Quienes escribimos encontramos el camino propio en seguir leyendo a los maestros, no para imitarlos o desalentarnos creyendo que nunca llegaremos, sino para asegurarnos de que lo nuestro también puede convertirse en una maestría con solo confiar en lo que vivimos, vemos y escuchamos, para convertirlo en fantasias a fuerza de trabajo.
Hoy...algo imprescindible
Mo Yan: Discurso al recibir el Premio Nobel de
Literatura en 2012.
Estimados miembros de la
Academia, señoras y señores:
Gracias a la televisión
y a internet puede que ustedes hayan conocido mi pueblo natal, el distrito
Dongbei de Gaomi, que está muy lejos de aquí. A lo mejor puede que hayan visto
también a mi
padre,
un señor de noventa años, o a mis hermanos, mi esposa, mi hija y mi nieta, una señorita de
dieciséis meses. Sin embargo, en este momento tan glorioso, solo echo de menos
a una persona, y es a mi madre. A ella no podremos verla más. Cuando la noticia de
que yo había conseguido el Premio Nobel se extendió por China, mucha gente me
felicitó, pero ella no lo podrá hacer nunca.
Mi
madre nació en el año 1922 y falleció en 1994. Sus cenizas estaban enterradas
en un huerto de melocotoneros al este de mi pueblo. El año pasado, debido a la
construcción de una vía ferroviaria que iba a pasar por ese lugar, no tuvimos
más remedio que trasladar su tumba hacia otro lugar más alejado del pueblo.
Cuando la desenterramos, me di cuenta de que la caja de cenizas se había
descompuesto y que éstas se habían convertido en parte de la tierra. Sólo
pudimos sacar un poco de barro como recuerdo para ponerlo en la nueva tumba. A
partir de aquel momento, sentí que mi madre era parte de la tierra y cuando me
pongo de pie sobre ella para contar cuentos, sé que mi madre está escuchándome.
Soy
el último hijo que tuvo mi madre.
Uno
de los primeros recuerdos que tengo es el de aquella vez que llevé la única
botella térmica que teníamos para coger agua caliente en el comedor público.
Como estaba hambriento y sin fuerza, no pude soportar el peso de la botella y
la rompí. Como tenía mucho miedo, me
escondí en una pila de paja sin atreverme a salir el resto del día. Al
anochecer, oí a mi madre llamándome por mi apodo familiar. Salí de allí
esperando que me regañara o me pegara; sin embargo, mi madre no lo hizo, y por
el contrario acarició mi cabeza y dejó escapar un largo suspiro.
El
recuerdo más amargo que tengo es el del día en que fui
a acompañar a mi madre a recoger unas espigas de trigo caídas en el campo que
pertenecía a la comunidad. Cuando vino el guardia del campo, todos los demás se
escaparon corriendo a toda velocidad, pero mi madre apenas podía correr con sus
dos pies vendados. Fue capturada por aquel guardia que era muy alto y fuerte y
le dio a mi madre una bofetada en la cara. Ella
no pudo aguantar el golpe y cayó al suelo. El guardia nos quitó las espigas
recogidas y se marchó silbando sin preocuparse de nosotros. Mi madre sangraba
por la boca mientras seguía sentada en el suelo y en su cara apareció una
desesperación que jamás olvidaría en toda mi vida. Muchos
años después, cuando el joven guardia del campo se había
convertido en un anciano y las canas habían sustituido completamente su cabello
negro, me encontré con él en el mercado. Quise lanzarme hacia él para pegarle
como venganza, pero mi madre me lo impidió y cogiendo mi mano me dijo con
calma: “Hijo, aquel señor que me pegó y
este señor mayor no son el mismo”.
Un
recuerdo imborrable que tengo es el de un mediodía en la fiesta de
Medio Otoño. Habíamos superado muchas dificultades para poder cocer unos
raviolis; a cada uno sólo le tocó un cuenco pequeño. Cuando estábamos a punto
de empezar, un viejo mendigo se acercó a nuestra casa. Cogí un bol con varias
tiras de boniato seco para dárselo, pero sin embargo se volvió enfadado y dijo:
“Soy un señor mayor. Vosotros os coméis los raviolis y a mí en cambio me dejáis
un poco de batata seca, qué corazón tan frío tenéis”. Sus palabras me irritaron
y me defendí: “Tan solo podemos comer raviolis unas pocas veces al año. A cada
uno nos tocan unos pocos, apenas pueden llenar la mitad de mi estómago. La
batata seca es lo único que nos queda, si no la quieres, ¡vete ya!”. Madre me
criticó. Luego levantó su medio bol de raviolis y se los dio todos al señor.
