VA DE...Batiburrillo literario

domingo, 3 de mayo de 2020

VIERON VOLAR COMETAS



79/2020

(Croniquilla del Viruso Coronado – 53)

−Cordia XVII−



“Toda la noche oyeron pasar pájaros”[i]




            Las últimas palabras de Ulio le habían roto el corazón al VIEJO pregonero. En otros tiempos él hubiera cruzado la calle, hubiera agarrado por la pechera a aquellos forasteros y los hubiera metido de cabeza en el pilar; y ya de paso, hubiera arreglado con los municipales dos o tres cuentas pendientes. Pero ahora… ¡Qué podía él hacer ahora!, cargado como estaba de años y de desesperanza, y, encima, acosado por aquel mal bicho invisible que era el Viruso, y engatusado por el otro no menos dañino que era su querencia llena de aversión por la Ñica, la mala pécora que, desde la ventana de enfrente, hacía acopio de mala leche cortada para dar el parte diario a quien tuviera que dárselo. Porque si de alguna cosa estaba él seguro es de que la Ñica había sabido cultivar y sacarle provecho al churreterío que su madre, la Toña, instituyó como marca de familia; y del esportillo de chismes que su madre le dejara en herencia había sabido cosechar la hija un quintal para atrojarlo. Por comprobar lo que estaba pensando, el buen hombre agitó la mano por detrás de los cristales como si estuviera saludando, y no había pasado un segundo cuando vio moverse el visillo de la Ñica dejando a la vista una mano sube-y-baja, con el dedo corazón tieso hacia arriba.

           Estaba visto que la chismosa había montado su guardia con la misma santa paciencia con la que los municipales montaban la suya, paseando arriba y abajo por delante de la casa de la Cordia, aunque procurando guardar las normas sobre espacio que debían dejar libre entre paseantes: el Blasillo, delante, marcando el paso; el Jaro, por en medio de la calle, pero unos cinco o seis pasos detrás del Sillo, como un perrillo faldero recién apaleado.

           El coche de los intrusos seguía parado delante de la puerta de enfrente, y la puerta permanecía cerrada a cal y canto desde hacía más de una hora.

Nelo se apostó en su “puesto de mando” dispuesto a no perderse detalle de cualquier cosa que sucediera y a la que él pudiera acceder sin correr el riesgo de tener una agarrada con los municipales. Pero pasaban las horas y nada se movía en la calle que no fueran los pobres agentes, afectados sin duda por el sol, que comenzaba a picar según crecía la mañana; y, de vez en cuando, el visillo de la Ñica.

          Y el Moro, el perro callejero sin dueño, con aquel nombre que se le puso en recuerdo del otro Moro, al que le decían el perro de los entierros de Fernán Núñez, que a esas horas solía acercarse en busca de lo que la Cordia le sacaba cada día, y que en esos momentos lamía con resignación el comedero vacío.

           Hacia las dos de la tarde, Nelo comenzó a sentir que su estómago reclamaba atención urgente, pero no quería abandonar la vigilancia, de manera que corrió hasta la cocina, se preparó a toda prisa un tomate abierto con sal gorda y aceite por encima, un canto de pan, y cogió de manera apresurada dos sardinas arenques que ni siquiera se molestó en limpiar. Ya lo haría al llegar a la sala.

