VA DE...Batiburrillo literario

viernes, 6 de enero de 2023

RAREZAS y RITUALES

(Méndez Núñez, 7)

Con el poema "Aquel invierno, el último"

03/2023

     

Después de aquel invierno, nosotras nunca fuimos las mismas.

Eran otros tiempos: los tiempos en los que todavía se escuchaban las panderetas de las Pascuas sin que las penas les sacaran desafines, o argüirles monsergas por puro cansancio, mientras que la casa se convertía en un puro bullicio en el que Isabel, la cocinera, entre gritillos de miedo fingido, le pegaba un tajo en el pescuezo al pavo de la cena de Navidad sin alcanzar a rebanar lo suficiente como para evitar que el pobre animal saliera desalado, pasillo adelante, con la cabeza colgando, y espurreando sangre como un aspersor de CasaBien, nuestra madre removía con la paleta la incandescencia del cisco del brasero bien cebado y nuestra Juani despabilaba las ascuas de la chimenea de estar todos juntos cuando cayera la tarde.

Desde el otro lado de la anchurosa mesa camilla, y a través de los siempre cambiantes rumores de la casa, nos llegaba como una envoltura la presencia de padre, que nos leía en voz alta “El caballero del Cisne”.

Afuera, detrás de la cristalera, se ensañaba la escarcha sobre las hojuelas del “vonívo[1]” o contra las primeras violetas del año.

Como he dicho, eran otros tiempos. Y nosotras éramos otras, atrapadas en esa tierra de nadie que hay entre la vida y la muerte.

 

La vida, con sus caprichos, decidió alargarme a mí el tiempo de descuento más de la cuenta.

La muerte decidió ir vaciando mi casa de ahora de aquellas voces de la casa de entonces, que hacían de los villancicos una disculpa para poder desafinar sin que se notara, a fuerza de querernos por costumbre.

Yo decidí lo que decidí, sin apenas apercibirme de que estaba decidiendo sin consultar ni conmigo misma; (lo cual −lo de decidir sin consultar, aunque sea por falta de consultores− es la mejor garantía para convertir las decisiones en manías, y las manías en rarezas).

 

 Tengo que reconocer que no todas mis decisiones, mis manías, ni mis querencias o mis rarezas son de lo más acertado.

 

Ni siquiera, son lo más talentoso.

Pero esas rarezas son mías, y tenemos por costumbre arrebujarnos las unas contra la otra −que soy yo mismamente−. Y, puestas a ser ellas y yo quienes tenemos que pasar juntas las veinticuatro horas del día, y los trescientos sesenta y cinco (o seis) días del año, y los años que van cayendo o hayan de caer, no nos queda otra: no arrimamos entre nosotras; y querernos como hermanas de sangre, aunque solo sea porque ellas son el relleno de la almohada sobre la que ahora me desvelo; o duermo, y sueño lo que sueño cada noche.

Desde hace algunos años ya, una de esas rarezas de las que hablaba me acomete sin remedio en cuanto comienza a sonar la dichosa cancioncilla anunciadora y tontorrona:

Ya vienen los Reyes Magos

caminito de Belén

(aquí viene esa tontuna de “Holanda ya se ve”)

cargaitos de juguetes

para el Niño entretener…

Comenzar a escuchar la monserga y colocarme en “función caracola” −ya sabéis: recogida y blindada dentro de mi propio laberinto de forzosos silencios− es una misma cosa.

Lo que digo: que es comenzar lo de los amagos “sonoríferos” de las Navidades y convertirme en una RuminaDecollata[2] es todo uno.

Ahí que se arremanga entonces una servidora, y no vuelve a asomarse al aljibe de los ojos por los bordes de mi coraza de nácar  hasta que no da de mano el barullo de las zambombas, que viene a coincidir con lo de que los Reyes Mágicos enfilen el camino de vuelta, con las alforjas vacías del peso de tantísimo juguete “para-el-niño-entretener”, y con una melopea de chupa de dómine a fuerza de vaciar copillas de cazalla o de Anís del Mono entre visita y visita a los balcones durmientes. (Y es que, por mucho que hayan cambiado los tiempos en estos últimos cincuenta años, lo suyo digo yo que será seguir dejando un lingotazo para alivio de la trabajera del reparto que tienen que hacer los Magos de ahora cuando hay de todo. Hasta quienes no reciben su visita).

