes ambulantes, pudiera haberse confundido con el pétreo cernunno del Pilier des Nautes, en Notre Dame de París.

       He conocido muchos astados postizos a lo largo de mi ya larga vida, y he podido observar que todos los de semejante jaez, vocingleros ellos, pero, esencialmente, voceros de otros uncidos astados inguinales en declive, suelen amagar embestidas y derrotes de mentirijillas en plan susto, como si fueran álguienes por sí mismos. Y así zanganean de acá para allá en plan matoncito suburbioso y navajero, hasta que les sale al paso un picador, pica en ristre, calzona bien fajada y castoreño de los de verdad, blindado con un par de borlas de pelo de castor, dispuesto él a desmochar engaños y bríos prostáticos, hasta amagarles a los morlacos esas testas tan desprovistas de pelambre visible como de ideas interiorizadas.

     Según vengo observando, algo común empareja a estos astados de los que hablo: su “palabrofobia”. Los pobreticos míos tienen auténtica fobia a las palabras en cualquiera de sus hechuras. O, al menos, bien puede decirse que están tan abducidos por su ruda fobia a cualquier palabra que no salga de los divinos labios de sus señoritos que, sólo con sospechar el mínimo amago de plática, se echan a descerrajar mugidos a diestro y siniestro espesando su entorno con un guirigay ensordecedor más macizo que la berrea de los ciervos en la Sierra de Cazorla en temporada de celo.

Cosa distinta es la manera en la que acosan o huyen (según se tercie) del objeto de su repugnante repugnancia. Los hay que, presas de un terror cagarruteante, huyen de un buen libro o de una sana controversia como se cuenta que el demonio huye del agua bendita. Otros, hisopillo en ristre, tras percudir y “ensambenitar” las letras más hermosas una por una, como quien raja alcaparrones para echarlos en vinagre, queman libros y reputaciones en las plazas públicas como posesos inquisidores con armadura de incienso con la que disimular su peste. Los hay que, armados de afiladas lenguas viperinas a modo de podaderas, van despestugando el discurso ajeno como si en ello les fuera el jornal mal ajustado sobre el pesebre.

Todos ellos, creedme, aunque intentemos ladearnos antes que meternos en la inutilidad de hacerles frente, son más pendencieros y peligrosos que un virus sin vacuna. 

Se trata entonces de ejercitar la cintura

Pero hay una subespecie ante la que no cabe tener correa: hablo de esos que, al grito de ¡silencio!, saquean la casa de las palabras, sin llegar a entender el riesgo que corren; porque nuestro armamento es mucho más eficaz. Y es que una palabra disparada con tiento y maestría puede ser más letal que cualquier desfasado Mosin-Nagant, o cualquier Colt M-1917 trasnochado. Y, además, no mancha el piso con sangre derramada.  

A esos, a los muñidores del silencio, pistola en mano y cornamenta postiza en ristre, es a los que hay que muletear con elegancia torera, hasta que se les agoten los pases, (que, entre nosotros, los tienen contados).

Hay que hablarles, hablarles y hablarles…

Hay que hablarles con la constancia de las trompetas cuyo eco sostenido acabó por derribar los muros de Jericó.

Preciso es elevar nuestra palabra a modo de capote de paseo, hasta que sean ellos mismos los que se astillen sus astas de celuloide y se queden sin herramientas con las que embestir.

Luego, si así se les apetece a tan porfiados cernunnos peripatéticos, dejemos que empleen sus propias astas como tapones para los oídos. Nadie está obligado a escuchar lo que no puede entender.

En CasaChina. En un 8 de Enero de 2021

jueves, 7 de enero de 2021

MÁRTIR -Quizá virgen-

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

 

(Serie Miedoseros)

Quién pueda (y quiera) entender, que entienda este cuentecillo. Yo sólo digo que quien es responsable de cualquier muerte está muerto de antemano. Porque el "levántate-y-anda" no funciona en la voz de los aficionados.


 

 

          Me cuentan que un trasnochado plagiario de nuestro Tejero-Nacional, con corbata de seda roja de nudo corredizo, embiste al aire con la testuz coronada de espumillón pajizo, mientras recorre a grandes zancadas el pasillo de su residencia, que no sé si queda en el ala Este u Oeste de la Casa Blanca, aunque la colocaran tal que en el centro del primer piso.

        Van a dar las doce de la noche, y las noticias que le llegan provocan una inconveniente erupción, a manera de cráter craneal, en la parte más alta de su mollera, desde donde se desmandan diversos arroyuelos de lava que, de forma tan progresiva como imperceptible, le van aplastado el espumillón pajizo, y crenchándole los indigentes mechones posteriores a la altura del occipucio, mientras que en la frente el desastre de las horas se convierte en canalillos capilares que gotean como un deshielo tardío. ¡Quién le ha mandado morirse! Él, no. Desde luego.

        Las últimas imágenes de la tarde mostraban la agonía en los ojos de una muchacha alcanzada por un disparo en el cuello. Dicen que la muchacha ha fallecido, y el del espumillón pajizo despotrica de impotencia por no poder gritarle un tajante “levántate-y-anda” que lo redima de la efigie de la muerte de esa loca que va a dejarlo tan mal visto.

        Siente que el damero de las baldosas se acaba bajo sus pies como se le está acabando el aire que respira.

Como el tiempo. 

“¡Que alguien me traiga una ración de tiempo!”.

Nadie va a darle ya el tiempo preciso para enjuagarse el espumillón antes de que la implacable historia lo retrate con su abrigo de vicuña, sus zapatitos de inconfundible construcción “tramezza”, propia de Salvatore Ferragamo, y en trance de aflojarse el nudo corredizo de su mejor corbata de seda roja, del mismo color que la sangre pisoteada por los salteadores de la Casa de las Palabras. “Hay que liar los bártulos e intentar desatar el nudo de la corbata”.

        Sin detenerse, saltando con repugnancia de una a otra casilla (blancos/negros, blancos/negros) se pasa la mano por la frente y la retira llena de sebillo translúcido como la siempre inservible vaselina.

        ¿Por qué hasta los suyos quieren ahora martirizarlo? ¿Acaso no les ha ofrecido a borbotones su engrasada y pajiza virginidad humanista y humanitaria?

En CasaChina. En un 7 de Enero de 2021

sábado, 2 de enero de 2021

CENA DE NOCHEBUENA

                                   (Menudencias)

        Dios me mando a este mundo con un hermoso vestido de andar por casa.

        Con el tiempo, va ajándose poco a poco, aunque no tanto como para querer despojarme de él todavía.

        Frente al espejo, ligeramente empañado, pienso que algo bueno ha de tener lo del virus: mañana no espero a nadie que me obligue a amortajarme con lentejuelas.

        Cenaré sola.

 

En CasaChina. En un 23 de Diciembre de 2020

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

  (Moribundarios)   Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar que es el morir Jorge Manrique. 83/2024 A mi lado, −co...