VA DE...Batiburrillo literario

sábado, 18 de marzo de 2023

DESDE LOS VENTOSOS ATOCHARES DE SIERRA MÁGINA


Porque no habrá otro día 18 de Marzo, de 2023, escribiré tu nombre con mayúscula, Marzo.

 29/2023

        Al tiempo que sanan y cauterizan ponzoñas, hay palabras que, en cuanto se menean, escuecen como granos de sal gorda metidos en las heridas del tiempo.

      Fue ayer…

      De repente pensé que es como si hace mucho tiempo alguien, sin darse cuenta de que estaba hurgándome en una escocedura, me regalara dos palabras desde las que nacer: ---SIERRA--- y ---MÁGINA---, como quien ofrece dos garbanzos, secos como el río Cuadros por agosto, y duros como balines en una boca sin dientes, para que una los ponga debajo de la genuflexión de las rodillas trotamundos a la hora de hacer penitencia por tantísimos abandonos.

         Claro que esos dos garbanzos ya me los obsequiaron nada más nacer.

        Como con dos garbanzos con nombre propio no iba a quitarme el hambre de lo mío, −pensé mientras me refocilaba en mi cuna−, enterré mis dos palabras recién estrenadas muy dentro de mí y me eché a esperar hasta que aprendiera a andar sin necesidad de taca-taca.

        Y tengo caminado lo mío… ¡Vaya si tengo caminado!

        Es curioso: a pesar de los ariscos andurriales por los que iba atajando vida, las dos palabras de los inicios germinaron, enraizaron, brotaron, florecieron y fructificaron con ese sabor salitroso y tozudo con el que prosperan las matas de garbanzos para sabrosear tallos solaneros y espantar gorgojos advenedizos.

        Ahora, con los años, tengo cientos de palabras nacidas de aquellas dos iniciales SM. Con todas ellas lleno cada día hojas y más hojas de cuadernos hasta que su consustancial salitre me arranca escozores, que, a pesar de todo, son como consuelos pronunciables. Vaya: como una llamadas de alerta a fajina cuando se anda ya con el estómago desolado.

         ¡Palabras y más palabras atrojadas sin descanso, hasta tener los lagares a rebosar, y no precisamente de palabras de desecho!

       A estas alturas no está la cosa para mercadear con mis palabras y cambiarlas por calderilla. 

       Así que, ahí las tienen: hasta que el tiempo disponga, se regalan palabras en buen estado.


En Jaén. A 18 de Marzo de 2023

 

domingo, 12 de marzo de 2023

ORATORIA: una esperanzadora actividad escolar en mi tierra

 


Tablero de aprender a hablar …y a pensar

DICEN…

DIGO YO…

 

Anamnesis:

Esta no me la sabía. Es como el interrogatorio de un fiscal a un condenado, solo que con bata blanca de las de curar sin condena previa.

 

Bizarro:

¿Hablando de Tito Berni?

 

Casposo:

Si hablan de lo de corrupciones, ellos son el reflejo visible de lo que nosotros elegimos

 

Oratoria

Esa asignatura que hace realidad el “Habla, pueblo, habla…” sin insultar, y nos devuelve la esperanza de un mundo mejor.


Tosiriano

Esta no se la sabe ni el corrector de Word.  Natural de Torredonjimeno

         Cada día leo el DIARIO JAÉN, esa papela entrañable a la que yo llamo mi “cordón umbilical”; el mismo que me nutre y me mantiene unida con mi tierra. Mientras leo, voy seleccionando e incorporando a una tabla las PALABRARUSAS con las que nutrir poco a poco mi vocabulario.

        Suelo detenerme en algún segmento de lo que allí escriben otros, y que los lectores hacemos nuestro por el solo hecho de leerlo. Hoy me quedo con lo de la página 17, y con la palabra ORATORIA: esa actividad escolar de la que se nos da noticia, y que, aburrida como me tienen algunos estrados patentemente mejorables, me sugiere la frase que anoto en mi TABLERO DE APRENDER A HABLAR… Y A PENSAR.

Son estas actividades las que nos devuelven la esperanza en las nuevas generaciones.

 En CasaChina. En un 12 de Marzo de 2023

 

 

miércoles, 8 de marzo de 2023

EN VALENCIA (Certificada sin acuse de recibo)

Al hilo de la palabra "CENCERRADA", del "EXPRESIONARIO DE MÁGINA"

(Certificada, pero sin acuse de recibo)

17/2001                

Querida hija:

No voy a andarme con rodeos. Estoy en Valencia. O, por mejor decir, don Valerio y yo estamos en Valencia. Sí, don Valerio; el MaestroEscuela de Salinas. Estamos juntos. Pero no con uno de esos viajes organizados para viejos. Estamos los dos solos, viendo cómo se le suben las colores a la Albufera por la tarde, Dios sabrá de qué vergüenzas de lo que tiene visto.

