(Croniquilla del Viruso Coronado - 7)
No maldigas
la oscuridad; enciende una vela.
Proverbio
chino
Cuando, a las ocho de la tarde, me asomé a la ventana para lo
del respirar algo de ruido y lo de los agradecimientos sonoros, distinguí en la
de al lado a esa vecina de la que, por no saber, no se sabe ni su nombre. Esa
que nunca nos miraba cuando nos cruzamos con ella en el ascensor. La misma que
jamás fue a una reunión de vecinos, ni daba los buenos días así se cayera el
mundo, ni daba señales de percibir que pudiera existir en el mundo alguien más
que ella.
“La
señoritinga” le pusimos de mote sin hacer amago de tratarla siquiera. Y es que,
ya se sabe: lo nuestro es etiquetar a
cualquiera que se sale de la norma para poder entendernos entre nosotros.
Lo de verla anoche en su ventana era
algo, por lo menos, sospechoso.
Le dediqué una mirada, entre
resentida y conciliadora, más larga de lo que yo misma me hubiera permitido en
tiempos de discreción. No es que ella estuviera aplaudiendo como el resto de
los vecinos, para agradecer su desuelle a los sanitarios que se están dejando
el pellejo, al cuidado de los que solo ellos saben cómo están y cuántos son.
Tampoco daba señas de estar respirando
el poco aire fresco que ahora podemos respirar una vez al día con esta disculpa
jaranera y solidaria.
Ni siquiera nos miraba.
Entonces, ¿qué puñetas hacía allí la
señoritinga?
Simplemente, estaba allí, como un
dibujo en bajo relieve enturbiado en los visillos de su ventana.
De manera instintiva, y llevada por
esta indulgencia que nos sale como un sarpullido cada vez que nos vemos enchortalados,
me estiré por encima del borde de mi ventana, me giré hacia la ventana hostil y
ensayé un acercamiento espacial, tan propia de estos tiempos que nos ha tocado
vivir.
−¿Cómo lleva lo del encierro, vecina?;
y usted perdone por no poder mentarla por su nombre. Pero es que no me lo sé.
Sus ojos se esquinaro y se pusieron
de perfil.
−¿Y
usted por qué si dirige a mí, si nunca hemos cruzado una palabra, ni nadie nos
ha presentado?
−Pues
por eso mismo −me defendí complaciente. −No quisiera yo que, por no haber
tenido a nadie que nos presente, cualquiera de nosotras se fuera con los pies por
delante antes de habernos dado un apretón de manos de esos que ahora están suprimidos.
Los
aplausos vecinales comenzaban el declive.
La
vecina de al lado alzó sus manos con lentitud. Por un momento pensé que iba a unirse
al último y desmayado aplauso vecinal.
Gratuita impresión la mía; porque
aquellas manos, que por primera vez pude distinguir que eran como sarmientos en
tiempos de la última poda, se aferraron a la hoja entornada de su ventana y la empujaron
hasta encajarla con un crujido que resonó en el vacío de la calle donde habían
cesado las jaranerías palmeras. Lo último que alcancé a ver fue el desaliento
de aquellas manos escalando el silencio hasta el picaporte y asegurando el
cierre.
Luego,
desapareció, engullida por una oscuridad interior que no eran capaces de
disimular los visillos, posiblemente blancos.
Yo
levanté la mano a mi vez, a manera de saludo hacia quien quizá ni me estaba
viendo ya, y no se me ocurrió otra cosa que pronunciar en voz alta lo que muy
posiblemente nadie escuchaba.
−Ya sabe, vecina-como-quiera-que-se-llame. Si
necesita algo, ya sabe dónde estoy.
Esta
mañana, mientras daba mi paseo matinal de ida y vuelta por el pasillo de mi
arresto domiciliario, me ha sorprendido el clareo de algo en el suelo del vestíbulo,
al lado de la puerta de la calle.
No
es que, a mi edad, y con esta falta de uso, esté una para hacer agachadillas;
pero en semejantes condiciones de aislamiento, cualquier cosilla de nada se
convierte en una aventura de las mil y una noches.
He suspendido mi marcha junto a lo
intruso.
Me he agachado con un crujir de
bisagras a la altura del talle que me ha recordado la pertinencia de usar más
de lo de recoger del suelo cualquier fruslería, aunque sean desperdicios.
He tanteado un sobre con una
cuartilla escrita dentro que, al alzarla hasta la altura del enfoque de mis
ojos, me ha parecido portadora de una letra tan exquisita como ilegible.
He enfilado los siete pasos que tiene
de recorrido el pasillo desde el recibidor hasta la sala de recibir, donde
suelo tener las gafas de leer de cerca.
He tanteado por encima de libro que
estoy releyendo −EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA− hasta destripar de entre
sus páginas mis gafas de enterarme de lo que los demás escriben, que es la
mejor forma de seguir vivos.
Me he calado los lentes y he enfocado
hacia aquella caligrafía impecable, aunque ligeramente temblona, unos ojos −ahora
sí: pertrechados con la impedimenta necesaria para cumplir su cometido− ya
ansiosos por descubrir el mensaje de alguien que me recordaba que no todos
tenemos alguien que nos escriba, pero, al parecer, yo, sí.
Y he leído:
“Mi nombre es Esperanza. Y sí que
necesito algo. Necesito una vela, a ser posible de esas que, como están
encerradas en una funda roja, no se les desparrama la cera. Ese titilar de las
velas es nuestra manera de seguir juntos; la manera que tenemos de hablarnos el
retrato de mi marido y yo desde que él se fue a donde todos lo seguiremos algún
día”.
¿Una vela? ¡Vaya por Dios con la
señoritinga!
¿No podría salir ella a comprársela?
Que yo sepa, esa vecina nuestra se
hace la muda, pero no está impedida para salir a comprar lo que necesite.
Por lo que hace al dinero, tampoco
parece que le escasee.
¿Entonces…?
¡Necesita una vela para hablarse con
el retrato de su marido! ¡Vaya una forma de hablarse! ¡No te digo yo…!
Claro que cada uno tiene sus propias
maneras de decir y de decirse, y no soy yo quién para sentenciar la mejor
manera de hacerlo… Pero una vela…
Todo el día he estado dándole vueltas
a la cabeza sobre los antojos de mi vecina, la que ahora tenía nombre:
Esperanza.
Se acercaban las ocho de la tarde y
había que prepararse para la ceremonia de las palmas.
Me he metido en el cuarto de baño, he
prendido la luz sobre el espejo y he empuñado la barra de labios más roja que
tengo, que es la manera de ponerle un poco de color a esta grisura de lo del
Viruso Coronado.
En esas estaba cuando se ha ido la
luz, sin poder terminar mi ritual iluminario, ya que mi cuarto de baño es
interior y carece de ventanas.
Una vela.
¡Necesito una vela!
¿Dónde puñetas puse las velas?
¡No hay velas!
¡Dita sea…!
Recluida en CasaChina. En un 18 de Marzo de 2020