El
recuerdo que más arrepentimiento me ha
causado es
el del día que acompañé a mi madre a vender coles chinas. Por accidente, cobré
diez céntimos de más a un señor mayor. Sumé todo el dinero y fui a la escuela.
Cuando la clase terminó y volví a casa, vi a mi madre, una mujer que casi no
lloraba, llorando con mucha tristeza. Las lágrimas le habían empapado la cara.
Mi madre no me regañó, sino que dejó escapar suavemente unas palabras: “Hijo, qué vergüenza me has ocasionado”.
Durante
mi infancia, mi madre se contagió de una enfermedad pulmonar. El hambre, la
enfermedad y el cansancio arrastraron a toda la familia hacia el fondo de un
abismo oscuro de desesperación. Cada día tenía más claro un terrible
presentimiento, me parecía que mi madre podría suicidarse en cualquier momento.
Siempre que volvía a casa del trabajo, al entrar por la puerta gritaba el
nombre de mi madre en voz alta. Si me respondía, podía acabar tranquilamente
ese día; en caso contrario, me ponía muy nervioso, buscaba por todas partes a
mi madre, incluso iba a la habitación lateral y al molino para buscar algún
rastro de ella. Hubo una vez que después de recorrer todos los lugares
posibles, no pude encontrar a mi madre así que me quedé sentado en el patio y
me eché a llorar con todas mis fuerzas. Justo en ese momento, vi a lo lejos a
mi madre que volvía con un haz de leña. Me expresó el disgusto que le causaba
mi llanto y, aun así, no le pude explicar lo preocupado que estaba por ella.
Madre percibió el secreto de mi corazón y dijo: “Hijo, no te preocupes, aunque se me haya despojado de cualquier
alegría en la vida, si no ha llegado el momento no iré al otro mundo”.
Soy
genéticamente feo desde que nací, muchas personas de mi
pueblo me gastaban bromas en mi cara; unos malvados compañeros de clase incluso
me pegaron por esa razón. Un día cuando volví a casa, me eché a llorar con
mucha tristeza
y Madre dijo: “Hijo, no eres feo. Eres un chico normalito, ¿cómo puedes
decir que eres feo? Además, si sigues siendo un joven de buen corazón y sigues
haciendo cosas buenas, aunque fueras feo de verdad, te convertirías en un chico
guapo”. Cuando me mudé a la ciudad, unas personas que habían recibido una buena
educación hacían chistes tontos sobre mi cara, a veces a mis espaldas o incluso
delante de mí. En aquellos momentos, las palabras de mi madre regresaban a mi
cabeza, me tranquilizaban y me daba cuenta de que era yo el que tenía que
pedirles perdón.
Mi
madre era analfabeta, por eso respetaba extraordinariamente a las personas
con educación. La vida estaba llena de dificultades, no se podían garantizar las tres comidas regulares del día, pero
siempre que le pedía que me comprara algún libro o algo de papelería, me lo
compraba. Mi madre era una persona trabajadora, odiaba a los jóvenes
perezosos, pero siempre que dedicaba mucho tiempo a leer libros y me olvidaba
de trabajar, mi madre me lo perdonaba.
Una
vez vino un cuentacuentos a nuestro mercado. Yo me escaqueé de los trabajos que me
había asignado mi madre y fui allí en secreto a escuchar los cuentos. Mi madre me
criticó por ello. Por la noche, cuando mi madre se disponía a confeccionar las
chaquetas de invierno bajo la débil luz de la lámpara de aceite, no pude
controlarme y recité los cuentos que había aprendido durante el día. Al
principio, ella no tenía ganas de escuchar ni una palabra porque le parecía que
ser cuentacuentos no era una profesión normal y que los cuentacuentos eran
personas charlatanas y unos farsantes; además, los cuentos que contaban no
versaban sobre cosas buenas. No obstante, poco a poco le fueron atrayendo los
cuentos que le recitaba. Más adelante, cada vez que se celebraba la feria, mi
madre no me asignaba ninguna tarea; me había dado un permiso implícito para ir
a escuchar los cuentos. Para recompensar su gratitud y también para presumir de
mi buena memoria, le recitaba con todo detalle todos los cuentos que había
escuchado durante el día.
