VA DE...Batiburrillo literario

martes, 3 de agosto de 2021

INICIACIÓN

(Memorias de una desmemoriada)

 A mis alumnos y alumnas, casi todos mayores que yo, de la Escuela de Alfabetización de Adultos del Barrio de Santa Isabel, en Jaén, que en el año 1964 me llevaron, como una más, a sus reuniones de partido. Hasta que “los grises” nos descubrieron. Pero yo iba bien vestida…

  Las cosas no son como fueron, sino como cada cual las recuerda. Lo otro, a lo que llaman “verdad” es pura fantasía.

Yo me inicié en las máquinas.

        En las máquinas de los bares de aquel Jaén de 1963 – 1964 al que llegué con mi flamante título de Maestra Nacional, sin haber cumplido todavía los veinte años, aunque aún no sabía a ciencia cierta que era tan joven, ni que aquella “iniciación” iba a marcar mi vida hasta ahora, cuando ya sé que he iniciado con plena conciencia la insonora carrera de la vejez.

        Hablando de iniciaciones, me permitiré un inciso para dejar dicho que una sabe que se ha iniciado en vejeces cuando se compra el primer pastillero con compartimentos donde clasificar las píldoras de la semana. Junto a los recuerdos.

        Y, ahora, sigamos.

        Aquel 22 de noviembre de 1963 estaba delante de mi primera máquina, en un barecito que había por entonces en la esquina de la calle La Luna con el comienzo de la calle Maestro Cebrián, en el que solía desayunar algunas veces antes de acudir al entrenamiento de baloncesto en el cercano polideportivo del Estadio de La Victoria.

        (Por cierto, que, visto desde la lejanía de los años, se me hace extraño entender por qué todo lo de entonces se llamaba “de la Victoria” cuando lo que he aprendido a lo largo de lo que llevo vivido es que allí y por entonces la única victoria que hubo fue la del miedo. Un miedo cerval y humilladizo a ser señalado por el dedo de los que madrugueaban con camisas negras y correajes de supermanes con pistola por los alrededores del terrible Cementerio de San Eufrasio).

        ¡Victoria!

        Estadio de La Victoria, plaza de La Victoria, barrio de La Victoria, conmemoración de La Victoria, monumento a la Victoria, signo de la Victoria…

        ¡Himno de la Victoria!

        ¿Es que nadie se da cuenta de que toda victoria, cualquier victoria se alimenta de la carroña de vencedores y vencidos? ¿Es que nadie se da cuenta de que toda victoria se comienza con los torcidos renglones del Mein Kampf[1] y se termina engatillando el dedo en el percutor de la muerte?

          ¡Viva la muerte!

         Aquella mañana de noviembre con olor a café “TuesteNatural” cortado con leche de cabra, mientras andaba yo indecisa entre el “Somos jóvenes” del Dúo Dinámico o el Concierto de Varsovia[2] en la versión de Richard Addinsell y Roy Douglas, se descolgó la noticia del asesinato de Kennedy desde el aparato de televisión, abandonado a su suerte por encima de la puerta del barecito La Luna.

        A pesar de que por aquellos años de incensarios y de escaseces recién remontadas a duras penas no era habitual saber demasiado de protestantes institucionalizados y presidentes de Estados Unidos, el tal Kennedy me sonaba a mí bastante porque, apenas cuatro años antes, las internas adolescentes del Colegio de las Carmelitas habíamos tenido doble ración vespertina de capilla, demandándole a Dios con garbanzos bajo las rodillas que fuera Kennedy quien ganara las elecciones frente al protestantón rival, para poder tener a su servicio en la Casa Blanca el primer (y único) presidente católico de EEUU. De paseíllos bajo palio sí que teníamos mayor conocimiento las flamantes Maestras Nacionales, siquiera fuese por lo del NO-DO y esas cosas. A lo mejor, −pensábamos las inducidas colegialas− si ganaba Kennedy, hasta lo veíamos salir en el NO-DO envuelto en sahumerios de incienso y mirra junto a nuestro Caudillo nacional.