Como el camino es tan largo
pide el Niño de beber…

 

En estas fechas, lo de pedir de beber lo que sea, y lo de mandar recaícos uniformados como el alumnado de las Ursulinas, parece un doble mandamiento de la Ley de Dios, más cercano al sexto (con J) que al primero que habla de amores divinos.

No puede extrañar, pues, que existamos quienes nos protegemos de tanto impostado amor de corta y pega a golpe de huida en plan correcaminos, o recurriendo al anímico refugio antiaéreo del escondrijo caracolil.

En lo de colocarme en “función caracola” viene incluido de serie lo de descartar la obligación de las felicitaciones en cadena, incluidas respuestas rituales, por no hablar de los envíos que inundan los telefoninos con esos dibujillos más simplones que ingeniosos, que a mi entender, además de colapsarnos la memoria del teléfono, son semejantes a los caramelos de las caravanas de Reyes: bien disparados a voleo, con mesura, y apuntando su aterrizaje hacia donde debe ser, acaban por parecernos dulces de paladear aunque duros de rumiar; pero si el paje de turno de sus majestades se pone en plan lanzador de pesos, o un mal aire desvía la trayectoria del dulcecito endurecido por el tiempo, la dichosa exquisitez va y nos acierta en mitad de esa soledad recién cicatrizada, y nos abre en canal las ganas de mentarle al paje aquello que más escondido y enterrado tenga en cualquier camposanto de sus propios entresijos.

Porque, vamos a ver: a estas alturas, ¿quién ha pedido que se me manden semejantes recordatorios funerarios en mitad de mi propia tolvanera, y con tan larga sequía de proximidades de las de querer estar de verdad…? Hay en todo esto una sed azarosa en cuarto creciente que no la calma el agua a secas.

No pidas agua, mi vida
no pidas agua, mi bien…

Que los ríos vienen turbios
y no se puede beber…

 

No se me oculta a mí que los ritos −no todos− son ceremonias de tránsito que nos reconcilian con el entorno y con nosotros mismos.

 

Pero estaréis conmigo en que ese ritual de “corta-y-pega” como decía antes, envuelto en colorines post-Ferrándiz[3], y llenos del “feliz-Navidad-y-próspero-año-nuevo”, resulta de lo más desangelado y vacío del mundo si no viene con nombre propio, como el mismísimo Ferrándiz reconocía:

Llegó la Navidad.
En huelga me declaro
de muérdago caído…

…De vuestra Navidad yo estaré ausente
si sólo hoy me hacéis sitio en la mesa.

Lo dicho: la Navidad para mí viene a ser algo así como lo que hacen −un poner−, nuestro JesúsHerreroDelCura, nuestro MarínAranda, nuestra Marisa, o nuestra NerySantos, por hablar de nombres concretos: mandar un abrazo que se sepa que está pensado para quien lo recibe con su nombre propio.

O como tengo visto en Paqui, mi amiga del Jódar de mi infancia; o los hijos del brigada, o el de Aroma-de-Mágina, o las ganchilleras de SM… y seis o siete más con los que me trato en estos conciliábulos digitales de sesión continua a los que estoy apuntada en la última fila, más que nada porque es la única manera que me queda de no tener que hablar siempre con los espejos.

(NOTA DE LA REDACCIÓN: no vayáis a disgustaros quienes felicitáis al personal, y a esta que lo es y no os olvida, con nombre y apellido, y no os nombro. Es que es la hora de ponerme en función cocinilla para echarme de comer a mí misma, mismamente, y no doy abasto yo sola).

Pues eso: que lo de los villancicos solitarios en mesa para uno −tan semejantes en lo del remordimiento por lo del VicioSolitario de mi primera juventud−, y las felicitaciones navideñas sin distrito postal que le devuelva su decoro al nombre propio, me suenan a mí como aquel villancico de SierraMágina, cuando las cuadrillas de peones iban a los cortijos en manada a darle las pascuas a los amos, tirando del ronzal de un subrepticio soniquete, de tanto que decir de asimetrías y privaciones contenidas en tan escasa y misteriosa letra entonada a la hora de arrimarse a la mesa, en lugar de quedarse de pie mirando a los que estaban sentados:

A esta puerta hemos llegado

cuatrocientos en cuadrilla.