Al
poco tiempo, no me satisfacía recitarle los cuentos de los cuentacuentos tal
cual, así que me inventaba detalles durante mi relato. Con el propósito de que
le gustaran a mi madre, creaba unos nuevos párrafos e incluso modificaba el
final del cuento. La audiencia no se limitó solo a mi madre, sino que mi
hermana, mis tías y mi abuela también formaron parte. Hubo veces en que,
después de escuchar el cuento, mi madre expresaba sus preocupaciones. Parecía
que se estaba dirigiendo a mí, pero también podría ser que estuviera hablando
consigo misma: “Hijo mío, ¿qué vas a
hacer en el futuro?, ¿quieres ganarte la vida contando cuentos?”.
Entendí la preocupación
que tenía mi madre porque en mi pueblo un chico hablador no estaba bien visto,
a veces podía traer problemas, para sí mismo e incluso para la familia. En mi relato 牛 (Toro) el chico que es rechazado por su
pueblo por hablar demasiado es parte de la historia de mi pubertad. Madre me
recordaba frecuentemente que hablara un poco menos porque esperaba que pudiera
ser un chico tranquilo, generoso y callado. Sin embargo, yo había demostrado
tener una enorme competencia lingüística y una gran disposición para hablar, lo
que resultaba ser tremendamente peligroso. Pero
mi capacidad para recitar los cuentos le producía mucha alegría a mi madre.
¡Qué gran dilema tenía ella!
Como dice un refrán
chino: Es fácil cambiar de dinastía, es difícil modificar la personalidad y
aunque mis padres me habían educado con mucho cuidado, no consiguieron cambiar
el hecho de que a mí me gustara hablar. Esto le había dado un sentido irónico a
mi nombre Mo Yan que significa “no hables”.
No
pude terminar el colegio y tuve que abandonarlo porque, cuando era niño, mi
estado de salud era muy delicado; no podía hacer muchos esfuerzos sino tan solo
apacentar el rebaño que teníamos en un prado abandonado. Cuando guiaba a los
bóvidos hacia el prado y pasábamos por la puerta de mi escuela, veía a mis
compañeros de clase jugando y estudiando y me sentía muy solo y desdichado. A partir de aquel momento tuve conciencia
del dolor que se le puede ocasionar a una persona, incluso a un
niño, cuando se le aparta de la comunidad en la que vive.
En el prado solté al
ganado y lo dejé pacer por su cuenta. Bajo el cielo de un color azul tan
intenso que parecía un océano inacabable, en ese prado verde tan vasto que no
se veían sus límites en ninguna dirección, no había nadie excepto yo y no se
podía oír a nadie excepto el piar de los pájaros. Me sentía muy aislado, muy solo, como si mi espíritu se hubiese
escapado y sólo me quedara un cuerpo vacío. A veces me tumbaba en el prado
viendo las nubes que flotaban vagamente y muchas imágenes irreales y sin
sentido venían a mi cabeza. En mi pueblo se
difundían unos cuentos sobre los zorros milenarios que podían convertirse en
mujeres hermosas. Por eso imaginaba que a lo mejor una de esas hermosas
mujeres en la que se había convertido un zorro vendría y me acompañaría
mientras cuidaba al ganado, pero ella nunca apareció. Sin embargo, hubo una vez que vi un zorro de un
llamativo color rojo saltando del arbusto que tenía frente a mí. Me caí al
suelo a causa del susto. Enseguida desapareció, pero yo me quedé allí sentado y
temblando durante bastante tiempo. A
veces me sentaba en cuclillas al lado de un toro para observar sus ojos de
color azul celeste y mi reflejo en su ojo. A veces imitaba el piar de los
pájaros e intentaba comunicarme con ellos; a veces le confiaba los secretos de mi corazón a un
árbol.
Sin embargo, los pájaros no me hicieron caso, ni los árboles. Muchos
años después, cuando me hice escritor, incluí en mis novelas todas las
fantasías que tenía durante mi pubertad. Mucha gente elogió mi capacidad
de imaginación. Unos aficionados a la
literatura me preguntaron el secreto para tener tanta. Entonces sólo pude
contestarles con una amarga sonrisa.
Como lo que dice nuestro
sabio antepasado Laozi: “En la
felicidad es donde se esconde la desgracia; en la desgracia es donde habita la
felicidad”.
Durante
mi adolescencia padecí bastantes sufrimientos, como tener que
abandonar el colegio, la hambruna, la soledad y la falta de libros. Sin
embargo, hice
lo que hizo Congwen Shen, un gran escritor de la generación anterior: leer lo
antes posible sobre la sociedad y la vida que conjuntamente forman un gran
libro invisible.