        En Jaén no pasaba lo que pasaba en Bedmar, a donde no llegaba la señal a causa de tantísima montaña. En Jaén, con lo de ser la capital, la tele se veía sin “nieve”; y la muerte de Kennedy en directo, retrasmitida desde un Dallas lleno de cochazos entre los que no se veía ni un solo “Seiscientos[3]”, no estaba nada borrosa. Era tan de verdad como las que se contaban en voz baja, cerca de las tapias de nuestros cementerios de antes, durante y después de la Guerra, aunque lo de la tele fuera en blanco y negro y lo de las tapias en vil granate.

        El dueño del Bar la Luna, con su bayeta GrisMarengo a juego con el mandil sobre el hombro izquierdo, y su mano derecha suspendida en el aire a manera de saludo falangista a medio ajustar, bizqueó hacia las alturas y desorbitó un poco los ojos antes de indicarme la inconveniencia de echar a rodar la máquina con un “según ha amanecido el día, me pienso yo que puede no ser buena idea lo poner en marcha la gramola”.

        ¡Para qué iba a quedarme allí, si ni siquiera podía escuchar música!

        Era un viernes fresquito y luminoso como tantos otros en Jaén al final del otoño, y yo disponía de dos elementos esenciales para consolarme: el día entero de libertad no vigilada, hasta las seis de la tarde en que comenzaban mis clases para analfabetos en el Grupo Escolar Alcalá Venceslada, en el cercano Ejido de Belén, y unas ganas inmensas de no sabía muy bien qué, tan propias de los veinte años no cumplidos, sin nadie a quien darle cuentas de MíMisma, y sin la amenaza de los exámenes al acecho. Un año antes había terminado mi carrera de Magisterio con la calificación máxima en la reválida; en el último curso aprobé las oposiciones también de forma brillante. Ahora se trataba de brillar/campar por mis respetos, aunque la minoría de edad me impidiera algo tan elemental como viajar sin autorización materna por escrito o sacarme el carné de conducir.

        Eché a andar calle abajo, dejando a mi espalda el corto trecho que quedaba desde Maestro Cebrián hasta la Avenida de Madrid, crucé por la calle Virgen de la Cabeza, con sus biliosos edificios de casas de protección oficial, y, camino del Paseo de la Estación, pasé de largo por delante del Estadio de la Victoria, donde, por el silencio de sus instalaciones, en las que otras mañanas se desbravaba una algarabía veinteañera, supuse que aquel día se habrían suspendido los entrenamientos para guardarle el luto al americano. Por aquellos años, bastaba la mínima disculpa con muerto de por medio, incluido el del Viernes Santo, para echar el cierre a cualquier esparcimiento físico, al dial de la radio o a la carne de comer o de la otra sin previo pago de bula.

        Crucé al otro lado de la acera del Paseo de la Estación y me detuve instintivamente delante del bellísimo e inquietante edificio de la Prisión Provincial que, durante mis estudios de maestra, tantas veces me había cautivado, cuando aparecía en alguna de las diapositivas que nos pasaban en clase, en la inolvidable Escuela Normal “María Díaz Jiménez”.

        Volví ahora la vista hacia la cercana estación de ferrocarril y no pude evitar un estremecimiento al recordar lo que nos contaba nuestra minúscula y exquisita profesora de historia, doña Rosario Jardiel Poncela, sobre “los trenes de la muerte[4]”.

        De repente se me habían quitado las ganas de subir hasta el centro de Jaén; bastante ración de muerte había traído ya ese día, y no estaba yo por la labor de que se me cortara el cuerpo pasando por los lugares en los que, pocos meses después de lo de los trenes, se tomarían la revancha los del bando contrario por orden de Queipo de Llano[5].

        “Banderías”

        Esa fue la única y rotunda palabra que se me incrustó en un rincón demasiado ácido del estómago, mientras pensaba en el afán que le ponen los seres humanos a lo de las guerras y las venganzas.

        ¡Banderías!

        ¡Bandinerosos!