Si quieren que nos sentemos

saquen cuatrocientas sillas…

 

      Ahora que todas las sillas de mi casa están vacías, tal parece que con una silla tenga bastante.

    …O con una caracola en la que encontrar resguardo si me da por el silencio o rumores de mar sin alharacas si me da por acercármela al oído.

    Algo así recuerdo que me sucedió aquel año.

      A que va a ser verdad que después de aquel invierno nosotras nunca fuimos las mismas…

En CasaChina. En un 6 de Enero de 2023



[1] VÓNIVO: “El Vónivo”. Por deformación auditiva del nombre auténtico:  evónimo. Planta arbórea de bellas hojas perennes, coriáceas, de intenso verde, o verde con manchas blancas, y bayas rojas muy vistosas intensamente tóxicas, alguna de cuyas variedades, (hasta 460),  abundaban en cualquier patio o corral la comarca de Sierra Mágina.

 

AQUEL INVIERNO, EL ÚLTIMO

46/2009

Era un invierno largo, lleno Navidades

de castañas asadas, de traperos huidos,

de ojos presidiarios en los escaparates

del bazar de los Gázquez,

−ese que aún perdura

y sigue haciendo esquina entre estos dos recuerdos−.

 

(Hubo una pandereta; pero eso fue más tarde

cuando ya no tenía ni ganas de tocarla).

 

Era el invierno. Apenas, un oasis de leña

condenada a la hoguera sólo por ser de olivo

y empecinarse en votos impíos y balsámicos

cuando inquietantes llamas le palpaban el tuétano.

 

Las cuatro de la tarde tiritando en el patio

de aquel colegio ambiguo donde anidaban párvulos

abajo en el recreo, donde la algarabía.

Y en los nidos más altos, piaban uniformes

de quinto y sexto grado –tal vez inalcanzables−

y tinteros que eran corazones de plomo

desde donde la sangre azul del palillero

salpicaba las cuentas de cálculos urgentes

y una rítmica tabla del dos por dos son Pedro.

 

(Era el primer invierno que un Pedro me habitó

la espera de cuadernos, después de la pizarra

quebradiza y severa. Aquel invierno. El último…).

 

Eran todos los números una nana sin padre.

Y aun así transitaban gargantas infantiles

como un parto indoloro de ciencia primeriza.

 

En la calle, el invierno era una gran ventana

bajo la que cruzaba una hilera afanosa

de mujeres libertas en todas direcciones,

una especie de pausa donde jugaba el hielo

a beber de los caños pródigos de la plaza

cuando el pilar de piedra no era todavía

desdoro pueblerino. Y los sonoros cántaros

acunaban caderas un poco ladeadas

de doncellas maestras en líquido acarreo

y en piernas al desnudo dispuestas al pincel

de los ojos pintores que siempre dormitaban

en una línea recta de torcidas codicias

varoniles, delante del selecto Casino.

 

Era un invierno largo. Al acecho. Y angosto

entre dos estaciones: el rezo de ánimas

y el romero de marzo ensayando azuletes

sobre tortas bordadas de anises de colores

y rosquillos de vino colgados de los ramos.

 

Era un invierno, el último. Luego nos desterramos

del hielo del sepulcro donde quedó enterrado.

 

Algo más que un paréntesis de esquinas sin bufanda

lanzando bocanadas de alientos fantasmales

que elevaban sus preces de pubertad apenas.

 Nunca fuimos las mismas después de aquel invierno.

 En CasaMora. En un 14 de Diciembre de 2009.

 


[1] VÓNIVO: “El Vónivo”. Por deformación auditiva del nombre auténtico:  evónimo. Planta arbórea de bellas hojas perennes, coriáceas, de intenso verde, o verde con manchas blancas, y bayas rojas muy vistosas intensamente tóxicas, alguna de cuyas variedades, (hasta 460),  abundaban en cualquier patio o corral la comarca de Sierra Mágina.

 

 

jueves, 5 de enero de 2023

EXPRESIONARIO DE MÁGINA: HOY... AVAREAR


Varear. Echar la aceituna abajo del olivo con varas largas.

