(Croniquilla del Viruso Coronado – 5)
En estas noches claras de Madrid, tan
escasas de barullos callejeros como abundantes en silencios, anda la gente a la
espera de que los relojes se metan en lo oscuro de las ocho de la tarde para
salir al balcón a aplaudir o a lo que sea.
Y es que lo de estar emparedados está
bien para fantasmas, pero no para criaturas en carne mortal.
Lo de salir al balcón va en nuestra
genética.
Vienen a mi memoria, por poner un
ejemplo, la leyenda de Catalina González, aquella muchacha hermosa y jaranera
que vivió en la Calle Segovia en el Madrid de los Austrias y que, llegada la caída
de la tarde, salía a su balcón luciendo una belleza insultante, capaz de enloquecer
de celos a las legítimas menos agraciadas. Portaba la muchacha de mi leyenda una
pandereta que enloquecía de otra cosa a los hombres que acudían a su llamada
sandunguera. Así siguió la moza con su toque de pandero vespertino hasta que un buen día
apareció muerta de muy mala manera, sin que su nuevo estado de cuerpo presente
impidiera que su ectoplasma siguiera repicando la pandereta de marras.
Según me cuentan, ahí sigue, dale que
dale al pandero, aunque últimamente esté ella (o lo que de ella queda)
como resentida y quejumbrosa por el plagio del que dice ser víctima con esto del Viruso Coronado.
Hablando de panderetas y de balcones,
y dando marcha atrás hasta mis tiempos de primera juventud, recuerdo cómo repicaba mi corazón, sin remiendos por entonces, cada
vez que escuchaba la pandereta de La Tuna, precursora de aquella cancioncilla
que solo él y yo sabíamos que era para mí, aunque en el balcón del colegio de
la calle Zurbano, 42 nos apretujáramos una docena o más de colegialas:
En esta noche
clara de inquietos luceros
lo que yo más
quiero te vengo a decir.
Abre el balcón
y el corazón,
siempre que
pase la ronda
mira mi bien
que yo también tengo una pena muy honda.
Para que estés
cerca de mí te bajare las estrellas
y en esta noche
callada de toda mi vida será la mejor.
Cómo no sería de intenso, dulce, desesperado e imposible
aquel amor de primera juventud, que me trastornó la cabeza hasta el extremo de
olvidar el nombre del que cantaba para mí.
Claro que en mi pueblo, Bedmar, aunque no tuviéramos tuna, teníamos
a una pandilla de mozuelos tales como Simón el barberillo, Juan María el
correo, y dos o tres más bandurrieros que eran una gloria cuando salían de serenata.
De eso han pasado demasiados años como para poder olvidarlo.
Ahora solo olvido lo reciente, como sacar el pan del horno antes de hacer carbón de harina. Así que volvamos a poner por escrito lo de ahora para que no se me olvide.
Ahora solo olvido lo reciente, como sacar el pan del horno antes de hacer carbón de harina. Así que volvamos a poner por escrito lo de ahora para que no se me olvide.
Los balcones, referente espiatorio de estas calles
nuestras, seguirán aplaudiendo en estos días a los incansables y agotados combatientes sanitarios del
dichoso Viruso Coronado, que al parecer es el único que tiene licencia para
recorrer las calles que en otros tiempos recorrieron los pasos de Semana Santa,
las charangas carnavaleras, las llamas de los ninots; o el personal de a pie que
ahora cuelga de los balcones.
Las panderetas y las palmas desde los balcones, en estos días en que
soplan vientos negros, servirán de disculpa a los nuevos poetas para tratar de escribir
algún romance semejante al de nuestro Poeta Granadino:
Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
Preciosa tocando viene
por un anfibio sendero
de cristales y laureles.
…
Ahora, cada noche, cuando a eso de las ocho de la tarde
comienzan a entreabrirse las puertas de ventanas y balcones, me acomete un
instantáneo miedo a que la letra de las canciones colgadas de las fachadas
imite la parte más triste del romance de Lorca:
Preciosa tira el panadero
y corre sin detenerse.
El viento-hombrón la persigue
con una espada caliente.
Esta gente de los balcones de Madrid se parece mucho más a la
panderetera de la calle Segovia que al miedo del poema de Lorca.
Y Madrid lo sabe.
Y el mundo lo sabe.
Y el mundo lo sabe.
Lo que no sabe Madrid es cuántas personas
más caerán bajo el mandoble del Viruso Coronado; pero es algo que tampoco teme en
exceso. Porque, ya sean personas, ya sean fantasmas, esta gente nuestra seguirá
haciendo sonar sus panderos −sus “lunas de pergamino”−, sus voces esperanzadas
para decirle a los que se queden:
“Ya lo veis. Lo de poder salir a las
calles es algo que nadie podía pensar que fuera tanto.
Y mientras
cuenta, llorando,
su aventura a aquella gente,
en las tejas de pizarra
el viento furioso muerde.
su aventura a aquella gente,
en las tejas de pizarra
el viento furioso muerde.
Saldremos a la calle.
Y le cantaremos a los fantasmas del Viruso Coronado un “sal
al balcón” lleno de todo lo que de momento no tenemos.