Lo que les comentaba al
principio de ir al mercado a escuchar cuentos es la primera página del libro de
mi vida.
Después de abandonar el
colegio, me exilié entre los adultos y empecé un largo periodo de leer con las orejas. Hace doscientos años, en mi provincia natal, vivía un cuentacuentos que
era un genio: El señor Songling Pu. Muchos de mi pueblo, incluido yo mismo,
somos sus herederos. En el campo de la comunidad, en la granja de la brigada de
producción, en la cama de mis abuelos, en el tembloroso carro tirado por el
buey, había escuchado muchos cuentos
sobre fantasmas y duendes, muchas leyendas históricas, anécdotas interesantes
que estaban estrechamente vinculadas con la naturaleza local y la historia
familiar, y me habían producido una clara sensación de realidad.
Nunca
pude imaginar que algún día en el futuro estas cosas me servirían como material
para mis obras. En aquella época sólo era un chico a quien le
fascinaban los cuentos y las palabras que se usaban para contarlos. En aquella época era, definitivamente, un
chico teísta. Creía que todas las cosas tenían su espíritu. Cuando me
encontraba con un árbol alto y grande, tenía ganas de expresarle mis respetos.
Cuando veía un pájaro, me preocupaba por cuándo se convertiría en un ser
humano. Cuando veía a un desconocido, dudaba si sería un espíritu de animal
metido en un cuerpo humano. Cada noche cuando volvía a casa desde la oficina de
la brigada de producción, me sobrevenía un miedo enorme. Para expulsar ese miedo
cantaba en voz alta mientras corría a casa. En aquella época estaba entrando en
la adolescencia, mi voz estaba cambiando, y las horrorosas canciones
interpretadas por mi voz ronca eran una tortura para mis vecinos del pueblo.
Durante
los veintiún años que viví en mi pueblo natal, el viaje más largo que realicé
fue una excursión en tren a Qingtao. En aquel viaje, casi me pierdo entre los
grandes trozos de madera de una serrería.
Cuando mi madre me preguntó sobre el paisaje de Qingtao, le contesté que por
desgracia allí no había nada excepto grandes trozos de madera. Pero gracias
a este viaje a Qingtao, tuve muy claro que debía salir de mi pueblo natal y ver
el mundo de fuera.
En
febrero de 1976 cumplí todos los requisitos del reclutamiento militar, me llevé
los cuatro volúmenes de la Breve historia de China que mi madre me había
comprado con el dinero de unas joyas suyas que vendió, salí del distrito
Dongbei de Gaomi, un lugar plagado de todos mis sentimientos, tanto positivos
como negativos, y empecé una importante época de mi vida. Tengo que confesar que,
si no hubiera sido por los grandes progresos y el desarrollo de la sociedad
china durante estos treinta años, por la apertura y la reforma, no existiría un
escritor como yo.
Debido
al aburrimiento de la vida militar, entré
en una nueva oleada literaria y en la apertura de pensamiento de los años 80
del siglo pasado. Pero entonces, no era más que un chico a quien le
gustaba escuchar cuentos y recitar lo que había escuchado, así que decidí empezar a contar
cuentos con el bolígrafo. Sin embargo,
al principio este camino fue muy difícil porque no me daba cuenta de que mi
experiencia de vivir en el campo durante más de veinte años era una riqueza.
Pensaba que la literatura era anotar las cosas buenas y recordar a personas
notables, creía que era simplemente describir a los héroes y modelos sociales,
así que, aunque publiqué algunas obras, no tenían mucha calidad.
En
el otoño de 1984 aprobé el examen de
ingreso y me incorporé a la Facultad de Literatura de la Academia de Artes del
EPL (Ejército Popular de Liberación). Gracias a las indicaciones y a la ayuda de
mi apreciado profesor, el famoso escritor Huaizhong Xu, conseguí elaborar
algunos relatos y novelas cortas, tales como秋水 (El agua otoñal), 枯河 (Río seco), 透明的红萝卜(El rábano rojo invisible), Sorgo rojo,
etc. En El agua otoñal, apareció por
primera vez el nombre de mi pueblo natal: El distrito Dongbei de Gaomi, y a partir de ese momento, me sentí un campesino
vagabundo que por fin ha encontrado el campo que buscaba, un escritor perdido
que ha encontrado su propia fuente de inspiración. Tengo que confesar que
en el proceso de creación del distrito Dongbei de Gaomi en mis obras, William
Faulkner, el escritor estadounidense, y García Márquez, el escritor colombiano,
me han inspirado mucho. Entonces no
había leído sus obras minuciosamente, pero su espíritu creador y su generosidad
me animaron mucho. Me hicieron entender que cada
escritor debía tener una especialidad. Una persona tiene que ser modesta en su día a día,
sin embargo, debe ser altiva y decidida en su producción literaria.