 CUCHICHEOS: esta labor estaba encomendada a los hombres exclusivamente, y si una moza se arrimaba a hacerlo la llamaban “marimacho” o machorra. LAS VARAS eran generalmente de ailanto, árbol originario de China e Indonesia, (que quiere decir árbol de los dioses por la altura que alcanza); es un árbol que crece sumamente derecho y sin nudos.

*   *   *

YO TE QUIERO, PANCHO

(Relato anexo)

18/2001

PATRAÑAS: Este Cuento  fue 2º premio de Relato Breve de 2003 en el Colegio de Abogados de Málaga.

       ¡Yo te quiero, Pancho! Que me muera aquí mismo si no es verdad que te quiero.         

       Tú bien sabes que tengo pocas luces, y que sigo lo mismo de tonta que siempre. Que, como decía madre, no había cristiano que pudiera hacer carrera de mí. Y todo porque, cuando por el tiempo de la aceituna me llevaba al tajo, yo tardaba todo el día en llenar una esportilla. Pero es que, Pancho, yo no comprendía para qué había que llenar la esportilla si encuantico estaba llena tenía que ir a vaciarla en la criba grande o en el esportón del manigero y, ¡hala!, a empezar a llenarla otra vez. A mí se me figuraba que aquello sí que eran tonterías más grandes que mis dichos y que mis maneras.

        Madre no se cansaba de decirme tontorrona, pero es que a mí se me arrodeaba el talante cuando me apremiaba para que me aplicara a una tarea tan sin provecho.

       A mí se me antojaba que, en la aceituna, lo mejor de la faena era lo que desempañaban los vareadores, tan tiesecicos ellos, en lo alto del ramaje, espantando gorriones tardíos con sus varas y mirándole las senaguas a los nublos. Pero, encuantico yo agarraba una vara, el aperador empezaba a tupir a madre como un demonio:

       −¡Catalina!, o atas corto al pendón de tu hija o te despacho del tajo. Que mira la muy marimacho, que no hace otra cosa que estorbar a los braceros y entrarles de mala manera con las vergüenzas al aire. Luego, si pasa algo, no irás a pedirle cuentas a los pobres, si ellos le responden como Dios manda; que mira que los está provocando todo el santo día, y bien que se sujetan ellos; que un hombre es un hombre y no entiende de tontas cuando le hurgan en la hombría. ¡Catalina...!

         Madre se ponía colorada como un tomate, pero ni le contestaba al aperador para no disgustarlo mayormente.

       Si tendría pocas luces que no me percaté de lo preciso que era llenar y vaciar esportillas hasta que no te pusieron a ti detrás de la criba, y empezaste a echarme aquellas ojeadas…, y aquellas risicas como de cariño con las que me mirabas cada vez que me arrimaba con mi capaza llena. Entonces sí que me entraron las urgencias…, que tú mismo decías que ni las mujeres más recias de la cuadrilla me echaban la pata por encima ni me ganaban a juntar aceituna. Tú te recordarás, Pancho, que me dejaba las uñas entre la escarcha de los terrones de los ruedos, y los pellejos de los dedos se me saltaban de tanta helazón que escupía la amanecida con tal de llenar la espuerta y poder verte de cerca cuando iba a vaciarla. De verdad que yo nunca he tentado un suelo más duro ni más arisco que ese en el que se agarran las aceitunas a las siete de la mañana cuando la noche está rasa. Por eso me gustan tanto los nublos en tiempo de aceituna; te mojan, pero no te revientan los sabañones. Por eso, y porque el amo le tenía mandado al manijero que, cuando lloviera, holgáramos en la cocina de los caseros mientras escampaba, y allí podía juntarme contigo sin que madre rezongara.

     Madre siempre me estaba porfiando:

        “Pero ¡pedazo de tontorrona!, ¿cómo te piensas tú que un mozo como ése te pretenda a ti, habiendo tantas mozas con la cabeza en su sitio? Lo único que quiere es lo que quieren todos; hacerte una barriga y luego, ¡a correr, que la sangre es ajena…!”.

