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domingo, 2 de febrero de 2025

LO QUE APRENDÍ DE LOS GITANOS

 

(Gitanear valores)

Historias de Soc - 15/2025

¡Honrarás a tus mayores sobre ti mismo! −rezan los calés−. Es su primer mandamiento no escrito. Y bien que lo guardan ellos, vive Dios.

Ahora que tanto se habla por unos y se cacarea por muchos sobre eso que llaman “la soledad no deseada”, al mismo tiempo que  “apartan” a los ancianos en residencias extrarradio en mitad de la nada, no puedo por menos que desempolvar viejos recuerdos de auténtica solidaridad tribal que tanto nos ayudaría a entendernos y a entender que no hay una edad más necesitada de vivir en el mismísimo centro de donde acampa el gentío que la de la vejez.  Y, si no os lo creéis, preguntadle a ellos.

¿A qué viene eso de mandarnos al bosque, donde lo más que podemos encontrarnos, si nos aventuramos a asomar las cataratas al escalón de la residencia, es al solitario lobo de una Caperucita desteñida por la desidia, cuando no de la avaricia?

Si ha de acamparse fuera de nuestra propia carreta, por falta de bríos para arriarla, por favor, que sea como lo hacen ellos: en círculo, en mitad de la caterva y junto al resto de las carretas, con un fuego comunal en mitad del redondel.

Me refiero, un suponer, a esa manera de entender la vida que tienen los gitanos y de la que tanto bueno nos haría a los payos llegar a contagiarnos.

A lo mejor un ejemplo explica mejor lo que quiero decir, aunque de eso haga ya tantísimo tiempo. Porque ellos, en lo que hace a la tribu, y a pesar del tiempo transcurrido, no cambian de hacer, parecer y compostura, según voy viendo.

Me explico.

Verán: a poco de llegar a Jaén como flamante Maestra Nacional de la recién estrenada “Campaña de Alfabetización”, aquel curso de 1964/ 1965, todavía “menor de edad” legal, tuve la certeza de que uno de los núcleos de población más necesitados de un centro de alfabetización era aquel Sanatorio Antituberculoso del Neveral que miraba a la ciudad desde lo alto del mismo cerro de Santa Catalina, el mismo donde estaba el Parador de Turismo, pero retirado hacia el lado izquierdo por una conveniente bifurcación en la carretera que convertía al lazareto en prisionero de una particular, cruel e ineludible Isla-del-Diablo patógena: la tuberculosis.

La tuberculosis era por entonces una enfermedad terrible, de declaración obligatoria para cualquier médico que la detectaba, de internamiento forzoso para el enfermo, y de tan larga duración que hubo personas internadas apenas en su infancia que allí, en el Neveral, fue donde crecieron, maduraron y envejecieron sin saber lo que era un abrazo o una escuela. La ausencia de abrazos porque, por entonces, abrazar a una persona tuberculosa daba demasiado miedo, no fuera que…; la ausencia de escuela porque, aunque conviviéramos a diario con otras ferocidades, nadie se había atrevido todavía a crear plazas para maestros en semejantes centros, ni maestros que se arriesgaran al destierro de los apestados.

¡Todo un grupo social privado de dos caudales básicos!

Esa ausencia de escuela entre los tuberculosos de larga duración internados en el Neveral fue la que me espoleó a mí, como accidental “delegada-de-alfabetización”, a crear un centro de alfabetización −valga la redundancia− en el sanatorio, valiéndome −cómo no− tanto de la intrepidez de unos escasos 18 años llenos de insolencia como del frenesí propagandístico con el que se alardeaba entre la clase política de la flamante Campaña de Alfabetización que, según las soflamas del NO-DO, nos abriría de par en par las puertas de una Europa, entornadas hasta entonces, entre otras razones, por el alto índice de analfabetismo de un país que apenas comenzaba a sacudirse las miserias de los “años del hambre” con bocadillos de sardinas arenques, dentro de las camionetas de la emigración.

Son muchos los recuerdos que guardo de mi estancia −y aprendizajes− como maestra de adultos en el Neveral; pero hay uno que me conmueve todavía de manera especial: el de la solidaridad del pueblo gitano con sus miembros más precisados de proximidad, los tuberculosos, por muy contagiosos que fueran, mientras los payos languidecían de abandono y soledad en aquellas cinco plantas de apestados forzosos, incluida la parte derecha de la planta cuarta, la zona llamada “de distinguidos”, destinada a los que podían pagarse con sus propios medios una habitación privada para su imperativa e ineludible soledad hospitalaria, pero sin dineros suficientes para comprarse un abrazo en buena compañía que no fuera el de la monja mercedaria, gordinflona y abrazadora que era la hermana Josefina.

¡Cómo poder olvidar la explanada delantera del Neveral, auqella inmensidad que amanecía desbordada por el silencio estremecedor de decenas de gitanos que iban llegando durante la noche desde los cuatro puntos cardinales de toda la provincia cuando la persona que entraba en quirófano esa mañana era un calé, sin saber quiénes los avisaban!

Como, fuera de las horas en las que tenía que impartir mis clases, se me permitía corretear por todas las estancias del sanatorio como una más de las personas sin miedo al contagio, el quirófano fue uno de los mejores lugares de aprendizaje para mí. Allí, además de aprender a anestesiar dolores y revivir moribundos, comprobé con mis propios ojos que la sangre de todas las criaturas es tozudamente roja por muy variopintas y cromáticas que sean las creencias de los abiertos en canal a golpe de escalpelo.

Somos tan iguales por dentro −cavilaba−… Por fuera, es cuestión de modales. Simples modales aprendidos o despreciados.

Quizá sea por eso por lo que aún recuerdo la voz de Don Luis Sagaz, el por entonces director del sanatorio y cirujano inigualable, al terminar la intervención de cualquier gitano:

“Que alguien salga a informar a la tribu de que hoy todo ha salido como Dios ha dispuesto que sea. Mañana, Dios dirá”.

Y aquel sabio que fue don Luis Sagaz pronunciaba la palabra “tribu” como quien estuviera nombrando algo sagrado; con tal miramiento y con tal fervor que pareciera que estuviese orando en mitad de nuestro MarDeOlivos, dando gracias a Dios sabe quién por la gracia que se les había concedido a sus manos cirujanas.

Una vez conocedora del resultado del día, don Luis Sagaz observaba desde el ventanal del primer piso cómo la tribu entera, concentrada en la placeta delantera del Neveral, se amalgamaba en una sola cosa, encomiando o doliéndose de lo que procediera con un halo de mismidad tal que a los ojos del cirujano aparecían como la materialización de un abrazo colectivo lleno de oles o de ayes tan resonantes o más que sus palmas y panderos. Luego se iban en todas direcciones.

“Hasta la próxima” −murmuraba don Luis.

Don Luis Sagaz fue un verdadero Maestro con mayúscula, con él y por entonces aprendí, y ahora entiendo, que solo la consciencia de pertenencia grupal nos redime de lo más triste de nosotros mismos: la soledad no deseada. Esa que los gitanos desconocen porque jamás permitirán en su tribu que uno de sus ancianos sea llevado al solitario bosque de cualquier Caperucita desteñida, donde con el único que pueden encontrarse es con un lobo dispuesto a merendarse a su abuela si es preciso, aunque al final se le indigeste.

 

En CasaChina. En un 2 de Febrero de 2025

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