(Historia universal de la moderna cocina)
170/2024
Con mi admiración por la "K"
Todavía hay quien recuerda con veneración los libros de cocina de un tal Karlos Arguiñano, prohibidos por perniciosos como sabrás hace ya demasiado tiempo, condenados a la hoguera hace menos, ejecutados no hace tanto, y de los que, los que saben a saber por qué, cuentan a hurtadillas que, quitando los que se guardan bajo llave en recipientes estériles en la caja fuerte de la Biblioteca Tóxica, aún existen algunos ejemplares clandestinos, legibles y bien conservados, ocultos en los lugares más inauditos que pueda imaginarse la mente humana.
Para que te hagas una idea, se dice que el último ejemplar localizado y condenado a la hoguera por los Rectores de la Censura Regimental estaba en una cantimplora abatible intervenida en el tercer sótano del pozo seco que hay en la bodega de una tal Saturia[1], de nombre, como verás, algo extravagante, y posiblemente pariente lejana del Arguiñano de marras cuyo nombre arrancaba de una “K” sospechosa.
El tal Karlos Arguiñano, según los anales, nació a mediados del siglo XX, traspasó la barrera del 2000 ya con el pelo blanco, amotinado y sin afeitar, y feneció bien mediado el siglo XXI. El pobre se dice que murió de un torozón, en pleno Ciclo de la Metamorfosis entre Pitanzas, a causa de las restricciones de materia prima de costumbre con la que seguir comiendo de su oficio de siempre y, ya de paso, haciendo alquimia sospechosa.
Quisiera yo aclarar que el ínclito Arguiñano fue uno de los últimos insurrectos de la pitanza que se atrevieron a desafiar los Edictos de Racionamiento con los que se trató de remediar la carencia de aquellos víveres prehistóricos con los que se alimentó la humanidad hasta bien entrado en siglo XXI. “Cocina con fundamento”, le decía el Kocinero de moda a aquella bazofia con la que se alimentaban nuestros antepasados antes de entrar en razón, como hicimos todos, con mejor o peor fortuna y más o menos finura en el paladar. Porque se necesita ser muy cerril para añorar condumios que, además de destrozarnos los entresijos con sus rescolderas, nos obligaban a tener dientes. Y no como ahora, con estas bocas tan limpias y en vías de extinción… Pero déjame que te siga contando.
Aquel año, mientras que el muy cerril del Arguiñano buscaba de estraperlo a lo largo y ancho del planeta los últimos vestigios horteras y granjeriles en extinción, dicen que la Saturia, en lugar de seguir las instrucciones de la Municipalidad, tendentes a que cualquiera con jardinillo tuviera en el mismo una nutriente higuera de la que proveerse se azúcares o un pie de oliva que abasteciera del aceite del año, ella fue y plantó una morera en su jardinillo particular.
Ya se sabe que de la Saturia se decía que la pobre tenía las escasas luces precisas para ir presumiendo de exquisita, como si fuera la única en el pueblo que descendiera de la estirpe de las garzas. Pero me pienso yo que en aquel avenate de plantar una morera no iba ella tan descaminada como se demostró con el tiempo como se verá.
A poco de lo de la morera del jardinillo de la Saturia, cuando el arbolillo comenzó a echar los primeros brotes, y agotada la Era de los Gorgojos por insuficiencia de insectos voladores a causa de exceso de pesticidas y de golondrinas, la Fiscalía de Condumios y Bebedizos impuso como alimento básico obligatorio la crianza de lombrices y demás gusarapos y gusanos rastreros.
Como la cría de lombrices dio de sí para algunos años, el personal vivió confundido creyendo que el problema estaba resuelto, puesto que, como es sabido, las lombrices se alimentan de tierra, y de eso todavía quedaba algo sin escarbar. Pero el resto de los gusanos se revelaron como voraces devoradores de cualquier hoja verde que aún se atreviera a levantar cabeza, de manera que tampoco lo de los gusanos fue un remedio de hambrunas por mucho tiempo. No hubo geranio o berza que no fuera exterminada por el ejército de las plutelas.
¡Y qué decir de los higos! Ni uno dejaban sano las moscardas, las avispas o los pocos pájaros que iban quedando.
Ahí es donde caímos en la cuenta de que la Saturia no debía ser tan tontorrona como todos creíamos. Lo que sí resultó ser fue tan exquisita como ella se decía a sí misma. Porque, mientras los vecinos nos desquiciábamos buscando gusanos, ciempiés, polillas, sanguijuelas y moscas que echarnos a la boca por cualquier sitio, nuestra vecina, relumbraba con su despensa llena de reservas. Y no de cualquier gusano plebeyo como pudiéramos apañarnos los demás, sino de genuinos gusanos de seda al natural, bien engordados durante el verano con las jugosas hojas de su morera, y echados en conserva de salmuera para el invierno.
Así fue cómo, mientras los vecinos nos quitábamos el hambre a bofetones, batallando entre nosotros por una miserable hormiga canija que masticar, la Saturia se regodeaba detrás de sus cortinas, haciendo ostentaciones de llevarse a la boca, con remilgos propios de sí misma, uno de aquellos delicados gusanos de seda que ella, por cierto, acomodó en una extraña cajeta de cartón heredada de su tatarabuela, con la leyenda todavía visible de “Zapatos Gorila”, con alusión insólita como habrás notado a un animal de nuestra prehistoria más reciente e incitación al merodeo.
Por entonces, hubo un verano tan despiadado y caluroso que se secaron los últimos veneros, incluidos los que daban de beber al mismísimo jardinillo de la Saturia.
¡Ay, el agua! Aquella cosa tan añorada a escondidas que de seguro que era tan perniciosa o más que la lujuria con la que por entonces se fabricaban criaturas… Pero, a lo que estábamos...
Hacia septiembre de aquel año comenzamos a echar en falta a muchos de nuestros vecinos. Entre ellos a la Saturia y a sus gusanos. Pero no cualquier gusano, no señor. ¡Gusanos de seda!
Pero, entre lo de un lado y otro del Océano con lo que encubrir miserias de mares más chicos, y algún chisme que otro de reyes descoronados con los que vocinglearse unos a otros desde sus buenas butacas de colorines, el personal de tropa fue matando el hambre mal que bien y como se pudo.
A Saturia la encontraron una mañana, seguramente muerta de hambre, junto a su cajeta de gusanos de seda con la leyenda “Zapatos Gorila” todavía visible ya vacía, y con una última mariposa de cosecha del año entre los labios.
−¿Que qué comemos ahora? Ay, hija, perdona el olvido. Ahora no comemos; esnifamos fragancias de viejos condumios y esencia de tierra mojada. Y mira que bien nos conservamos, sin aquellas ordinarias gorduras de los peores tiempos.
−Y sin necesidad de dientes dentro de unas bocas ya en extinción.
En CasaChina.
A mitad del siglo que viene, y recordando un 29 de Septiembre de 2024