       Tú la perdonarás, Pancho; pero es que ella, con lo listísima que era, de cariños entendía poco; que a padre nunca le escuché dirigirle la palabra si no era para despreciarla y ofenderla diciéndole que no servía para otra cosa que no fuera parir mastuerzos. Padre, cuando decía aquellas cosas, me señalaba a mí; pero es que yo me pienso que él se sentía muy afrentado con mi simpleza, delante de la gente del Pueblo, y a alguien tenía que echarle el muerto. Y no iba a pagar la rabia con los de fuera de casa, que para eso está la familia…

       Yo no sabía lo que era cariño hasta que tú me quisiste… Y ¿qué iban a entender padre y madre de lo nuestro, si ellos no se tenían roce ni para insultarse…?; que te lo digo yo, que en eso del cariño sí que se distinguir gracias a ti, y lo entiendo como si fuera una maestra…

       Y es que, Pancho, cuando aquella mañana, en el tajo, me agarraste las manos, y empezaste a chuparme la sangre que me chorreaba por los dedos helados, despacico…, despacico…, mirándome a la cara de reojo, yo, en mi cortedad, me alboroté por dentro de semejante manera como se alborotan las tórtolas entre los caíllos y los abrojos por el buen tiempo. Y entonces me pensé: de éste debiera aprender don Nicolás, el médico, a quitar dolores; que me ha amainado el escozor mismamente con la calor de su saliva, y tal parece que me haya disipado en los sesos la bruma la tontera. Que hasta el helamiento de los huesos se me ha ausentado.

       Me pienso yo, Pancho, que si de verdad soy tan tonta como dicen, pues que bendita sea mi pavera que me alcanza para quererte de esta manera tan llana. A nadie he querido yo como te quiero a ti, Pancho.

      A Madre, aunque estuviera siempre diciéndome tonta, le tenía un apego muy grande, y muy blandico,  y muy afanoso.  Y siempre estaba rastreándola con reojos, y acechando su mirar, por si me tenía un desaire por mis simplezas. Algunas veces hasta me echaba una sonrisa, o me pasaba la mano por los pelos…y, entonces, era como si reventara y me abriera como las granadas por septiembre. ¡Ay!, bien que me duelo de no tenerla ya conmigo, que otro gallo me cantara si ella estuviera. Que me pienso yo que, por encima de mi tontera, nunca se le despintó hacia mi persona el apego de madre.

         A quien le tenía de verdad querencia era a doña Medarda, la MaestrAmiga. Que ésa sí que se halló conmigo, y me entendió en mi ignorancia. Yo de letras, pues ya sabes: que entonces se me figuraba ser muy engorroso lo de escribir. Pero, cuando se lo decía a doña Medarda, en lugar de tupirme o de rebajarme, me decía: “mira, Catalinilla, no escribas si se te hace trabajoso. Como a ti lo que te prueba es pintar, pues pinta letras y luego les pones nombres”.

       Yo le hice caso, porque para mí lo de pintar ya sabes tú que es lo que más me gustaba en el mundo. Y mira tú si pintaría letras en la escuela de doña Medarda que aprendí a dibujar hasta tu nombre; ¡que hay que ver lo que te gustaba el cómo lo hacía!



       A Padre le perdí el apego cuando, en casa del cura, le pinté lo que hacíamos tú y yo debajo de la Puente, y por los cañaverales de la Vega. Pero no te creas que salió de mí el pintar lo nuestro. Es que se pusieron los dos a porfiarme de una manera que me metieron el agobio en el cuerpo, sobre todo el cura, que decía que me iba a ir al infierno si no me confesaba de mis pecados; y yo, para esclarecerles que lo que tú y yo hacíamos no podía ser un pecado, porque aquello era  lo que los ángeles tendrían que estar haciendo en la gloria  cada día, se lo pinté; y el cura se santiguó, y me mentó con una referencia que no sé qué quería decir, pero era más malo que lo de  llamarme tonta, por cómo le echaban ascuas los ojos. Y padre me atizó un guantazo que se me saltaron las lágrimas. Y todo por quererte. ¡Porque mira que te quiero, Pancho!