        Definitivamente abatida por los disparos de lo ajeno, sin saber muy bien hacia dónde dirigir mi merodeo, remonté por la acera de la derecha del Paseo de la Estación hasta llegar bajo la escalinata que salva el pronunciado desnivel entre la calzada y la iglesia de Cristo Rey, de la que en ese momento escapaba a bocanadas una sinfonía tristísima de voces y notas jamás escuchadas. Los de allí adentro no debían haberse enterado −pensé− de que acababan de matar nada menos que a Kennedy, un católico de barras y estrellas con esmoquin, que yo me representaba en aquellos momentos cual mártir sin desvirgar, con los ojos vueltos por encima de un palmito al más puro estilo “MariaGoretti”. O, a lo mejor, les pasaba lo que a mí: que habían sido tan dolorosos los garbanzos de debajo de las rodillas en demanda de su elección que en el fondo me alegraba de la revancha. Pero los de allí adentro ¿de qué se alegraban? Fuera como fuera, yo no estaba dispuesta a arrepentirme de mis querencias por la música por muy muerto que estuviera aquel lejano católico, y sus cristianerías. Y menos, siendo el mismísimo Dios quien me mandaba tan sonora tentación desde su propia casa.

        Atraída por la polifonía más que por la piedad, escalé sin dificultad la empinada escalinata dispuesta a resarcirme del silencio de la gramola del bar La Luna. Me pareció una buena elección la de tomar asiento junto a la capilla de la Hermandad del Silencio y, tras intentar con éxito silenciar mis descarríos, me embebí en lo que escuchaba, de seguro que con la misma cara de éxtasis como la que se me ponía cuando en el internado nos permitían visitar el colegio de los Maristas: “Adoramus te Criste et benedicimus tibi…”.

        Una comezón excitante, una sensación angélica comenzó a enervarse a todo lo largo de mi columna vertebral hasta erizarme los pelillos de la nuca, arquearme el empeine y encalabrinarme los dedos de los pies; si la muerte del tal Kennedy había servido para cambiar la gramola por el órgano, y el ratoneril “Somos jóvenes” por el orgásmico “Adoramus tibi”, bienvenida fuera −me regodeé sin contrición−. Pero la melodía se interrumpió antes de darme tiempo a absolverme a mí misma, y pronto, en mi interior, la eficaz inoculación de la culpa bíblica comenzó a echarle un pulso al placer de los sentidos hasta engurruñirme de nuevo el ánimo, de manera que, hecha como estaba a lo de poner parches en las ruedas de la bicicleta y en las cámaras del alma, me dispuse a apañarme un tan eficaz como rotundo remedio. Cuando el órgano atacaba nuevos compases, me levante y fui en busca del confesionario de don José Arriaza, aquel cura sublime, aquel hombre de cósmica humanidad al que había conocido algunos días antes en una reunión clandestina de las J.O.C., y que estaba segura de que no me preguntaría que “cuantas veces” con la mano manipulando por debajo de la botonadura de la sotana ni me reprocharía mi incapacidad para mostrar algo más que curiosidad por la muerte violenta de un católico tan importante, cuya muerte dejaba en manos impías y protestantes a un país tan grandísimo como EEUU.

        −“Ave María Purísima”.

        −“Sin pecado…¡hombre, tú por aquí…! ¿Y cómo dices que lleváis lo de los alojamientos del Ejido Belén?”.

        −“Ahí va… No hay quién meta mano en esa calle de Artesanos, que más que una calle es un albañal. Así que ya me dirá usted si le van a quedar ganas a las criaturas de venir a la escuela a alfabetizarse cuando les falta tiempo de triscar por aquel barrizal para ir al pilar a buscar agua con la que lavarse las pupas”.

        −Ya sé, ya sé… ¡Tantísima miseria en el centro mismo de la ciudad! Pero tú no te metas en mayores berenjenales hasta que no se decida lo que hacer, o los dejamos aún más desamparados.

        −No, si yo lo que hago alguna tarde, si no viene nadie a clase, es darme una vuelta por sus chabolas a ver si puedo meterles en la mollera la conveniencia de que mantengan limpia a la chiquillería y vayan al preventorio a buscar leche en polvo.

        −Eso me parece sensato. ¿Pero qué haces entonces por aquí?

        −Pues no se vaya usted a creer que he venido exprofeso por algo de lo que tenemos entre manos. ¡Quiá! Es que, pasaba por aquí, escuché los misereres, me quedé a oírlo y, de repente, me acordé de que usted era el párroco y que podría aprovechar para confesarme…

        −Mira, a no ser que tengas algún pecado de los de verdad, suponiendo que los haya, al que necesites darle suelta, vámonos a hablar a otro sitio. Esta no es conversación para un confesionario. Aunque, bien mirado, titubeó y según se están poniendo las cosas con esa acémila de gobernador gallego que nos ha tocado en suerte, te aseguro que tampoco hay en todo Jaén un lugar más seguro que este para hablar de lo de nuestros muchachos de las J.O.C.S.