         No había tardado más de cuatro minutos cuando ya estaba de nuevo en la ventana, con el corazón en un puño ante la posibilidad de que, durante su corta ausencia, se hubieran llevado al Ulio de la misma mala manera con la que el día anterior habían arramplado con la Cordia; pero su alarma se calmó al ver que nada allí afuera había cambiado: el coche raro de cristales tintados seguía aguantando la solanera; la calle, vacía; los visillos de la ventana de la Ñica haciendo visajes de tiempo en tiempo. Solo los municipales habían desaparecido. “También las criaturas tienen derecho a merendar” −se dijo Nero−; y de inmediato se le vino a la cabeza la posibilidad de atravesar la calle e ir a ver qué pasaba en casa de su vecino, idea que desechó de inmediato; de poco servía que los municipales no estuvieran allí para incomodarlo por quebrantar el encierro, porque los que había dentro de la casa de la Cordia sin duda podrían ser mucho más peligrosos que la propia autoridad municipal. Pero ¿qué estarían haciendo aquellos forasteros en la casa de los vecinos durante tanto tiempo? −rumiaba Nero, al mismo tiempo que arrancaba una doble página de una revista pasada de fecha para envolver por separado cada una de las sardinas arenques. Echó otra mirada a la calle para asegurarse de que no se le escaparan los acontecimientos; entreabrió los postigos en previsión de que le llegara el más mínimo rumor desde fuera si es que se distraía. Si algo pasaba, si se abría la puerta de la Cordia, o si sacaban al Ulio, estaba seguro de que no sería el silencio lo que reinara allí afuera. Tras una última ojeada, y después de asegurarse de que las sardinas arenques estaban liadas según convenía, colocó la primera en el quicio de la puerta, la entrecerró procurando aplastar el envoltorio lo suficiente, pero sin excederse en la presión. Cuando creyó que estaba a punto, llevó el grasiento envoltorio hasta el azafate que había dejado momentos antes encima de la mesa camilla. Un nuevo vistazo hacia la calle, donde constató que todo seguía igual, le permitió repetir con cierta tranquilidad, aunque sin perder tiempo, la operación de aplastamiento con el segundo envoltorio, tras lo cual se arrellanó en su sillón y fue desenvolviendo las arenques con toda la parsimonia que ahora le permitía tener la vigilancia restaurada.

          Comprobó que las maniobras del despanzurramiento en el quicio de la puerta habían dado el resultado apetecido. Las sardinas se dejaban desescamar y destripar sin dificultad alguna, sacando a la vista aquellos jugosos lomos carnosos y rojizos que, unido al característico olor a salazones y grasa de pescado, le provocaron una abundante salivación. Fue ese ritual del descame de las sardinas el que le recordó una dificultosa escena con su madre: “¿Ves, hijo mío, para qué necesitas tú a ninguna pelandusca en tu vida cuando, por saber apañarte solo, sabes hasta la mejor astucia para pelar las sardinas arenques sin necesidad de que te las manoseen otras manos?”. Aquel día ya lejano, pero siempre presente, no pudo contenerse, y le respondió a su madre de mala manera; como no había hecho nunca: “Sí, madre, lo de pelar las sardinas, y alguna cosa más, ya me lo ha enseñado usted de sobra. ¿Pero ha pensado usted que un hombre necesita algo más que saber pelar unas sardinas arenques?”. Recuerda Nelo que, cuando ella respondió, torcía los labios hacia un lado con el mismo gesto con el que colocaba la boca cuando se acercaba al reclinatorio, y él le apretaba la bandeja por debajo de la barbilla y la mantenía hundida a aquella papada temblona mientras el cura le depositaba la hostia en su lengua gordezuela y babeante:

          “Para eso está tu madre aquí; para comprarte cualquier alivio que precises, y tantas veces como las precises” Eso había respondido su madre aquel día. Luego, tras echarse mano a la pechera, había puesto encima de la mesa un liotillo con varios billetes de veinte duros. “No creo yo ni que te cobren más por el alivio, ni que tenga yo que señalarte dónde está la casa del final del Ejido, ni que eso sea pecado, siendo como eres ya un hombre con sus necesidades. Distinto sería que fueras una mujer y te convirtieras en una calentona. Además, por si acaso, ya me ocupo yo de rezar por ti y por tu perdón, suponiendo que nuestro santísimo Señor ponga reparos”.

           Se regaló Nelo un largo trago de vino que le sosegó los recuerdos; arrancó con los dientes un gran bocado del lomo de una de las sardinas, mordió con ansia el canto del pan  –“ya sé, madre, que el pan no se muerde, sino que se corta el pedacillo justo que quepa en la boca; pero hoy me sale de mis santas partes hacer las cosas a mi manera y no a la tuya”− y miró hacia la acera de enfrente donde, como en la suya misma, el sol de las tres de la tarde caía a plomo debido a esa orientación norte-sur de la calle que impedía que las edificaciones alcanzaran a prestar el amparo de sus sobras en momento alguno.

          Terminó de comerse las sardinas sin demasiada prisa. Luego, chistó despacio por entre los postigos y arrojó a la acera las cabezas y las tripas y esperó el tiempo suficiente para que en la ventada de la Ñica se soliviantaran los visillos, y el perro callejero salvara de dos saltos la calzada y arremetiera contra aquellos desperdicios con los que suplía la indigencia de su plato de comida vacío, junto al que regresó nada más dar cuenta de tan sabroso aperitivo. Acabó tendiéndose cuan largo era en el escalón de la Cordia, apretando su barriga contra los ladrillos del peldaño, mientras hurgaba con su hocico por entre la ranura de escalón y puerta y dejaba escapar un casi imperceptible aullido tristísimo.