         Bueno, como te iba diciendo, pues a padre le perdoné lo del sostrazo. Pero lo que no le perdoné fue que me llevara en casa de la comadrona; y que la doña Pepita empezara a hurgarme con unas tenazas largas en las entrañas, como si fuera a arrancármelas; que hasta me puse a chillar y se me saltaban las lágrimas por encima de la vergüenza de ver a padre fijo en mis partes, con esos ojos chiquititillos y apretados que tiene, que parecen pozos ciegos…. Y todo porque había dicho el cura que “lo que naciera, si nacía, sería un pendón pecaminoso en manos de una “majadera” sin remedio”.  Yo no sé lo que es una “majadera”. Pero… ¡si yo te contara cómo me dolían el cuerpo y los sesos con lo que tuve que aguantar en casa de la comadrona…!

         Luego ya no me dejaban salir a la calle para que no se repitiera la preñez; hasta que a madre le entraron las ciciones, y a padre todo se le hacía poner a calentar calderos en la lumbre, para cuando le volvieran las tercianas poder amainarle las tiriteras. Ya no se ocupaba de otra cosa. Era como si el aliento de la muerte que rondaba por la cabecera de madre le estuviera sacando a padre del cuerpo un apego que nunca había demostrado.

       Entonces, −tú te recordarás de eso−,  yo me escapaba a la Vega, a ver si te veía. Y, cuando ibas llegando, yo te chistaba desde los cañaverales, con aquel cuchicheo tal que semejante al de las perdices que tú me enseñaste. Y si alguna tarde no llegabas, a mí se me abrían las carnes, y se me anochecía el talante.

       Por entonces, en el Pueblo, empezaron a llamarme “putón” además de tonta, y se corrió la habladuría de que tú le habías quitado la honra a padre. Y a él le sacaron aquella copla tan afrentosa que ahora me cantan a mí...

“Tiene un conejo precioso. / Si tú lo quieres tentar / vete al corral de su casa / y allí te lo enseñarán”.

       Hasta que padre se calculó para sus adentros que la honra solamente se lava en sangre…

       Ya te he contado en otras cartas que me puse peor de la sesera cuando padre te descerrajó el tiro. Yo creo que lo hizo para aliviarse de la faena de tener que vigilarme a mí la barriga y a madre las calenturas.

       Te juro que, cuando te vide muerto a la vera de padre, se me encendió tanta ojeriza por él como querencia te tuve a ti. Pero, pensándolo bien, todo no ha sido tan malo; ya no hay nadie que pueda hacerme la contra ni quitarme al novio; porque, desde que te tengo aquí enterrado, ya eres como más mío de verdad, y puedo venir a verte, y meterte cartas por la juntura de la losa, para que te hagan compaña. Tú habrás visto que no te he faltado la carta ni un día. Todas las santas tardes, desde que te dieron tierra, aquí he estado yo, con mi carta de amor de cada día, como si a donde te hubieras ido de verdad es a la “mili”, y yo te estuviera escribiendo al otro lado del charco, como decía doña Medarda cuando le escribía a las analfabetas cartas para sus novios.

       Yo por lo menos me aprendí a dibujar las letras para poder decirte lo mucho que te quiero. Porque ¡mira que te quiero, Pancho!

       Pero hoy tengo que decirte algo malo, y es que ya ha salido el juicio, y le he oído a la Ricarda, la barragana, que a padre se lo llevan a prisión de por vida.

       Te recordarás que te lo escribí; que, por la Pascua, cuando se murió madre, a padre lo soltaron, hasta que saliera la sentencia para que se ocupara de mí y me buscara acomodo. Pero ¿quién iba a querer cargar con un ser como yo que, como dice el cura, soy un pedazo de carne con ojos, con un buche que no se llena nunca, y con una boca que dice lo que nadie quiere oír? Y para colmo −como le tengo escuchado− un pendón sin enmienda.

       ¡Ay, Pancho!, si no te hubieras muerto, ahora tendría dónde recogerme. Que bien que me lo decías cuando lo nuestro: “mira, Catalinilla: vámonos a vivir juntos al chozo que tengo en la Vega, que a nadie puede incomodarle que nos queramos y que estemos bien casados”. 

       Pero el cura, sin querer casarnos porque decía que Dios no quiere casamientos de tontos. Y padre, tan cerril…, ¡mira que lo que te hizo…!