        −Eso es verdad. Nunca se ha hablado de que los “grises[6]” anden sospechando de los confesionarios. Y lo de si tengo algún pecado…, pues mire usted, que lo de Kennedy más que dolerme me ha irritado, y no por piedad cristiana, sino porque me ha dejado sin mi música de gramola de cada mañana, y sin mi entrenamiento de baloncesto que tanto me distrae y tan malos pensamientos me quita. Menos mal que el órgano y el coro de aquí me ha compensado.

        −Palestrina[7].

        −¿Palestrina?

        −Si: el coro de la Hermandad de Penitencia, que está ensayando el “adoremus te” de Palestrina para la Semana Santa.

        −¡Ah! No conocía yo esa música. ¿Y qué me dice de lo de Kennedy?

        −¿Que qué te digo? Que, si tuvieran que dolernos todas las muertes, o confesarnos por todas las muertes que no sentimos, o desatender toda la vida que damos… Pero dejemos a los muertos en paz. Mejor dolerse por los vivos y ocuparse de ellos.  ¿No crees?

        De repente comprendía que a mí lo de Kennedy se me quedaba demasiado lejos de mis veinte años no cumplidos ni maleados por rencores ajenos. Y a aquel párroco asombroso, a aquel hombre inolvidable le quedaba demasiado cerca su propio pecado de amor fructificado.

        Luego vino lo que vino.

 En “CasaChina”. En un 3 de Agosto de 2021

 

 



[1] Mein Kampf. MI LUCHA: libro en el que Hitler plasmó su ideología.

[3] SEAT 600: fue el coche español de los años 60.

https://es.wikipedia.org/wiki/SEAT_600

[4] LOS TRENES DE LA MUERTE: masacre de presos sacados de la Prisión Provincial y de los sótanos de la Catedral, propiciada por el bando republicano en los primeros días de la Guerra Civil. https://www.diariojaen.es/cultura/el-tren-de-la-muerte-una-oscura-pagina-de-la-historia-XN6681606

[5] BOMBARDEO DE JAÉN:  se produjo el 1 de abril de 1937, ordenado por el bando sublevado como acción de castigo a la población civil.

 https://es.wikipedia.org/wiki/Bombardeo_de_Ja%C3%A9n

[6] LOS GRISES se refiere al Cuerpo de la Policía Armada creada durante el régimen franquista, y llamada así por el color de su uniforme. Hacia 1960, y a través de la creación de la Brigada Antidisturbios, su actividad es orientada hacia la dura represión de movimientos obreros y estudiantiles contestatarios con el régimen.

 

domingo, 25 de julio de 2021

AJTUN

(De cómo le busqué nombre propio a mi común GasteroMascota)

        Digo yo que de alguna manera tendría que llamarlo ya que, por poco común que resultara, lo había adoptado como propio. Y, además, ya se sabe: bautizar a las criaturas es tomar posesión de ellas.

        A falta de información directa que pudiera o quisiera facilitarme el interesado, decidí llamarlo Ajtun[1], y no por ninguna razón especial que tenga que ver con caracoles o con cualquier otra cosa arrastrada; quiero dejar claro que, aunque alguna vez le escuché pronunciar la palabreja a aquella compañera de piso alemana con la que conviví cortos años junto a la Plaza de España, ni siquiera sé lo que significa en alemán. A lo más que alcanzo es a saber que lo de “achtung” se escribe con “ch” en lugar de con una “j”, aunque de viva voz suene a jota.

        Últimamente he averiguado que, dependiendo de que lleve diéresis sobre la “A” o no la lleve, la cosa cambia mucho para los que sí saben alemán, tanto escrito como sonoro.

        Sucede además que “Ajtun” me suena contundente; como a mí me gusta que suene mi voz a la hora de tratarme con presuntas mascotas, con lo que llegué a la conclusión de que esa sería una buena manera de compensar tan sumisa mansedumbre, arrastrada y babosa como la del flamante okupa de mis espacios aledaños.

