Escuela de niñas en La Barriada de Fátima en Jódar |
132/2018
(Cuentos que nunca me contaron)
La explanada de abajo |
La explanada de arriba |
Esto
era un pueblo de hace muchos años que se llamaba Jódar, donde había una
barriada, La Barriada de Fátima, a modo de talud allanado en dos pisos
separados por un balate, en cuyo centro habían puesto una escalerilla de
mampostería con barandas de hierro y escurridizos de cemento. En el de abajo
había una gran explanada para aprender a montar en bicicleta alquilada en el
taller de las afueras del pueblo. Aquella explanada la recorríamos de extremo a
extremo cuando los dos mellizos más endiablados del pueblo, Abelardo y Amador,
nos dejaban en paz sin tironearnos las trenzas. En uno de los extremos, bajo
los arcos de las bóvedas enjalbegadas, servían vino peleón y “arvellanas” en el
Bar Banderas; y en el otro se despachaban ultramarinos en una tienda que por entonces
aún olía a ultramarinos, esos olores tan misteriosos como su propio nombre.
(¿Cómo se llamaba el tendero? ¿Hipólito? No es que me falle la memoria; es que
los años borran nombres y personas como las gomas “Milan”, de aquellas que se
vendían en la Imprenta Bago, -que olía a tarjetas de visita y sobres de luto-,
o en la Droguería de Don Lorenzo del Río, -que olía a polvos de colar-, y que
solo tenían los maestros para borrar lo que escribían sus envidiados lápices.
Nosotras no necesitábamos las gomas “Milán” porque todavía escribíamos con
pizarrines, y eso se borraba con saliva).
Las antiguas casas de los maestros |
No es que pueda contar con detalle lo de las tentaciones, porque en aquellos tiempos yo no tendría más de seis años, y a esa edad, por mucho que nos metieran el miedo en el cuerpo diciéndonos que si hacíamos pecados iríamos al infierno, todavía no conocíamos el infierno de las verdaderas tentaciones, ni el glorioso goce del pecado, por cuyos arrepentimientos tanto regocijo dicen que se monta en el cielo -en detrimento de los cien mil justos-. Pero, por si un por-si-acaso, habían puesto las dos escuelas de chiquillos a la izquierda, con sus dos maestros, Don Alejo y mi propio padre, reinando -regleta en mano y docta autoridad intacta- sobre las alambreras que separaban los asolados patios de recreo de la calzada, por la que por entonces no pasaban coches que atropellaran rapaces, ni había señales de prohibido el paso.
Tengo que aclarar que
en el pueblo de los tiempos de los que hablo yo siempre me pensé que no había
más flores que las del lilo de la escuela de las nenas y las caléndulas de los
patios traseros de las casas. Más tarde, muy poco más tarde, me enteré de que
también había flores, muchísimas flores en el Jardín de Francisco; pero eso fue
cuando mis pies calzaban zapatos de charol de casi jovencita con los que ir al
Cementerio a llevarle flores a mi padre.
Pero volvamos a los
zapatos de los cuatro o cinco años de la Barriada de Fátima.
La Plaza de Jódar |
Además de las escuelas
de chiquillos y chiquillas separados por la ermita de la Virgen de Fátima,
había en aquel segundo piso de La
Barriada una fuente rectangular, con cuatro caños de los de apretar un
botón dorado para que saliera el agua y poder llenar botijos y cántaros, sin
tener que bajar a los otro lejanos pilares del centro del pueblo, que surtían
de agua la carencia de agua corriente en las casas: el bellísimo pilar de la
Plaza (¿tendría nombre aquella “plaza”?) con su magnífica cruz desnuda, su
pilón elíptico, montado con bloques de piedras pulidas por el roce y engarzadas
con abrazaderas de hierro, y con sus dos senos ahuecados también en piedra viva,
en los que acomodar los cántaros, mientras se llenaban hasta el gollete con
aquel sonido perentorio e inconfundible con el que anunciaban saciedad. O el
Pilar del Santo Cristo, que decían que era el que prevenía al personal de
sufrir el tabardillo, eso a lo que ahora le dicen el tifus.
Esto era un pueblo de
hace muchos, muchos años; tantos que la singular fuente de cuatro caños de
entonces es una imitación fachendosa de otras fuentes estilo calcomanías
repetidas; la casa de Don Alejo, el maestro de los nenes, es un solar, como la
boca de un desdentado. La que fue nuestra casa, pared con pared con la escuela
de Doña Consuelo, tiene las ventanas tapadas por rasillas desportilladas por
donde entran y salen palomas en celo y lagartijas sin rabo.
Las escuelas de los
nenes y de las nenas están casi derruidas.
Solo un palitroque seco
y despellejado, en mitad de lo que fue nuestro patio de recreo, me recuerda que
allí hubo una vez un lilo en torno al cual las nenas, quitado el mes de mayo en
que teníamos la obligación de cantar lo de “…con
flores a María”, cantábamos al corro coplas que no acabábamos de saber muy
bien lo que querían decir. Como aquélla:
“Adelancha/
una lancha/ una ma…rinera ví/ regando sus/lindas flores/ y al momennnn…to/ la
seguí/.
Un día se la canté en
la catequesis al cura, y me dijo que esa copla era pecado. Yo la dejo aquí a
ver si alguien adivina dónde estaría el pecado ese:
Adelancha y una lancha,
y una jardinera vi
regando sus lindas flores
y al momento la seguí.
Jardinera, tú que riegas
en el jardín del amor,
de las flores que regaste
dime cuál es la mejor.
en el jardín del amor,
de las flores que regaste
dime cuál es la mejor.
La mejor es una rosa
que se viste de color,
del color que se le antoja
que verde tiene la hoja.
que se viste de color,
del color que se le antoja
que verde tiene la hoja.
Tres hojitas tienen verdes
las demás son encarnadas
Y a ti te vengo a elegir
por ser la más resalada.
las demás son encarnadas
Y a ti te vengo a elegir
por ser la más resalada.
Primero me das la mano
y después me das la otra,
después me das un beso
con tu boquita de rosa.
y después me das la otra,
después me das un beso
con tu boquita de rosa.
Muchas gracias, jardinero,
por el gusto que has tenido:
tantas niñas en el corro,
y a mi sola me has cogido.
por el gusto que has tenido:
tantas niñas en el corro,
y a mi sola me has cogido.
En CasaChina. En un 8 de Diciembre de 2018