         Por lo demás, todo permanecía en calma como desde por la mañana, salvo aquel calor tan impropio de un dos de mayo; un calor aflictivo y pesado que crecía por momentos, recalentando la habitación hasta extremos casi sofocantes.

          A esas horas, y en circunstancias normales, Nero estaría en la alcoba del fondo, a salvo de la solanera de las habitaciones de la fachada; pero no podía abandonar a su vecino después de haberle escuchado pedir auxilio esa mañana de manera tan desgarradora. No es que el pudiera hacer mucho más, pero, por lo menos, allí estaría él montando guardia sin saber muy bien qué utilidad podía tener aquella espera que empezaba a hacerse tediosa.

          De manera automática apretó el mando del televisor con ánimo de distraerse un poco, y con un giro de cintura alcanzó el interruptor con el que puso en marcha el ventilador del techo, cuyas aspas empezaron a regalarle un cierto alivio, tanto con su aire como con su ronroneo.

            En la televisión pasaban revista a las condiciones en que por fin se podría salir a la calle después de tanto tiempo de encierro. El ventilador del techo seguía compadeciéndose de él. Una voz que le sonaba muy lejana hablaba de que “Los Vigilantes Policiados” −así debían llamarse en la capital− habían recibido órdenes de estar muy atentos a que se cumplieran las normas de la suelta del personal. Sin embargo, parecía que algo muy raro debía estar pasando tras todo el día a la espera. Al parecer, llegada la hora de salida de los deportistas, las calles habían permanecido vacías, aunque lo habían tomado como algo natural, puesto que las seis de la mañana no eran horas de ponerse en pie tras tantos días de holganza, y mucho menos de salir a galopar como potros a los que se les da cuerda en el picadero para acondicionarles el paso.

           Pereciera, por la imprecisión con que le llegaban las voces a Nero, que no quisieran o no supieran concretar qué era lo que estaba sucediendo. Según entendía él, las calles habían seguido vacías a lo largo de toda la mañana. Tampoco los ancianos, reclutados para la franja horaria de 10 a 12, habían dado señales de vida. Luego el Presidente, que desde días atrás había prescindido de su anterior “Equipo Técnico” de manera sospechosa, había justificado la ausencia de ancianos en las calles achacándolo a una posible pérdida de masa muscular que les impedía salir tras más de cuarenta días sin mover las piernas.

            Donde más tartamudeos se produjeron fue en la manera de disculpar la ausencia de los niños llegada la tarde. Pero −escuchaba a lo lejos Nero− en pocos minutos llegaría la hora de los aplausos y volvería la normalidad a balcones y ventanas.

         Debían haber soltado todos los drones disponibles para la vigilancia a tenor del ronroneo que le llegaba a Nero desde arriba, y alguien, como si se supiera sus más ocultos pensamientos, lanzaba publicidad de un libro que hacía mucho tiempo que a él le había prestado la Cordia: “Toda la noche oyeron pasar pájaros”.

         De repente un estruendo sonó a manera de llamada de alerta general antes de informar sobre un nuevo suceso insólito. Al parecer, aquel dos de mayo de inicio de liberaciones controladas, las gentes de todos los lugares conocidos, en lugar de aplaudir a los sanitarios como cada día, habían decidido rendirles homenaje a todos los muertos a causa del Viruso, y muy especialmente a los ancianos que habían muerto solos, sin un último abrazo, y sin que a sus familiares les dieran razón.

       Según decían en la televisión, nadie podía explicarse cómo se había puesto de acuerdo un país entero; pero lo cierto era que, desde todas las ventanas, desde todos los balcones, desde cualquier hueco imaginable, se estaban volando cometas.

Miles; millones de cometas.

       Cometas negras que tiñeron de luto el cielo recalentado, mientras que los iracundos supervivientes aporreaban los cristales de sus ventanas y gritaban con desesperación los nombres de los ausentes.


        −¡Nero! ¡Nero! 


          Los golpes lo estaban enloqueciendo.

       −¡Nero, despierta, por tus muertos, que tenemos que hablar!

       La cara de Ulio al otro lado de los cristales aporreados por sus puños era una pura desventura.

           Detrás de él el cielo era una cometa inmensa y oscura guardándole el luto a los desaparecidos.