        Recuerdo que, por los mismos días en que resolví adoptar al insigne caracol de mi jardinillo, le puse un mensaje a un amigo de esos a los que la lejanía y la provectidad convierten en MejoresAmigos; y, a falta de mejor tema −que justo es decir que nunca nos faltan desde que estamos lejos− decidí contarle lo de mi MascotaCaracol tal como ya lo tengo contado. No tardó él, −mi MejorAmigo, digo− en responderme, más como una verificación de cordiales excentricidades que como una queja sobre el hecho de que la buena nueva de mi reciente e inocua compañía no provocaba precisamente sus celos. Por el contrario, le regocijaba, y se refocilaba en una confidencia que había conseguido hacerle pensar un poco, (no mucho), y sonreír otro poco, (algo más), ante la imagen que se le había venido a la cabeza: la de una amazona de mandingas marchitas en trance de amaestrar caracoles a punta de látigo viperino. Luego, con esa habilidad suya de sentenciar, concluyó: “El caracol es una criatura que va a lo suyo y no se caracteriza por su sociabilidad (acaso porque siempre es visto como alimento o, si no así,  con asco) pero ciertamente no molesta demasiado, que ya no es poco”.

        Para rematar tan sesudas consideraciones, y haciendo gala de su prodigiosa habilidad hilativa[2], acabó por ovillar la cosa del CaracolGasterópodo con la ConvivenciaAntropófaga, para alertarme sobre la conveniencia de tener siempre previsto el recurso de un “escondrijo propio dentro de madriguera ajena”.

 

(NOTA PREVIA A SEGUIR ESCRIBIENDO: por lo que sé, (o, a lo mejor, no) la casa en la que vive este MejorAmigo mío es tan propia como de LasEllas que le dan compaña; pero ya se sabe que, cuando un hombre se atreve a dar cuartelillo a las “adláteres” de la última “mujer-de-su-vida”, como parte integrante del lote amorosil, acaba por perder cualquier sentido de pertenencia. Del habitáculo, quiero decir).

 

    “Veo que has entendido lo que yo llamo "ponerse en función caracol" −le respondí a mi vez, al tiempo que brotaban en mi interior las primeras sospechas de que lo de mi caracol iba a traer cola−. “Hay que aparentar tener casa propia y, sobre todo, desplazable; llamémosla "laberinto propio". Y no olvides −proseguí, inspirándome ahora en las cautas maniobras evasivas que empezaba a descubrir en Ajtun− que lo primero que hay que enseñar al salir del laberinto son los cuernos. Eso sí: asegurándose bien de que, al final de ellos, quede una especie de mirada de falsa sumisión retráctil.

“¡Humm! Lo de desplazable…”.

 

(Así que, de toda mi campanuda parrafada, la única palabra a considerar por mi CiberAmigo era ese “desplazable” ambiguo). Lo pasé por alto dispuesta a meditarlo más tarde como conviniera, y proseguí:

“Otra cosa: −tecleé, mientras, de manera simultánea, paladeaba con la imaginación la lasciva exquisitez del lomo de mi mascota, escaldada a fuego lento, −un suponer−, y adobada con un toque de hierbabuena−: sobre todo, no olvides que en cualquier amago de huida ha de adoptarse un cierto aire de imprescindibilidad ruinosa; una catadura entre lo nutricio y lo desechable.

“¡Ajá! Imprescindibilidad…”.

 

        O mi MejorAmigo, estaba en trance de dicharacheo monosilábico, o yo estaba en racha de incontenible charlatanería, a tenor de su/ mi/ nuestra primorosa y dispar expresividad.

 

    “…Conseguido lo que ya te he sugerido, −retomé mi facundia− puede uno instalarse en cualquier jardinillo, propio o ajeno, sin miedo a que el barullo de las inevitables broncas convivenciales nos carcoma el barniz y nos apolille las cajoneras, más allá de lo que arañaría el roce del papel de lija sobre la madera verde”.

 

        Se acercaba la hora del yantar solitario de cada día. Mientras observaba, ya sin disimulos y con ojos de gula manifiesta, cómo mi mascota se cimbreaba y babeaba sobre la barriga de la única berenjena engordada en mi maceta preferida, pasó por la pantalla del ordenador un silencio tartamudo, que se diluyó en reverberaciones virtuales antes de convertirse en una interrogación filosófica:

      −¿Tú crees que transustanciarse y trasmutar en caracol no resulta algo peligroso?

