(Méndez Núñez, 7)
No todo lo que cuento en estas historias fue cierto.
Pero podía haberlo sido.
Ahí
siguen a lo suyo las escuelas de siempre, como si “el siempre” fuera un “ya
mismo”.
El
Grupo Escolar <GENERAL FRESNEDA> aguanta el paso del tiempo con más
dignidad en sus hechuras primerizas que atención de los munícipes actuales,
quienes, si no lo han mandado, han permitido el que se haya “adosado” a su cara
norte, frente al que fue pilar del Cristo, toda una formación de marciales contenedores
de basura, atiborrados hasta el vómito de sus fauces, abandonados a su suerte
como putas callejeras que andan en enseñar sus vergüenzas climatéricas, y
esquivando el pobre y regio edificio como ha podido las ínfulas indocumentadas
y algo catetillas de alcaldes tardofranquistas, desertores de la
<ENCICLOPEDIA ÁLVAREZ, segundo grado>,
y obsesos de la piqueta, siempre que sean manos ajenas las que las manejen; los
mismos que se cargaron de un plumazo con borrones otro pilar emblemático: el de
senos de piedra de la Plaza. Eso por no hablar del lavadero de detrás de la
Parroquia o, más recientemente, la pintura del capelo cardenalicio que lucía su
histórica epopeya desde tiempo inmemorial por encima del muro de la casa del
sacristán adosada a la fachada sur de la parroquia, donde ahora agoniza de por
vida un Cristo sin posible indulto.
Debía
ser por los años anteriores al 1958, año en el que mi padre ganó las
oposiciones para ocupar el cargo de director del grupo escolar del que estoy
hablando, en el que don Pedro Carriquí ejercía de director interino desde una
de las aulas de la izquierda según se entraba, que era la zona de los niños; su
mujer, doña Ana María, daba clase en el área de las niñas, las aulas de la
derecha, y su hija, Ana Mari, zascandileaba con ademanes de hija de los transitorios
directores, situación que vino a prolongarse por la repentina muerte de mi
padre antes de darle tiempo a tomar posesión del cargo, y hasta que llegó la
titular e inolvidable doña Filo.
En
algún rincón oculto, misterioso y nunca visto por la chiquillería de ese grupo
escolar de <GENERAL FRESNEDA>, el mismo que actualmente ha recuperado una
de las dos palmeras que, vaya usted a saber por qué deméritos, rindieron su
lábaros al filo de hacha arboricida de por aquellos años, habitaba por entonces
Carmela, una solitaria y enlutada guardesa, que ahora se llamaría bedela, cuyo
pelo entrecano y cuyas hechuras algo desparramadas y entradas en carnes daban
fe de una cierta edad y una secreta disponibilidad de tener qué echarse a la
boca cuando las cartillas de racionamiento no daban de sí más allá de un sopicaldo
de lentejas con gorgojo.
Aquella
guardesa se llamaba Carmela, y era la primera cara que veían la chiquillería al
entrar a las escuelas y la última que contemplaban mientras echaba la llave a
la verja del jardinillo de la delantera del grupo escolar cuando la tarde daba
de mano,
mientras ella se canturreaba a sí misma en apenas un murmullo inaudible del que
no conseguíamos sacar otra información que no fuera el soniquete y el
estribillo:
…tatatata−ta−tatata/ rumba la rumba
la rumba la/ ay, Carmela…
“Esa copla
no debiera cantarse delante de los chiquillos” −escuchamos decir un día a uno
de los maestros, cuando estábamos en el vestíbulo del piso bajo, donde,
aprovechando sus anchuras, y el hecho de que fuera la división entre la zona de
las niñas y la de los niños, nos juntaban a media mañana, antes del recreo, para
repartirnos el tazón de leche en polvo de “la ayuda americana”.
La conversación
se animó, sin echarle cuentas a que la chiquillería estábamos con la oreja
puesta a lo que se cruzaban nuestros maestros:
“¿Y qué
tiene de malo esa copla?A fin de cuentas, es una canción fascista” −terció don
Ramón, otro de los maestros de entonces, para quien lo de ser fascista venía a
ser algo así como un mérito añadido para cualquiera que quisiera mantener un
puesto más o menos provechoso de funcionario en lugar de verse en las
estrechuras en las que se veía la pobre doña Medarda, de la que ya hablaré otro
día, por ser hija de quien era.
“¿Fascista
esa copla? Mira, no digas disparates, que luego se le trastornan a uno las
ideas. Esa canción se la echaban las milicianas de los Callejones a la Carmela
cuando era moza, y pasaba camino del cementerio para ir a socorrer a los que habían
<<paseado>> la noche de antes”.
“Pues, por
lo que yo tengo escuchado, esa canción la cantaban los falangistas cuando
entraron gloriosos en Jódar”.
“Seguro
que sería nuestro Generalísimo el que la mandó hacer para lo de la Victoria”.
“¡Anda ya!