Insomne en CasaChina. En un 2 de Mayo de 2020


[i] TODA LA NOCHE OYERON PASAR PÁJAROS: sinopsis:
Una familia inglesa ligada a los negocios marítimos se traslada a vivir a un puerto del sur. A partir de los vínculos que establecen sus miembros con la sociedad portuaria de la zona se desarrolla, con una sinuosa astucia selectiva, un mosaico de relaciones en el que se confunden el vértigo enfermizo de la memoria y la incoherencia del presente. Toda la noche oyeron pasar pájaros refleja la erosión de una realidad artificialmente apuntalada por equívocos morales, violencias congénitas y fraudes educativos. El tiempo narrativo del relato abarca desde la pura reflexión -la adaptación familiar a un mundo obsoleto, los lastres de la guerra civil, las zonas prohibidas del erotismo, las navegaciones fantasmales- hasta el núcleo de la acción del relato. Como es ya habitual en su narrativa, Caballero Bonald crea una tensión ambiental en la que la inminencia de lo inverosímil impregna toda la novela y donde la idea del absurdo se engrana con un proceso de decrepitud humana. Toda la noche oyeron pasar pájaros es una inquietante historia de desintegración social que demuestra el dominio del lenguaje y de la técnica narrativa de uno de los mayores escritores contemporáneos.

viernes, 1 de mayo de 2020

VISITA AL AMANECER


 78/2020

(Croniquilla del Viruso Coronado – 52)
−Cordia XVII−

Entre salvar una vida o a un político, prefiero la primera.
(Escuchado en la radio)