Hemos escuchado vuestro anuncio en la radio, en eso del “Servicio de Socorro de Radio Nacional” y, aunque no termino de discurrir a qué viene tanta preocupación, te escribo seguidamente. De verdad que, después de tantos meses en la Residencia sin noticias vuestras, no esperaba que nos publicarais como a los desaparecidos por tres días que hace que faltamos.

¡Lo que tiene una que ver! Cuando las hijas de Don Valerio y vosotros, con las habladurías y las rencillas, no podíais ni miraros a la cara. Y ahora, con lo del anuncio de la radio, parecéis uña y carne mentando a vuestros viejos y publicándonos como si fuéramos las coplas dedicadas.  

Hablando de la radio, sabréis que ha sido oyéndola como nos entró el regomello de hacer lo que hemos hecho. Ya habréis oído que los del Gobierno han dicho que los viudos no vamos a perder la pensión si volvemos a casarnos. Y a eso hemos venido Don Valerio y yo a Valencia, a casarnos. Bueno; ya lo he dicho. Y me entra la risa, −perdona, hija−, figurándome tu cara, con lo mirada y melindrosa que tú eres.

Que don Valerio y yo nos quisimos de mozos ya lo conocíais, y de ahí vinieron en el Pueblo, como sabes,  los desaires entre la familia de tu Padre, la mía y la de don Valerio. Él y yo que éramos de los pocos que teníamos algunos estudios, así que “cada oveja con su pareja” que rezongaban los míos, como se decía antes. Que “mujer leída no podía ser buena” que decían los de tu padre; y que “plato de segunda mesa era malo de catar” porque “catado estaba” le decían a tu Padre los amigos cuando se juntaban.

Sabiendo eso, no te extrañará que estuviéramos en boca de todo el mundo porque ahora habíamos vuelto a hablarnos a destiempo como una chochez vergonzosa.

Lo de “todo el mundo” es mucho decir. Me refería a ese “todo el mundo” que es una Residencia de Ancianos. Y ahí en el Pueblo…, que ya sé las murmuraciones que habéis tenido que apechar tus hermanos y tú, y las hijas de don Valerio. Pero te juro por todos los de mi sangre que mientras estuvo vivo nunca le falté a tu padre que en santa gloria esté ni con el pensamiento. Don Valerio y yo tonteamos de mozos; para qué lo vamos a negar. Pero nos empezamos a olvidar como pudimos cuando se fue a la mili y se reenganchó de voluntario todas las veces que le dejaron para poder comer caliente −que en el Pueblo no encontrabas ni nabos en los malditos años del hambre−. Y nos terminamos de olvidar cuando volvió y yo ya estaba bien casada por la iglesia. Que encima tenía que agradecerle a tu padre que me matrimoniara, habiendo estado de novia con otro antes que él.  Ni mirarnos a la cara de cerca le consentí a don Valerio cuando llegó. Y bien que más de una vez se fijó de lejos en los verdugones que me dejaba en ella la correa de tu padre cuando lo malmetían en la taberna y le agarraban los celos en una de sus borracheras; o cuando se jugaba el jornal al tute en una sola tarde, y teníamos que comer de fiado el resto de la semana hasta que le pagaban. Lo malo era cuando se juntaban dos o tres semanas sin cumplir con la cuenta de la tienda y no querían fiarme. Entonces me tundía de una manera… Tú te recordarás, …que ya eras grande, y alguna vez recibiste por meterte por en medio.

“Mira, María, −me decía la tendera con ojos de lástima−, si fuera por ti, te daría de fiado por un año. Pero, hija; con ese chalao de hombre tuyo, tendrás que entender…”. 

Yo me iba calle abajo con el miedo metido en el cuerpo, cavilando en qué ponerle en el plato para que tu padre, mal que bien, llenara el estómago, y se olvidara de la correa. Pero ya no le echo cuentas a aquellos años de vapuleos y de hambre; bien lo sabes tú;  y, como te digo, que Dios lo tenga en su santa gloria.

       Cuando te porfié para que me trajeras a la residencia, porque la casa se nos estaba quedando chica, −que mira que has parido hijos−, y cuando te vi de irte el primer día desde la ventana de mi nuevo cuarto, se me partió el corazón teniendo que apartarme hasta de las cosas más insignificantes que había tenido en el mundo. Pero, como te dije, los viejos nos volvemos demasiado chinchosos. Y un poco sucios; para qué lo vamos a negar. ¡Si hasta yo misma me huelo el tufo de la vejez cuando arrimo la nariz a mis manos! “Para qué vas a castigar al mocerío con tu presencia”,  −me decía cada día que pasaba en la casa−.