Durante dos años seguí los pasos de estos dos maestros, pero luego me di cuenta
de que tenía que alejarme de ellos. Esto lo expresé en un artículo: “Estos dos maestros son como dos hornos al rojo vivo y
yo como un trozo de hielo, por lo que si me acercase mucho a ellos me
evaporaría”. A mi juicio, la influencia que se recibe de otro
escritor se debe a la semejanza espiritual que escondemos en el fondo del
corazón, como lo que se dice en China: dos
espíritus similares se entienden enseguida. Por tanto, aunque no les hubiera leído
muy atentamente, con solo unas páginas podía entender lo que habían hecho,
podía entender cómo lo habían hecho y a continuación me quedaba claro lo que
debía hacer y la forma de hacerlo.
Lo que hice
fue muy sencillo: contar mis cuentos a mi manera. Mi
manera es la misma de los cuentacuentos del mercado de mi pueblo, a quienes
conocía muy bien; es también la manera de mis abuelos y los ancianos de mi
pueblo natal. Sinceramente, cuando cuento mis cuentos, no puedo
imaginar quiénes serán mis lectores. A lo mejor, es alguien como mi madre, o
alguien como yo. Mis
cuentos son mis experiencias del pasado, como por ejemplo lo es, en Río seco, aquel chico al que pegan de
manera horrible; en (El rábano rojo
invisible) lo es aquel chico que no habla nada desde el principio hasta el
final de la obra. Igual que a él, mi padre una vez me pegó terriblemente debido
a un error que cometí. Y yo también tuve que encargarme de un fuelle durante la
construcción de un puente. Por supuesto,
cuanto más singulares sean las experiencias personales, más se incluirán en las
novelas, pero las novelas deben ser imaginarias y fabulosas, no
pueden incluir experiencias sin más. Muchos amigos míos me han dicho que El rábano rojo invisible es mi mejor
novela. Respecto a esta opinión, no la contradigo, tampoco la admito, pero, de
todas formas, El rábano rojo invisible es
la más emblemática de mis obras y destaca por su profundo significado. Ese
chico de piel oscura que tiene una capacidad incomparable para aguantar toda
clase de sufrimientos y otra capacidad sobresaliente para percibir los pequeños
cambios de la vida es el espíritu de esta novela. Aunque he creado muchos
personajes después de este, ninguno puede compararse con él porque
prácticamente es el entero reflejo de mi espíritu. O, mejor dicho, entre todos los personajes creados por el
mismo escritor siempre habrá uno superior a los demás; este chico callado
es de ese tipo, que no habla nada pero que es capaz de dirigir al resto de
personajes y observar las maravillosas actuaciones de los demás en un escenario
como el distrito Dongbei de Gaomi.
Las
experiencias personales son limitadas. Cuando
se acabaron esos cuentos no me quedó más remedio que contar los de otras
personas. Los cuentos de mis parientes y vecinos, los cuentos de los
antepasados que me contaron los ancianos de mi pueblo, llegaron a mi cabeza
como si fueran soldados que se reúnen al oír una orden. Se metieron dentro de
mí con la esperanza de ser escritos por mi mano. Mis abuelos paternos, mis padres, mis
hermanos mayores, mis tíos, mi esposa y mi hija han aparecido como personajes
en mis novelas. Por supuesto, les hice unos cambios literarios para
que tuvieran más significado y se convirtieran en verdaderas figuras poéticas.
En mi última novela, Rana, aparece la figura de mi tía. Como
consecuencia del Premio Nobel, muchos periodistas han ido a su casa para
entrevistarla. Al principio, tuvo mucha paciencia para contestar las preguntas,
pero después no pudo aguantar más las molestias y se escondió en casa de su
hijo, que está en la capital de nuestro distrito. Mi tía fue mi verdadero modelo cuando elaboraba esa novela; sin embargo,
este personaje literario difiere mucho de mi tía. El carácter del personaje
es muy fuerte, como si fuera un miembro de la mafia, y mi tía en cambio es muy
simpática y alegre, una perfecta esposa y una madre encantadora. Mi verdadera
tía ha tenido una vida muy feliz hasta ahora, pero mi tía literaria, cuando
envejeció, padecía insomnio consecuencia de una profunda herida psíquica y
vestía una toga negra todos los días como si fuera un fantasma que estuviera
vagando en la noche. Tengo que agradecerle a mi verdadera tía su tolerancia
porque no se enfadó después de saber que la había descrito de aquella forma;
también aprecio mucho su inteligencia porque
ha sabido entender la compleja relación que existe entre los personajes
literarios y las personas reales.
