(Croniquilla
del Viruso Coronado 51)
−Cordia
XVI−
A esa
seguidora de la Cordia que no quiere decir su nombre pero que me regaló un
recuerdo propio.
Braulio se metió para adentro con esa mansedumbre propia de quien
sabe que los años ya no le acompañan para meterse en polémicas con personas más
jóvenes. Y menos con municipales que escarban en el suelo.
De manera automática arrastró los
pies hasta la cocina y se sirvió un vaso de leche directamente del frigorífico.
¡Para qué se iba a molestar en calentarla si de lo que se trataba era de
mantener el estómago en condiciones para que no se le insolentara durante la
largura de la noche que presentía que le aguardaba! Además, si se ponía a calentarla,
seguro que se descuidaba como tenía por costumbre, y la leche se salía del cazo
llenando la cocina se aquel pestazo insoportable que siempre avisaba a la
Cordia de que él se había metido a cazoletero.
Claro que esa noche no tenía allí a
su Cordia para amonestarlo por cualquier cosa.
”Ay, Cordia, Cordia…”.
“Hay que ver cómo son las mujeres. Las
cocinas son su reino; y nosotros, como mucho, al bar. ¡Pobre del que se atreva
a incomodarlas en su territorio!” −cavilaba Braulio mientras bebía la leche− “a
sorbos pequeños, Ulio, que ya sabes que la leche, según cae en el estómago, se
cuaja. Y no es lo mismo digerir una almorzá de cuajaringos que meterle mano a
un cuajarón entero”. “Qué sabia era su Cordia”.
“Ay, Cordia, Cordia de mi alma”.
De camino al dormitorio tropezó dos
o tres veces con los maceteros de aspidistras que su Cordia cuidaba en el
pasillo con esmero de madre.
−No sé yo qué necesidad tienes,
mujer, de ponerme tan trabajoso lo de irme a dormir −se escuchó decir en voz
alta, voz que retumbó en el denso silencio que lo rodeaba, rebotó contra las
paredes y le cayó encima de los hombros con la clara intención de aplastarlo.
Si al menos ella pudiera responderle…
Las sábanas estaban frías. No era de
extrañar que la Cordia le plantara los pies siempre helados entre sus muslos
hasta meterlos en calor. Y ¿a quién iba él a calentarle los pies esa noche? ¿Y
a él? ¿Quién iba a calentarle el alma? ¿O la cabeza?
Sería mejor no pensar, porque....
Pero ¿desde cuándo está ahí esa
foto?
Por entre los postigos de la ventana,
junto con el olor de los celindos recién abiertos, se colaba la suficiente claridad
de la luna en el culmen de su cuarto creciente como para, una vez acomodados
los ojos, poder distinguir el retrato de encima del tocador, en el que nunca
había reparado en los últimos años, pero que recordaba en cada uno de sus
detalles, incluida la dedicatoria y sus circunstancias:
“Para mi querido novio, Ulio, con todo mi cariño. Tu
Cordia”
3 de noviembre de 1961
En el tajo |
Si mal no recordaba él, aquel día de hacía cincuenta y
nueve años (¡qué barbaridad!) era domingo, y los paisanos, aunque derrengados tras
varias semanas tirados en el tajo recogiendo la aceituna, se habían permitido
un poco más de holganza en la reunión del bar Cadenas, para echar una ligadilla
algo más larga, mientras las mujeres, después de revisar que las mariposas de
los muertos se habían consumido, apañaban los últimos manjares en la capacha,
apretándola con los condumios para el día siguiente: algo de tocino, fiambre y
naranjas guasintonas.
En el bar, sólo unas pocas mujeres jóvenes ocupaban
alguna de las mesas colocadas en el fondo, junto a la lumbre bien cargada de
leña todavía verde que prestaba un olor especial al pueblo entero por aquellas
fechas. Entre las mozas retozonas, unas estaban acompañadas por sus novios; las
otras reunidas en una pandilla bullanguera propia de su edad.
Fue en el mismo momento en que una Cordia en flor, que
no había cumplido todavía los dieciocho años, le estaba entregando la
fotografía dedicada, con toda la ilusión brotándole en la cara, cuando los
hombres de la barra pidieron silencio con silbidos y voces urgentes. Iban a dar
el resultado de la quiniela, aquel pedacillo de papel que para muchos de ellos
eran la eterna e inalcanzable esperanza con la que librarse de las penalidades
del campo.
Muchos de los parroquianos de bar colocaron sus
boletos encima del mostrador, preparados para comprobarlos directamente. Otros
sacaron de sus bolsillos pedazos de lapiceros mordisqueados, y se dispusieron a
apuntar los resultados en el primer pedazo de papel que se les alcanzaba. Entre
ellos, Juanchico, situado en la parte más alejada de la puerta de
salida, casi junto al fuego, que ardía alegre y calentaba el local tanto como
el vino, se aplicaba a apuntar lo que salía del dial hasta que tuvo completa la
combinación ganadora.