        Unas veces dormitaba y otras husmeaba como un hurón desde su puesto de observación privilegiado, el mismo que, en vida de su madre, había utilizado ella para tener vigilada casi toda la calle, de arriba abajo, con un mecanismo tan sencillo como el de haber colocado el aparador frente al sillón que había sido su sitial en la mesa de camilla de al lado de la ventana, de tal manera que desde el sillón veía a cualquiera que subiera la calle; y por los espejos del aparador, con sus tres paneles diestramente sesgados en distintas direcciones, tenía vigilados a quienes bajaran, a los que estuvieran en la acera de enfrente y el entrar y salir de las puertas más cercanas.
          Por eso no se le escapó al Nelo lo que pasó el día anterior, cuando aquel coche tan raro, con la Cordia dentro, salió a escape calle arriba, hacia la salida del pueblo, no sin que antes el que guiaba, tras bajar el cristal ennegrecido de su ventanilla, hubiera hablado de manera poco templada con Blasillo, como si le estuviera dando instrucciones que, por los gestos del pobre municipal, pareciera que no acababa de entender lo del todo lo que se le decía, o que no se aviniera a obedecer lo que se le ordenaba. De lo que se hablara en aquel sucederse de aspavientos de manos del que estaba dentro del coche, y del aparente aturdimiento o irritación del municipal, que remató cuadrándose como si fuera un soldado raso a punto de sufrir un arresto, nada pudo escuchar el viejo pregonero, porque algo le aconsejaba que no se hiciera presente ante los extraños levantando la persiana, o abriendo los postigos, que siempre soltaban una especie de lamento escandaloso por falta de engrase. Además, no era cuestión de disimular, porque nadie hubiera entendido que se abriera una ventana cuando afuera soplaba semejante solano, desapacible y valentón, que aconsejaba más clausura que bureo.
           Cuando el coche de los cristales negros arrancó y se perdió en la primera curva de la carretera, tras las últimas casas, creyó llegado el momento de satisfacer su curiosidad y, tras abandonar “el puesto de mando”, como a él le gustaba llamar al viejo sillón de su madre, se dirigió a la puerta, sacando medio cuerpo fuera pero sin traspasar el escalón, desde donde pudo comprobar que la pareja de municipales seguía merodeando por allí, aunque pareciera que estaban buscando escondrijo entre la fronda de los jazmineros que crecían con exuberancia en algunos alcorques de los árboles callejeros.
            −¿A dónde va la Cordia? −tanteó Nelo, cuidando de no ponerle a su tono mayor ímpetu, a pesar de lo cual fue consciente del repullo que sus palabras causaban en el Jaro, y del gesto con el que Sillo, el de más edad, trataba de contener cualquier inconveniencia de su compañero.
           −¿La Cordia? ¿Es que va a algún sitio? −disimuló Sillo como si no fuera con ellos el asunto.
           −Digo yo que así debe ser cuando la han subido al coche que acaba de irse como si algo preciso la sacara de su casa. Y vosotros de ayudantes de campo de los forasteros ¿no?
            −Mira, Nelo, ¡pa qué nos vamos a engañar! Mejor será que ni tú ni nosotros metamos los hocicos en sartén ajena, porque podemos chamuscarnos los morros.
           −¿Entonces, qué es lo que hay que hacer? Sacan a una vecina de su casa sin que ella sea conforme como saltaba a la vista; la meten en un coche con las ventanillas negras como un tizón, cual si fuera una forajida pillada infraganti, ponen firme a la autoridad que se supone que sois vosotros, y se la llevan vete tú a saber a dónde, como se acarrean los cochinos al matadero. ¿Y todavía te atreves a decir que interesarse por algo tan sin razón es meter los morros en sartén ajena?
Con dinero o sin dinero
yo hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la leyyyy…
              −Y tú, Ñica, deja la monserga para mejor ocasión, que no estamos para serenatas −le vociferó con rabia mal contenida a la ventana de enfrente, desde la que, por entre las lajas de la persiana de madera pintada de verde, salía la estridencia del desafine.
       ¡Cómo podía él seguir enganchado de aquel mal bicho de mujer siendo como era una pura malignidad con patas! Como no fuera porque de seguro que la muy pécora seguía entera, y a él le picaba lo de desflorar palomas casi tanto como lo de pedorrear cornetas…
          Sintió Nelo que la sangre se le estaba subiendo a las sienes. Se tentó los lóbulos de las orejas y constató que le echaban fuego; se llevó los dedos a la altura del tercer botón de su camisa de franela, y percibió un estremecimiento que manifestaba que algo estaba trajinando detrás de las costillas sin guardar el compás que debiera guardar, y supo que era el mejor momento para meterse en su casa por el mismo sitio por el que había salido, antes de acabar por decirles a aquellos tres lo que pensaba de ellos sin haberse tomado antes la pastilla de la tensión. Cuando se retiró del escalón soltando la manija, el viento se arremolinó de tal manera que empujó la hoja, pillando entrepuertas la cortina de estameña de la trasera, lo que lo obligó a volver a abrir para rescatar la colgadura, tomándose el desahogo de colaborarle al solano con un feroz portazo final. No sin antes aliviarse la presión encorajinada del pecho lanzando su último dardo a los agentes:
            −Como le pase algo a la Cordia por culpa vuestra, tened por seguro que os sajo y os destripo como a cochinos.
“Dirás que no me quisiste
pero vas a estar muy triste
y así te vas a quedarrrr.
                  −¡Serás cipote!
             Pero eso no lo pudo escuchar nadie; ni los municipales, ni la Ñica, a quien iba dirigido el cohete, porque ya estaba él dentro de aquella casa donde el ánima de su madre seguía abochornándolo, sofocándolo y confundiéndolo desde cada rincón donde quiera que buscara refugio.