      Ahora dicen que, cuando encierren a padre, a mí me van a meter en el asilo. Que ni paga me queda para que alguien quiera recogerme a cambio de cobrarla. Así que no te extrañará que no venga a verte más por las tardes, y que no te pueda mandar más cartas.

       Y no es porque no te quiera escribir de lejos. Yo le pregunté al cartero que si a los muertos le llegaban las cartas poniéndole bien las señas, por si podía seguir escribiéndote. Pero no te voy a referir lo que me contestó el muy marrano, porque hoy no quiero incomodarte; que, si lo supieras, me pienso yo que te levantarías de tu tumba, y lo agarrarías por el pescuezo de semejante manera que enganchaste al manijero, la tarde que te dijo lo de “echarme un polvo todos juntos”, cuando nos pillaron a ti y a mi queriéndonos en los atrojes del grano. ¡Que hay que ver cómo te pusiste, aunque sin querer destaparme el misterio de tu enojo!, que fue la única vez que tú también me referiste de mala manera, y me llamaste tontorrona. Y no se me olvidará nunca el abrazo que me diste luego, mientras te lloraban los ojos como si fueras chico, en viéndome llorar a mí. No me recuerdo yo que nadie me haya dado en mi vida un abrazo llorado como el tuyo de aquel día. Por eso te juré, como tú me reclamaste, que siempre me iba a quedar a tu vera, aunque cayeran chuzos de punta; pero ya te darás cuenta de que no puedo remediar lo que remedio no tiene; que, cuando se lleven a padre, a mí me encierran en el asilo, porque no puedo apañármelas y gobernarme yo sola. Ahora sí que nos separan de verdad, Pancho;  y nos va a poder la vida en lo que la muerte no nos ha podido.

       Así que, si Dios no lo remedia, ésta tiene que ser mi última carta, porque de seguro que mañana me llevan a ese sitio que te he referido.

       Si puedo escaparme, por mis muertos te juro en esta tumba que me escapo para venir a hacerte compaña.

       Pero, si Dios no me da luces para encontrar el portillo por el que escaparme, que sepas, por esta carta, que es la última que te meto en la tumba, todo lo que te quiero.

       Porque ¡yo te quiero, Pancho!

 

         Gaviola en Marineda. En un 21 de Diciembre de 2001.

 

        

 

 

 

     

EN LA ERA

(Romancillo de Pancho)

 

Antes de cerrar la noche

al dar de mano aquel día

se puso el primer lucero

encendidito de envidia.

Fue por Agosto. La era

preñada y recién mullida,

nos sirvió como canasta

inocente y encendida.

Casi sin querer rozaste

con cabecillas de espiga

un recodo de mi cuerpo

que en ansias se consumía,

mientras le ponías canciones

a la líquida rutina

del discurrir de la acequia

que remansaba cansina.

Yo corté dos amapolas

rojas como mi fatiga

y en el centro de la era

te reté con florecillas

metiendo en ellas los besos

que entre los labios me ardían.

Sin terminar de querernos

nos pilló la amanecida

hurgándonos en el cuerpo

con ansias de más caricias

Le pedí al aire toallas,

y al amanecer cortinas

para secar mis sudores

y taparme las fatigas

que se me estaban subiendo

pecho adentro, cara arriba.

Y me atusé con desgana

dos o tres pajuelas chicas

que con aquellos trajines

entre el pelo se escondían.

Tú te echaste al abaleo.

Yo, con los haces de espigas,

a cortarle los ramales

que en el tajo les ponían.

Y los dos, a murmurarnos

con maliciosas risillas

la buenura de la noche

tan llena de picardías.

Antes de llegar la siesta,

casi por el medio día

se vino el viento solano

sobre la parva extendida

mientras renegaba el amo

hablando de horas perdidas:

“que, si se pone a llover,

esta parva se extravía...”,

“que si esto..., que si lo otro...”,

“que está lista la maquila...”,

“que se arrejuntan las granzas

con el trigo de la orilla...”.

“Que si dicen que rezongo...”.

“Que este ventarrón me ruina...”.

 

Entonces, como los vientos

abaleaban con ira

y a la contra aquella parva

juntando pajón y espigas,

perdiéndonos, camastrones,

tras los costales de harina

nos echamos a querernos

para aprovechar el día.

 Gaviola de Aznaitín

 

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