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(Gitanear valores)
Historias de Soc - 15/2025
¡Honrarás a tus mayores
sobre ti mismo! −rezan los calés−. Es su primer mandamiento no escrito. Y bien
que lo guardan ellos, vive Dios.
Ahora que tanto se
habla por unos y se cacarea por muchos sobre eso que llaman “la soledad no
deseada”, al mismo tiempo que “apartan”
a los ancianos en residencias extrarradio en mitad de la nada, no puedo por
menos que desempolvar viejos recuerdos de auténtica solidaridad tribal que
tanto nos ayudaría a entendernos y a entender que no hay una edad más
necesitada de vivir en el mismísimo centro de donde acampa el gentío que la de
la vejez. Y, si no os lo creéis,
preguntadle a ellos.
¿A qué viene eso de
mandarnos al bosque, donde lo más que podemos encontrarnos, si nos aventuramos
a asomar las cataratas al escalón de la residencia, es al solitario lobo de una
Caperucita desteñida por la desidia, cuando no de la avaricia?
Si ha de acamparse
fuera de nuestra propia carreta, por falta de bríos para arriarla, por favor,
que sea como lo hacen ellos: en círculo, en mitad de la caterva y junto al
resto de las carretas, con un fuego comunal en mitad del redondel.
Me refiero, un suponer,
a esa manera de entender la vida que tienen los gitanos y de la que tanto bueno
nos haría a los payos llegar a contagiarnos.
A lo mejor un ejemplo
explica mejor lo que quiero decir, aunque de eso haga ya tantísimo tiempo. Porque
ellos, en lo que hace a la tribu, y a pesar del tiempo transcurrido, no cambian
de hacer, parecer y compostura, según voy viendo.
Me explico.
Verán: a poco de llegar
a Jaén como flamante Maestra Nacional de la recién estrenada “Campaña de Alfabetización”,
aquel curso de 1964/ 1965, todavía “menor de edad” legal, tuve la certeza de
que uno de los núcleos de población más necesitados de un centro de
alfabetización era aquel Sanatorio Antituberculoso del Neveral que miraba a la
ciudad desde lo alto del mismo cerro de Santa Catalina, el mismo donde estaba
el Parador de Turismo, pero retirado hacia el lado izquierdo por una
conveniente bifurcación en la carretera que convertía al lazareto en prisionero
de una particular, cruel e ineludible Isla-del-Diablo patógena: la
tuberculosis.
La tuberculosis era por
entonces una enfermedad terrible, de declaración obligatoria para cualquier
médico que la detectaba, de internamiento forzoso para el enfermo, y de tan larga
duración que hubo personas internadas apenas en su infancia que allí, en el
Neveral, fue donde crecieron, maduraron y envejecieron sin saber lo que era un
abrazo o una escuela. La ausencia de abrazos porque, por entonces, abrazar a
una persona tuberculosa daba demasiado miedo, no fuera que…; la ausencia de
escuela porque, aunque conviviéramos a diario con otras ferocidades, nadie se había
atrevido todavía a crear plazas para maestros en semejantes centros, ni
maestros que se arriesgaran al destierro de los apestados.
¡Todo un grupo social
privado de dos caudales básicos!
Esa ausencia de escuela
entre los tuberculosos de larga duración internados en el Neveral fue la que me
espoleó a mí, como accidental “delegada-de-alfabetización”, a crear un centro
de alfabetización −valga la redundancia− en el sanatorio, valiéndome −cómo no− tanto
de la intrepidez de unos escasos 18 años llenos de insolencia como del frenesí propagandístico
con el que se alardeaba entre la clase política de la flamante Campaña de
Alfabetización que, según las soflamas del NO-DO, nos abriría de par en par las
puertas de una Europa, entornadas hasta entonces, entre otras razones, por el
alto índice de analfabetismo de un país que apenas comenzaba a sacudirse las miserias
de los “años del hambre” con bocadillos de sardinas arenques, dentro de las
camionetas de la emigración.
Son muchos los
recuerdos que guardo de mi estancia −y aprendizajes− como maestra de adultos en
el Neveral; pero hay uno que me conmueve todavía de manera especial: el de la
solidaridad del pueblo gitano con sus miembros más precisados de proximidad, los
tuberculosos, por muy contagiosos que fueran, mientras los payos languidecían
de abandono y soledad en aquellas cinco plantas de apestados forzosos, incluida
la parte derecha de la planta cuarta, la zona llamada “de distinguidos”,
destinada a los que podían pagarse con sus propios medios una habitación
privada para su imperativa e ineludible soledad hospitalaria, pero sin dineros
suficientes para comprarse un abrazo en buena compañía que no fuera el de la
monja mercedaria, gordinflona y abrazadora que era la hermana Josefina.
¡Cómo poder olvidar la
explanada delantera del Neveral, auqella inmensidad que amanecía desbordada por
el silencio estremecedor de decenas de gitanos que iban llegando durante la
noche desde los cuatro puntos cardinales de toda la provincia cuando la persona
que entraba en quirófano esa mañana era un calé, sin saber quiénes los avisaban!
Como, fuera de las
horas en las que tenía que impartir mis clases, se me permitía corretear por
todas las estancias del sanatorio como una más de las personas sin miedo al
contagio, el quirófano fue uno de los mejores lugares de aprendizaje para mí. Allí,
además de aprender a anestesiar dolores y revivir moribundos, comprobé con mis
propios ojos que la sangre de todas las criaturas es tozudamente roja por muy variopintas
y cromáticas que sean las creencias de los abiertos en canal a golpe de
escalpelo.
Somos tan iguales por
dentro −cavilaba−… Por fuera, es cuestión de modales. Simples modales
aprendidos o despreciados.
Quizá sea por eso por
lo que aún recuerdo la voz de Don Luis Sagaz, el por entonces director
del sanatorio y cirujano inigualable, al terminar la intervención de cualquier
gitano:
“Que alguien salga a informar
a la tribu de que hoy todo ha salido como Dios ha dispuesto que sea. Mañana,
Dios dirá”.
Y aquel sabio que fue don
Luis Sagaz pronunciaba la palabra “tribu” como quien estuviera nombrando algo
sagrado; con tal miramiento y con tal fervor que pareciera que estuviese orando
en mitad de nuestro MarDeOlivos, dando gracias a Dios sabe quién por la
gracia que se les había concedido a sus manos cirujanas.
Una vez conocedora del
resultado del día, don Luis Sagaz observaba desde el ventanal del primer piso
cómo la tribu entera, concentrada en la placeta delantera del Neveral, se amalgamaba
en una sola cosa, encomiando o doliéndose de lo que procediera con un halo de mismidad
tal que a los ojos del cirujano aparecían como la materialización de un abrazo
colectivo lleno de oles o de ayes tan resonantes o más que sus palmas y panderos.
Luego se iban en todas direcciones.
“Hasta la próxima” −murmuraba
don Luis.
Don Luis Sagaz fue un
verdadero Maestro con mayúscula, con él y por entonces aprendí, y ahora entiendo,
que solo la consciencia de pertenencia grupal nos redime de lo más triste de
nosotros mismos: la soledad no deseada. Esa que los gitanos desconocen porque
jamás permitirán en su tribu que uno de sus ancianos sea llevado al solitario bosque
de cualquier Caperucita desteñida, donde con el único que pueden encontrarse es
con un lobo dispuesto a merendarse a su abuela si es preciso, aunque al final se
le indigeste.
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un 2 de Febrero de 2025