(Periodiqueando)
160/2024
¡Pero qué listísimos son esos del Diario Jaén! Mira que lo que maquinan hoy en la página 4…: ¡que las aceitunas −que no “olivas”− de cornachuelo, esas que solo conocen los más sabidos de la provincia de Jaén, sean declaradas nada menos que “Patrimonio Mundial de la Humanidad!
Por nosotros, que no quede. En Jaén siempre hemos sido propensos a compartir lo más nuestro, con el de arriba y con el de abajo, sin hacer distingos. Y pueden estar seguros de que esas aceitunas son más nuestras que el mismísimo Santo Rostro.
“Cornachuelo”, como les decimos en Bedmar. O “cornezuelo”. como las mientan los que tal parece que más saben y menos las cataron, por aquello de los remilgos contra lo desconocido, y remilgos de “dijo-la-zorra-a-las uvas” frente a lo inalcanzable o a lo escaso. Sea cual sea el nombre que cada cual escoja, el caso es que esas aceitunas −que no “olivas− son nuestras particulares esmeraldas vegetales; algo así como el caviar verde del olivar. El maná nutricio para la sed de la travesía de nuestros desiertos aceiteros. No había pe’azo tierra que se preciara, allá por los años de aprovecharlo todo, que no tuviera una oliva de esas en su haza, a pesar de que fueran aceitunas de boca, (aceitunas; que no “olivas”) y no de aceite, que era lo buscado por rentable en aquellos tiempos en los que los mozuelos de mi Jaén intercambiaban entre ellos una información tan estrafalaria como literal a la hora de calcular fortunas de las mozas casaderas:
“Mira si esa tendrá olivas que hasta los ojos le lloran aceite”.
(“Olivas” con haldares y refajos; que no “olivos” con calzones y fusta en ristre).
Lo de conservarlas comestibles era otro cantar. Hasta que no le encontraron el truco de la salmuera, esas aceitunas eran de corta vida y de fácil ablandamiento, por lo que su disfrute se hacía tan efímero como un orgasmo, y su hallazgo en los mercados acababa por ser más dificultoso que lo de localizar un ro’al de setas de chopo o una almorzadica de alcaparrones en terreno de buscones de cartilla de racionamiento.
Hoy en día, aunque su cultivo y laboreo siga siendo escaso, están al alcance de cualquiera que tenga noticias de ellas y pase por una de esas gasolineras que más parecen abacerías de medina muslime que surtidores de “gasufla”.
¡Ay, señor, las aceitunas −que no “olivas”− de Cornachuelo! Quien tiene la ventura de catarlas una vez se empica para siempre. Cómo no será que hasta yo misma, blandeada desde la puericia en su querencia, tengo una oliva de esas en mi jardinillo de Madrid, a tamaño natural, y otra olivilla de cornachuelo tipo bonsái, plantada en un lebrillo allá por 1972, y que ahí sigue, tan añosa como yo misma, tan enana como productiva, a la espera de que un día, como tengo dispuesto, se junten en el lebrillo sus raíces con mis cenizas para hacernos compaña de por vida. Y, a ser posible, procesionado el olivo de casa en casa allí donde apetezcan recibirnos. Pero eso de hacernos compaña de por vida es otra historia.
De por vida de mi oliva, claro está, como patrimonio de mi propia humanidad, que serán las raíces de ella.
En CasaChina. En un 17 de Septiembre de 2024