          De sus tiempos de monecillo con don Tolino heredó y conservó sin remedio un acusado espíritu crítico, junto a un miedo reverencial que lo encasquillaba, por no saber nunca cómo hacer las cosas para no irritar al cura, (“que acercame más el acetre, que no alcanzo con el hisopo…, que no le arrimes a la barbilla la bandeja a esa espingarda que viene a comulgar con los labios pintados…, que dónde se habrá dejado la muy impía de la Blasa los manguitos…, que a ver si, cuando pasas el cestillo, se estiran algo más con las limosnas esa cuadrilla de beatas…, que no habrás metido mano en el cepillo de san Pascual, que no llega la recaudación ni a siete gordas…” “¡Que si yo te contara lo que tengo que escuchar en el confesionario sin acordarme de que uno también es un hombre…!”).
         Ese espíritu crítico injertado por el cura se lo reforzó su madre en el contorno doméstico desde bien chico, como si él fuera el culpable de lo que pasaba en el mundo: (“que mira las horas que tiene tu padre de llegar a la casa…, que a ver si alguien saca la mierda del gallinero antes de que a nuestras ponedoras les entre la variola de las gallinas que ya ha arrasado la mitad de los corrales del pueblo… ¡Que vais a enterrarme entre todos…!”). Y él, por el solo hecho de ser hijo de un padre que nunca llegaba a su hora, y por haber nacido machillo, que al parecer era las dos causas principales de que las madres fueran tan desdichadas, se sentía culpable de todo lo que pasaba a su alrededor, aunque no supiera muy bien qué era lo que pasaba; y la culpa lo hundía en un pozo de desaliento de paredes lisas e imposibles de escalar, a causa de aquella desazón en la que vivía su madre, quien, según pasaban los años, y sin acabar de encontrar consuelo o sosiego en las novenas, triduos y ejercicios espirituales en los que pareciera que se distraía algo, le confirmó en su acritud con la eterna cantinela de “¿que no tengan que decir de nosotros!”. Y con aquel “nosotros”, extendía a todos los miembros de la familia, que no eran otros que su padre y él, cualquier malhacer de uno solo.
            Lo peor fue lo de las novias: “que si a ésta le hace hopos la falda; que si a la otra le asoma el viso; que algo tendrá la Sita cuando no se le arrima ningún mozo del pueblo. Que si la Ramona es una pelandusca que no te conviene porque ha salido a los suyos… ¡Que tú debieras pretender a la Cordia, que es hija única y tiene buenos posibles que heredar! “¿O qué te piensas tú? ¿Qué no te he visto cómo se te abulta la portañuela cuando la miras en el baile?”.
          Eso último nunca lo había mentado delante de nadie, porque no era cosa de afrentar al Ulio, que la pretendió primero y desde bien chico.
            Si a resultas de todo eso, mostró él alguna inclinación hacia la Ñica, no era otra cosa que un postizo; una manera de ponerle un parche al agujero por el que se le escapaba el alma cada vez que miraba a la Sita, o a la Tiana, o a la Narda...
           O −para qué iba a engañarse− a la Cordia, como decía su madre.
           Pero, estaba claro: sin olivas que heredar, sin padre con el que condolerse de que se lo llevaran a la construcción del pantano y no volviera, y sin oficio mejor que el que le dieron como pregonero del Ayuntamiento, por haberse enseñado en lo del cornetín cuando fue a la mili, y para taparle la boca y compensar del accidente de los barrenos defectuosos que lo dejaron sin padre, no estaba la cosa para que moza alguna quisiera arrimo con él por muy buen mozo que fuera.
            Cavilando entre sueños estaba Juanelo sobre las cosas del pasado y del presente cuando, desde los postigos entornados sintió los golpes del llamador en la puerta de enfrente. El día recién amanecido, al contrario que la tarde anterior, daba señales de luminosidad intensa, hasta el extremo de que las vestimentas de quienes esperaban detrás de los que aporreaban la puerta de su vecino Braulio se asemejaban a las túnicas de los ángeles que salían en no recordaba qué película, aunque sin túnicas. Más bien con calzones de astronauta. Hasta los pies los llevaban embutidos en talegas blancas de tal manera que, vistos a la luz del amanecer, pudieran confundirse con un cargamento de costales de harina a la espera de ser cargadas en un vagón de mercancías.
           Quienes aporreaban el llamador, en la delantera de los astronautas, eran los dos municipales; el Sillo y el Jaro. Pero Ulio no respondía a la llamada.
            ¿Y si al pobre Ulio le hubiera pasado cualquier cosa durante la noche sin que su Cordia pudiera auxiliarlo?
        −¿Se les ofrece algo? −quiso saber desde su ventana, sin que los visitantes de sus vecinos dieran señales de haberlo escuchado.
            Repitió la pregunta; y solo entonces uno de aquellos encapuchados sin rostro, por lo que pudo ver él al arrodearse, llamó la atención del Jaro quien atravesó la calle:
         −Nelo: será mejor que ni te des por enterado de este asunto o todos en el pueblo saldremos malparados. Anda métete para adentro. Ya hablaremos cuando pueda ser.
              No le dio tiempo a replicar. En ese momento se abrió la puerta de Ulio, y antes de que él saliera, uno de ellos empujó a quien abría, y todos los demás entraron en tromba a la casa, cerrando a sus espaldas la puerta ante la que quedaron los dos municipales como dos perros apaleados.

             Bueno, los municipales y la voz desalada del Ulio:

−Nelo: llama a alguien. No permitas que estos me atropellen.

Inquieta en CasaChina. En un 1 de Mayo de 2020

ELENA CAMY RUS EN MI MEMORIA

  (Moribundarios)   Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar que es el morir Jorge Manrique. 83/2024 A mi lado, −co...