Cuando falleció mi madre, me ahogó el dolor y
decidí escribir un libro sobre su vida. Me refiero a Grandes pechos amplias caderas. Como la conocía de toda la vida y
estaba lleno de sentimientos hacia ella, terminé el primer borrador de esta
novela de quinientas mil palabras en tan solo ochenta y tres días.
En Grandes pechos amplias caderas me he atrevido a usar los detalles
que conocía sobre su vida; no obstante, respecto
a su experiencia amorosa, he inventado una parte y también he acumulado las
experiencias de las madres de su edad del distrito Dongbei de Gaomi. En la
dedicatoria de este libro puse la siguiente frase: “Al alma de mi madre”, sin
embargo, esta obra en realidad está dedicada a todas las madres de este mundo. Ésta
es una de mis ambiciones, como la de querer abstraerme de China y de este mundo
y minimizarlos en el distrito Dongbei de Gaomi.
Los
escritores tienen diferentes maneras de inspirarse, y mis libros también
surgen de diferentes fuentes de inspiración. Algunos de mis libros se inspiraron
en mis sueños, tal como ocurre en el El
rábano rojo invisible, otros se inspiraron en la realidad, como por ejemplo
sucede en Las baladas del ajo.
Sea cual sea el origen de la inspiración, las experiencias personales son
imprescindibles y consisten en una parte muy importante, capaz de dotar a la
obra de su singularidad literaria.
Las obras pueden tener
diferentes personajes bien perfilados con sus propias características,
mostrarnos sus brillantes palabras y contar con una estructura sobresaliente.
Querría hablar un poco
más de Las baladas del ajo. En esta
novela he diseñado un personaje muy importante: un cuentacuentos. Pero he usado
el nombre verdadero de un amigo mío que en la realidad es un cuentacuentos
también, así que tengo que pedirle perdón. Por
supuesto, lo que hace en la novela es inventado.
Me ha pasado muchas veces este fenómeno en mis obras: cuando comenzaba a
escribir una novela quería usar nombres reales para transmitir una sensación de
realidad, y sin embargo, cuando acababa la novela ya me resultaba imposible
cambiar esos nombres. Muchas veces, las
personas reales cuyos nombres se habían utilizado en mis obras buscaron a mi
padre para quejarse. Mi padre no sólo les pidió perdón a ellos, sino que
también les tranquilizó y les explicó diciendo: «La primera frase que aparece
en Sorgo rojo sobre su padre es “Mi
padre es hijo de un malvado bandido. Si yo no le hice caso, ¿por qué os tiene
que molestar a vosotros?”».
Cuando escribí las
novelas del tipo de Las baladas del ajo,
es decir, las novelas realistas, el mayor problema que se me presentó no era
que tuviera miedo de enfrentarme a las oscuridades sociales y criticarlas, sino
cómo controlar la pasión ardiente y la furia para no desviarme hacia la
política ni alejarme de la literatura. No quiero escribir una crónica de los
acontecimientos sociales.
Un novelista es parte de la sociedad, por lo que es natural que tenga sus
propias opiniones e ideas; sin embargo, cuando está escribiendo debe ser justo,
debe respetar a todos los personajes igual que respeta a las personas reales.
Siempre y cuando se
cumpla este requisito, la literatura puede nacer de la realidad e incluso
superarla, puede
preocuparse por la política, pero estar por encima de ella.
Los largos y difíciles periodos de tiempo que he
vivido me han dado una profunda comprensión de la humanidad. Sé qué es la verdadera valentía y qué es la
auténtica misericordia.
Entiendo
que en el corazón del ser humano existe un espacio que no se puede definir por
bondad ni por maldad; es un espacio grisáceo que le da a un escritor la
gran posibilidad de elaborar una obra majestuosa. Siempre y cuando haya elegido
correctamente y descrito vívidamente este espacio grisáceo e incierto, su obra
podrá tener calidad, superar el
límite de la política, y ser verdadera literatura.
El hecho de hablar sobre
mis obras sin parar me incomoda mucho,
pero mi vida y mis novelas son las dos caras de una misma moneda, y si no
hablara de mis obras, no sabría de qué otra cosa más les podría hablar aquí.