Pero si eso ya lo cantaban los que le presentaron cara a Napoleón. Vaya que es
anterior, incluso, a lo del himno de Riego, al que pillaron aquí mismo, en los
alrededores de este pueblo, y le pasó lo que le pasó”.
No me pasó
a mí desapercibida aquella controversia en contra o a favor de que nuestra Carmela
se jaleara a sí misma con una canción que yo siempre pensé que habría sido
inventada por la propia bedela, y que, de repente, me daba cuenta de que ni los
mismos maestros, que se suponía que lo sabían todo, lograban ponerse de acuerdo
en saber de dónde venía. Cosa que tuvo a su vez un conciliábulo de colegiales
en el patio de recreo.
−Los
maestros dicen que la copla que canta la Carmela es una copla fascista −solté, tratando
de meter misterio en el corrillo que se formó en mi entorno cuando anuncié que
tenía algo que decir.
−¿Fascista?
¿Y eso qué es lo que es? −disparó más que preguntó el Tani, el hijo del
herrero, con aquel gracejo suyo que disolvía al instante la asimetría de su
cabeza.
−Eso es
ser lo que se debe de ser −terció el nene del cabo de la Guardia Civil.
−Pues yo
se la escuché cantar un día a la moza de mi casa y le pedí que me la enseñara.
No veáis la satisfacción que tenía en el cuerpo cuando me la aprendí de memoria
pensando en el alegrón que les iba a dar a mis padres. Con lo que yo no contaba
era con el sostrazo que me gané, que casi me saltan los dientes, una noche que
la canté cuando estábamos cenando después de escuchar el Parte
−terció alguien más.
−Por si
acaso −dije yo tratando de dominar la contienda− será mejor no cantar nada que no haya pasado la censura. Y
menos la de ay, Carmela.
−¿La
censura? ¡Como si una copla fuera una película de las de Silvana Mangano, que hasta
les ponen la cinta negra en el cajetín de la parroquia para que la gente
decente se abstenga. Aunque, según dicen por ahí, tu padre estaba en el cine donde
la echaban el verano pasado y ahora tendrá que confesarse doble cuando llegue
la confesión general de la cuaresma y se confiesen los hombres −se escandalizó
Marilina toda melindrosa ella.
No me dejó
a mí muy satisfecha aquella revelación de Marilina sobre mi padre y su pecado
de cine. Pero aún me dio más que pensar lo que pasó pocos días después, cuando,
en lugar de ser Carmela la que abriera la puerta de las escuelas, fue un
hombrecito revenido y silencioso quien giró la llave.
−Buenos
días, Martín −elevó la voz mi padre, todo afectuoso, dirigiéndose al hombrecillo
recién aparecido.
−Muy buenos
los tenga usted, don Ángel.
−¿Y la
parienta? ¿Qué tal ha ido esa… primera noche? −siguió preguntando mi padre, taimado,
sin soltar mi mano.
−Ahí está,
don Ángel, medio corrida de vergüenza, más por habernos casado a estas alturas
que por la cencerrá’ que nos dieron anoche, como debe ser, para hacernos purgar
por semejante osadía de casarnos a nuestra edad.
−Eso no ha
estado bien, Martín. Eso habría que remediarlo.
Tuvo
que pasar mucho tiempo para saber yo qué era lo que no había estado bien, y le
causaba tantísima vergüenza a la Carmela: si lo de casarse a la edad de tener
nietos en lugar de hijos o lo de tener que aguantar la cencerrada con la que se
les fustigaba a los viejos de entonces atreverse a casarse.
¿Lo
de casarse sería pecado? Y, si era pecado, ¿por qué se casaba la gente "para no vivir en pecado" como sermoneaba la catequista?
De lo que sí que me acuerdo de aquel día
como si fuera ya mismo es de la voz de la Carmela, sonora como nunca se había
escuchado, avanzando por los luminosos pasillos de las escuelas, descolgándose sobre
el patio de recreo desde algún lugar secreto donde ella tenía su vivienda, en aquel
Grupo Escolar <General Fresneda>:
…En
los frentes de Gandesa, rumba la rumba la rumba la /
no
tenemos munición y Carmela, ay Carmela/
no
tenemos munición…
Pero nada pueden bombas / rumba la
rumba la rumba la
donde sobra corazón, ay, Carmela,
ay, Carmela…
−Contenta la has puesto, Martín −silabeó mi
padre con aquella risilla suya con la que decía sin decir cuando quería
confundirme.
−S’ha hecho lo que s’ha podío, don Ángel
-compadreó Martín, cazurro a su manera, hasta acabar por confundirme él también,
como si entre mi padre y él hubiera un secreto pecaminoso del que tenían que
redimirme hasta que yo decidiera lo de casarme o no si es que podía.
En CasaChina. En un 16 de
Enero de 2022.
DAR DE MANO: Soltar.
Terminar una tarea al terminar el día. Expresión con la que se refería el hecho
de terminar la jornada de labor en el tajo al que habría que volver al día
siguiente, y que no hay que confundir con el “remate” de cualquier campaña
campesina.[De mi <EXPRESIONARIO DE MÁGINA>, inédito].