       Por eso tentaba las cosas tantas veces; me estaba despidiendo de mi mundo.

Por lo menos, en la residencia, todos juntos, parece que nos prevalecemos mejor de nuestros achaques porque siempre hay alguien peor que tú. Tan “peor” que en los años que he estado allí no pasaban tres días sin que alguno de los compañeros dejara de sentarse en el comedor a la hora del desayuno. Pero sabrás que ninguno preguntábamos, porque por adelantado se nos alcanzaba la razón de la ausencia. A alguno de los que llegaban nuevos, y no conocía el cada día, siempre se le escapaba la pregunta. Pero, después de la primera vez, nunca volvía a averiguar. ¡Si supieras lo deprisa que aprendemos los viejos y lo poco que queremos saber de la muerte! Ya lo apreciarás tú si Dios te da vida; que así sea.

Pero me estoy retirando de lo que quería decirte en esta carta. En eso tenías razón de enojarte; que nunca he sabido ir al grano cuando quería mentar algo. Será por el aprendizaje de tantos años;  por lo difícil que era entrarle de frente a tu padre, que Dios guarde en su gloria, sin que te soltara un sostrazo.

Como te decía, no teníamos en nuestros cálculos Don Valerio y yo el que la vida nos juntara finalmente en la residencia; será que el destino lo dispuso así para que a los dos nos dieran plaza en ella, y así aliviaros a vosotros del quehacer de cumplir con los viejos y a nosotros de la pena de no tener sitio entre los jóvenes en nuestras propias casas.

Vernos y encenderse el antiguo querer fue la misma cosa; que a los viejos, aunque no te lo creas, nos bulle el corazón con más apremio si cabe que a los que tenéis tanta vida por delante. Y si no nos hemos casado antes fue por lo de no perder la viudedad; más que nada, por no privaros a vosotros, que tantas bocas tenéis que tapar, de lo que queda de nuestra pensión después de pagar la residencia.

Además, ya me dirás de qué íbamos a vivir los dos. ¡Porque, mira que era tener mala sangre eso de quitarle a los viejos la pensión si volvían a casarse!

Si tú supieras cuántos viejos he visto queriéndose a escondidas en aquella triste casa donde nos tienen apartados como espuertas, y con el miedo royéndoles los entresijos por si los dejaban sin los dineros y sin tener que echarse a la boca si perdían su pensión… ¡Cuantos se hubieran casado si…!

¡Ay!, perdona otra vez, hija, que ya dejo de desbarrar y sigo a lo que estábamos.

Pues te diré que cuando han radiado lo que ha dicho el gobierno, que ya no nos quitan la pensión, nos hemos figurado volver a lo que nunca fue, y no hemos querido esperar más.

Ni tampoco queríamos seguir arrinconados como capachos viejos.

Como ya te conozco, tú me dirás que, a fin de cuentas, juntos estábamos en la residencia, y que qué necesidad teníamos de dar el campanazo. ¿Para qué teníamos que menear el agua ya remansada y enturbiarla otra vez? ¿Verdad, hija?

Lo que no puedes comprender todavía, hasta que no empiecen tus huesos a helarse como los nuestros, es el frío que se te mete por el cuerpo en la soledad de las larguísimas noches sin sueño de la vejez.

Te contaré: cuando, por las noches, teníamos que irnos cada uno a nuestro cuarto, don Valerio y yo nos mirábamos sin hablarnos ni siquiera, preguntándonos con los ojos si al día siguiente nos juntaríamos para tomar el desayuno, o si nuestra silla sería retirada discretamente de la mesa por la mañana. Y tenías que haberle visto cómo se le eclipsaba el mirar. Así que ya sabrás por qué nos hemos casado; para poder darnos por las noches un poco del calor que nos queda. Y para morirnos juntos si podemos.

No te sofoques, hija; ya sé que siempre has dicho que con los años se me estaba perdiendo la vergüenza en la lengua. Pero, aunque sea una vez, y por carta, para no cortarme con lo que tengo que decirte viéndote ese mirar calcado del de tu padre que en paz descanse, tengo que referirte las cosas como son y como las siento.