Así que, permítanme seguir.
Respecto a mis primeras
novelas, dado que era un cuentacuentos moderno, decidí
camuflarme en ellas. Pero, a partir del 檀香刑 (El suplicio del sándalo), decidí cambiar
mi estilo. Si describimos mi estilo
anterior como el de un cuentacuentos que no piensa en los lectores, a
partir de este libro me imaginé que estaba en una plaza contando cuentos ante
un público con palabras impresionantes. Esto es clásico en la elaboración
de las novelas y también es clásico de las novelas chinas. Aprendí los estilos
de las novelas modernas de Occidente, también usé diferentes estilos narrativos,
pero al final, recurrí a la tradición. Por supuesto, la vuelta a la tradición
no es solo eso. El suplicio del sándalo
y las siguientes novelas son una combinación de las tradiciones chinas y las
técnicas narrativas occidentales. Las novelas innovadoras son productos de este
tipo. No sólo combiné la tradición y la técnica sino también la narración y otras artes folclóricas. Por ejemplo, El suplicio del sándalo fue un intento
de combinar la novela con la ópera local, igual que sucede en mis primeras
novelas, que también se han nutrido de las bellas artes, la música e incluso de
la acrobacia.
Por último, permítanme
presentarles otra obra mía, La vida y la muerte me están desgastando.
El título de este libro está inspirado en unos versos budistas. Según me han
dicho, la traducción de este título ha causado problemas, no muy grandes, pero
sí considerables, a los traductores de diferentes países. No soy un
especialista en budismo y mi entendimiento sobre los versos budistas es
superficial, pero la razón por la que elegí este título para mi novela fue por
la admiración que siento hacia los pensamientos budistas. Uno de los puntos básicos de este pensamiento es la verdadera
comprensión del universo. Desde el punto de vista de los budistas, muchos de
los conflictos humanos son insignificantes. A los budistas el mundo
actual les parece muy sombrío. Por supuesto, no quería escribir este libro como
si fuese un sermón; lo que escribí hablaba sobre el destino y las emociones del
ser humano, así como de los límites que tiene, la tolerancia, los esfuerzos y
sacrificios que se requieren para lograr el objetivo personal y alcanzar la
felicidad. El personaje de cara azulada que luchaba contra la corriente
histórica era el verdadero protagonista en mi corazón. La persona real a la que
corresponde este personaje fue un campesino que vivía en un pueblo vecino al
nuestro. En mi pubertad, le veía pasando con frecuencia por la puerta de mi
casa y empujando un carro de madera que emitía un leve y extraño sonido. Un
burro cojo tiraba de aquel carro y la persona que guiaba al animal era su
esposa, que tenía los pies vendados. Ese
grupo de trabajo tan extraordinario en la sociedad de aquella época resultaba
muy raro y muy inapropiado. A los ojos de unos niños como nosotros, eran
unos seres ridículos que iban contra el progreso histórico; incluso les
arrojamos piedras para expresar nuestro desacuerdo con ellos. Muchos años
después, cuando empecé a escribir cuentos sobre ellos, este personaje de cara
azulada, esta imagen, apareció en mi mente. Sabía que tarde o temprano
escribiría un libro sobre él, que compartiría sus cuentos con todo el mundo;
sin embargo, no fue hasta 2005, cuando estaba visitando un templo budista y admirando
los murales que representaban la leyenda de Las seis etapas de la gran rueda
del karma, que llegué a entender cuál era la manera más adecuada de contar sus
cuentos.
Haber
conseguido el Premio Nobel de Literatura ha supuesto muchas paradojas. Al principio pensaba
que yo era el protagonista de esas contradicciones; sin embargo, poco a poco me
di cuenta de que era otra persona diferente que no tenía ninguna relación
conmigo. Me convertí en espectador de un drama mientras veía al resto actuando
en el mismo escenario. Había visto que
al protagonista, ganador de un premio, le ofrecían flores, pero además también
le tiraban piedras y agua sucia. Temía que no pudiera aguantarlo. No
obstante, huyó de las flores y las piedras, se limpió las manchas de agua sucia
y salió tranquilamente a dar un discurso al público.
Dado que soy
escritor, la mejor manera de comunicar al público es escribir. Todo lo que tengo que
decir está en mis obras. Las palabras
que salen de la boca se las lleva el viento, sin embargo, las que están
escritas quedarán para la historia. Espero que ustedes puedan leer
pacientemente mis obras, aunque por supuesto no tengo ningún derecho a
obligarles a leerlas. Y si ya las han leído, no puedo obligarles a cambiar la
opinión que tengan de ellas, porque en este mundo no existe un escritor que pueda
satisfacer a todos los lectores, sobre todo, en una época como la
que estamos viviendo ahora.