 

        Por un momento me solivianté pensando lo que tantas veces he pensado en estos últimos años: este MejorAmigo mío, a pesar de la distancia, −o quizá gracias a ella− tiene el don de adivinarme el pensamiento; sobre todo, cuando el pensamiento es avieso y fagocitario. Se hacía imperiosa una respuesta por mi parte que me dejara en buen lugar:

        −En efecto, existe un único peligro, MejorAmigo: el del pisotón distraído.

        −¿Distraído?

 

        (¿Qué? ¿Se nota o no se nota que es gallego?).

 

        −Digo “distraído” porque no conozco a nadie a quien le guste ir por ahí pisando caracoles a caso hecho[3].

        −Pero ¿qué pasa si el transmutado cornúpeta se topa de frente con una de esas criaturas pisacaracoles vocacionales? Que, como las meigas, haberlas, hailas…

 

    Realmente, mi brillante MejorAmigo me lo estaba poniendo difícil. Pero, por mucho tercer grado al que me sometiera con su interrogatorio, no sería yo quien diera mi brazo a torcer −en este caso, mis letras− sin aparentar un ingenio que, entre nosotros, no es otra cosa que el manido “aluvio[4]” del Código Civil, propio de quien tanto ha vivido ya en tan diferentes sotos de ríos más o menos mansos, viendo cómo, con cada crecida, ensanchan y se recrecen mis orillas con los mejores sedimentos.

        −Hasta eso tiene un remedio −escribí−. Busca el abrigo de un buen follaje.

        −¿Follaje…? ¡…Follaje!

 

     (Ay, señor. Algo no funcionaba, como suele suceder en esto de las conversaciones a distancia sin derecho a roce).

 

        −¡A ver, tú!, que te estás yendo por las ramas y no sabes cómo ladearte de la tarea de mullir farfolla[5]. Parece mentira que te pases la vida practicando conmigo tu condición de gallego, y pases por alto el detallillo de que, en tu lengua, “hojas” se escribe “follas”.

        −¡Ah, bueno! Tú me estás hablando de “follaxe”, con “x”…

        −Como tú digas. Con “x” de México o con “j” de… de lo que estás pensando. ¡No te jota! (eso último no lo escribí). De lo que yo estoy hablando es de fronda, de boscaje, de espesura… ¡De hojas, j…!

        −¿Hojas? Tu siempre barriendo para tu corral. Jajaja

        −Jeje…¿Mi corral dices…?

        −Tu corralico foliar digo. ¿A que, con lo de las hojas, te estás refiriendo a hojas de papel? ¡Vamos! A hojas escritas o de las de escribir.

 

        (¿No decía yo que éste me adivina los pensamientos?).

 

        −Eso es: ¡Escritas! Vaya, concretando: que no hay mejor escondite que la hojarasca de los libros. Y, cuanto más espesa, mejor. Te aseguro que lo de los libros suele ser un buen refugio en tiempos de tempestad.

        ¡Ah! Follemos, pues.

        −¿Estás seguro de que se dice así? 
        −¿Qué dis?
        −Lo de “leamos”. ¿En gallego, no se dice “imos ler”?
        ¿Se dis?
        −No sé. A mí que me registren. El gallego eres tú.
 

En CasaChina. En un 24 de Julio de 2021

https://soco-marmol.blogspot.com/2021/07/ajtun.html

 


[1] Achtung: respeto, estima, aprecio

Ächtung: excomunión, anatema

 

[2] Hilativa de hilar, con h, de hilar, enlazar o conectar; ni de la conjunción huérfana de “h”.

[3] “A caso hecho”: locución adverbial recogida en el diccionario académico. Remite a la expresión «a cosa hecha».

[4] Aluvio: (accesio) forma de adquirir la propiedad según el Art. 353 C.c. la propiedad de los bienes da derecho por accesión a todo lo que se le une o incorpora, natural o artificialmente.

[5] Farfolla: hojarasca que recubre las panizas o mazorcas. Con esas hojas se rellenaban los colchones en las casas donde se carecía de medios para comprar lana.

TU DERECHO A DECIRLO

  (Periodiqueando)   ¿Tolerante yo? ¡Vamos, anda! A ver: ¿quién de nosotros nos atreveríamos a sostener que "toleramos" a quiene...