  Don Valerio y yo, que tanto hemos esperado, no vamos a esperar ahora a la muerte sentados en la puerta de nuestro cuarto, mientras el cuerpo se nos dobla como si buscara ya la tierra. Queremos salirle al encuentro, cruzarnos con ella por el paseo y por la plaza del pueblo, echarle el último pulso y poderle hasta que ella nos pueda.

Nos hemos casado y nos hemos venido de viaje de novios viejos a Valencia, a una pensión junto a la Albufera, donde las puestas de sol, por las tardes, tienen la misma mansedumbre de nuestros años y el mismo color que nuestras tristezas. Aquí nos estamos, gastando lo que el pobre ha podido retirar de lo que sus hijas querían darle de lo que era suyo cada mes, y de lo que yo sacaba vendiéndole pañitos de ganchillo a los familiares de los otros viejos. ¡Con lo que a ti te desazonaba y te afrentaba mi comercio miserable!; ¿o te piensas que no me daba cuenta? Pero bien que te callabas cuando te daba para los reyes de tus hijos o para unas medias de nailon por la feria del Pueblo. Bueno, vamos a dejarlo así; que ya no me quedan muchos alientos para gastarlos peleándome contigo. Y menos ahora que estoy como reviviendo.

         Aunque te dé el último sofocón, lo que sí tengo que decirte, que ya lo hemos hablado mi marido y yo, −perdona, hija, que se me llene la boca por una vez en la vida diciendo “mi-marido”−, es que nos vamos a ir a vivir a la casilla que don Valerio se compró en la Rambla. Esa que está cerrada desde que él se fue a la residencia, y que ninguna de sus hijas ha querido porque no tiene corral donde meter las bestias y porque la alcoba y la sala son la misma pieza. Esa que tu Rogelio quería comprarles por cuatro cuartos porque decía que parecía un piso de capital. Pero vaya una cosa por otra. No tenéis que desazonaros por el pico de mi pensión que te quedabas tú después de pagar la residencia; que, con lo que ha acordado el Gobierno de no perder las pensiones, podremos vivir mi hombre y yo con lo que le pagábamos cada uno por la estancia, y aún ahorrar unos duros nosotros, que tan poco necesitamos ya, y que de tanto hemos carecido; y aún poder arrimaros ese remanente que siempre te quedabas de mi pensión. ¿O te pensabas que no lo sabía? Pero tampoco por los dineros no vamos a pelear a estas alturas, ¿verdad, hija mía?

Una cosa sí que quiero pedirte: que, en cuanto recibas esta carta, retiréis de la radio la proclama; porque verse publicado, aunque sea a la vejez, es como si te afrentaran.

Y hablando de afrentas, ya lo sé; que la primera noche que pasemos en el Pueblo, de madrugada nos darán la cencerrada que le echan a los que se casan de viudos viejos; pero mi hombre y yo la oiremos juntos, arrebujados en nuestra cama; y te juro que nos sonará como si fuera la serenata que no pudimos tener de mozos.

En lo que estás confundida, hija, es en la ropa. Ya no visto “bata negra y zapatillas de paño a cuadros”, que era lo único que tenía en la residencia. Mi marido, para la boda, aunque fue humilde y en misa del alba, me compró una saya de florecillas malvas y grises, unas medias de cristal,  una toquilla de lana y unos zapatos de piel como los que llevé una vez en la feria del Pueblo el año antes de irse a la mili. Y hasta velo de gasa llevé a la boda, aunque negro como me corresponde.

Para acabar, quiero pedirte que no te amargues por lo que vayan a decir tus hijos. O por lo que tú tengas que referirles. Ni siquiera por lo que tengan que oír. Yo que tú les diría, −para cuando puedan comprenderlo−, que quererse es mejor que pelearse, aunque lo que les hayan enseñado es que en lo de quererse hay mucho pecado. Y aunque uno tenga que quererse con un pie al borde de la fosa. Ahora estoy sabiendo, hija mía, lo que es un apego de verdad. Como verás siempre hay tiempo para aprender cosas, y para que la vida se enmiende. Te lo digo por si te vale de algo a ti.

He tenido que hacerme vieja para saber lo bueno que es tener un compañero. Te deseo, −y que Dios me perdone si ofendo a alguien−, que el tuyo se te cruce en la vida antes de morirte… Y perdona si me percaté a destiempo, poco antes de pedirte que me llevaras a la residencia, de que el Rogelio te había salido tan bravo como a mí tu padre. ¿Y qué podía hacer yo si no era irme de la casa antes de que yo le partiera la cabeza o él a mí me partiera el alma?

Ahora ya sabes lo que tenías que saber.

      Y sin más que decirte se despide tu madre que te quiere.

 

 Marineda 9 de Diciembre de 2001

 

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