No quería comentar nada
más, pero teniendo en cuenta el momento y el lugar siento que debo hacerlo, así
que les hablaré de la única manera que sé.
Soy un cuentacuentos y sigo queriendo contarles
cuentos.
En los años 60 del siglo
pasado, cuando estaba en el tercer curso del colegio, la escuela organizó una
visita a una exposición sobre el sufrimiento.
Teníamos que llorar según las órdenes de nuestro profesor. Para mostrar
al profesor lo obediente que era no quise secarme las lágrimas de la cara. Al
mismo tiempo, vi a unos compañeros de clase mojarse a escondidas los dedos en
la boca y pintarse dos líneas de lágrimas en la cara. Por último, entre todos
los que estaban llorando, ya fuera de verdad o de manera hipócrita, descubrí que había un compañero que no
tenía ni una lágrima en su cara y que ni siquiera se tapaba el rostro con las
manos para simular tristeza, sino que tenía los ojos bien abiertos y un gesto
de sorpresa, como si no entendiera. Más tarde, denuncié este suceso al
profesor y por esta razón nuestro colegio decidió ponerle oficialmente un punto
negativo y una advertencia. Muchos años después, cuando le confesé a mi
profesor la pesadumbre que me causaba este acontecimiento, me consoló diciendo
que más de una docena de alumnos fueron a quejarse también. Este compañero
falleció hace unos diez años, pero cada vez que recuerdo esta anécdota, me
siento muy apenado. Aprendí una gran lección con este asunto: aunque todo el mundo llore, debemos
permitir que haya personas que no quieran llorar. Y como hay otras que
fingen sus lágrimas entonces debemos sentir una especial simpatía hacia los que
no lloran.
Tengo
otro cuento para ustedes: Hace más de treinta años trabajaba en el
ejército. Una noche, cuando estaba leyendo un libro en la oficina, entró un
viejo oficial, echó un vistazo al asiento enfrente de mí y susurró para sí:
“Bien, aquí no hay nadie”. Me levanté inmediatamente y me atreví a gritarle:
“¿No has visto que estoy aquí?”. Aquel viejo oficial se enfureció y su cara se
puso roja, yéndose avergonzado. Me sentí muy satisfecho durante mucho tiempo, me consideraba una persona valiente;
sin embargo, después de muchos años, sentí un profundo arrepentimiento.
Permítanme contarles el último cuento que me contó mi
abuelo hace muchos años: Hubo ocho albañiles que
salieron de su pueblo natal para buscar trabajo. Para resguardarse de la
tormenta que estaba a punto de caer, todos entraron en un templo en ruinas. Los
truenos se sucedían, los relámpagos iluminaban el oscuro cielo, unos extraños
sonidos penetraban por la puerta del templo y parecían los rugidos de un
dragón. Todos estaban muertos de miedo, y sus rostros se habían vuelto pálidos.
Uno de ellos comentó: “Es señal de castigo celestial. Entre nosotros debe haber
alguien que ha hecho algo malvado. ¿Quién es ese maldito? Sal ahora mismo. Sal
para recibir tu condena celestial y para no extender la mala suerte entre nosotros”.
Obviamente, nadie quería salir fuera. Otro propuso: “Como nadie de nosotros
quiere salir, arrojaremos nuestros sombreros de paja fuera y el que no vuelva
significará que su dueño es la persona de la que estamos hablando. Entonces, le
pediremos que se vaya”. Todos asintieron y lanzaron sus sombreros afuera. Solo
un sombrero quedó en el exterior y los demás volvieron dentro. Los siete
albañiles querían echar del templo a la persona cuyo sombrero había quedado
fuera. El chico se negó a aceptar esa decisión. En ese momento, los siete
jóvenes le cogieron y le expulsaron a la fuerza. Supongo que a estas alturas ya
habrán adivinado el final del cuento: En
el mismo instante en que le expulsaron el templo se hundió y los siete chicos
murieron.
Soy un cuentacuentos.
Me han dado el Premio
Nobel por mis cuentos.
Después de haber sido
premiado han ocurrido muchas anécdotas maravillosas que serán parte de mis
próximos cuentos y que me hacen creer en la existencia de la justicia y la
verdad.
En el futuro seguiré contando cuentos.
¡Muchas gracias por su
atención!