Cesó la información deportiva, y con ello cada
parroquiano volvió a lo que había dejado en suspenso momentos antes
recuperándose el bullicio anterior.
Casas para el recuerdo |
Sin embargo, alguien estaba pendiente de cada
movimiento entre la pareja, como pudo comprobar cuando, desde tres mesas más
allá, donde estaba la pandilla de las mozas, llego la voz desabrida de la Ñica:
“Nena, a ver si te van a enganchar las medias y tienen
que comprarte unas nuevas. No sea que se haga verdad el dicho de que quien
viste a una mujer tiene licencia para desnudarla”.
Malamente hubiera terminado el trance si no fuera
porque en ese mismo momento no se hubiera escuchado el grito de Juanchico,
entrando con azoramiento por la puerta del bar.
“Que tengo los catorce, que tengo los catorce” −Y
agitaba sobre su cabeza una quiniela de una sola apuesta, para luego bajarla
hasta su boca, besarla con exagerados aspavientos, y volver a subirla al grito
de “que tengo los catorce, que tengo los catorce”.
Nadie lo había visto salir a pesar de que tendría que
haber atravesado todo el bar. Nadie lo echo de menos después del parte. Pero
todos se abalanzaron hacia él cuando volvió con semejante noticia, pidiendo que
les mostrara aquel boleto milagroso y les dejara tentarlo.
¡Que es verdad! −gritaba uno.
¡Eres rico, peazo pendejo! −vociferaba otro.
¡Bien va a venirte este golpe de suerte, jodío, con la
cuadrilla de bocas que tienes que alimentar, y el hambre atrasada que acarrean!
−se escuchaba más allá.
Que nos convide, que nos convide, −clamaban ya todos
los allí presentes.
La cara de Juanchico dicen que estaba como demudada, tal
cual parece que hizo notar el pregonero.
−¡Ay, quién no fuera tú, compadre! ¡Venga, tocayo, que
hoy, solo con verte la cara que se te ha puesto, siento que soy yo el que tengo
un triunfo entre los dedos! Que se empiece un jamón y lo tapeamos entre todos −se
escuchó reclamar al pregonero oficial, Juanelo, que, con lo poco que cobraba
del Ayuntamiento por darle a la corneta, siempre estaba a la que caía, y no
dejaba pasar ocasión de echarse al gaznate un vaso de vino con tal de que fuera
por cuenta ajena.
“Juanelo: con el cuento de la quiniela, a ti se te ha
puesto cara de triunfo sin haber triunfado; −se escuchó vocear a la Ñica, para arremeter
a continuación y de inmediato contra la Cordia, malqueriéndola:
−Piensa ella que ha triunfado, sin saber que la
última triunfadora seré yo. Tiempo al tiempo.
Todos pudieron
ver que, si en un principio el pobre Juanchico perdía el color, cosa que achacaron a la emoción de verse
rico, pronto entró en la jarana general, reclamando del camarero una ronda tras
otra “esta noche aquí no paga nadie ni puede faltar de nada. Metete en la
cantina y saca lo que tengas y lo que no tengas, que, en cuanto cobre el
boleto, te lo pago con creces, y encima te compro el bar”.
Tampoco en esa
ocasión vio nadie al Joni, el hijo de Juanchico, que como tenía por
costumbre, acompañaba a su padre a cualquier sitio al que fuera. Pero esa noche
tenía que contarle a su madre que por fin se habían terminado los madrugones
para ir a la aceituna; los sabañones sangrando encima de la escarcha, las
miserias a la hora de comprar un poco de más o de menos de tocino o de
butifarra para rellenar la capacha con la que alimentarse toda la familia en el
tajo; el “fíeme usted una panilla de aceite hasta que le paguen a mi hombre” en
la tienda del Fipe, y el “nene, encoge los dedos, que este año no hay para
alpargates nuevos”.
Pobre mujer. Por lo
que se supo, casi se desmaya cuando su nene, con los carrillos echando fuego y
los ojos echándole chispas, le dio la noticia: “mama, que somos ricos; que a
papa le ha tocado la quiniela con los catorce”. Luego de reponerse, estuvo
dudosa entre alargarse hasta el bar Cadenas en busca de su hombre o montar ella
su propia celebración, optando por esto último, ya que también ella se merecía
una independencia en la celebración.
Sin dejar puerta por aporrear
ni ventana por la que meter sus nudillos, fue convocando a las vecinas,
desatando la locura general entre ellas. Todas dejaron a medio apañar las
capachas y se amontonaron delante de la puerta de la agraciada, más por ver lo
que podían arañar de la suerte ajena que por la alegría que se desbordaba de
los aspavientos de la mujer de Juanchico. Si salió de ella, o fueron las
vecinas quienes comenzaron con el menudeo, nadie lo supo. Lo cierto es que a
una le daba el aceite que le quedaba en la alcuza, otra le pedía la cama blanca
de matrimonio, a otra más le regalaba el fiambre comprado esa misma tarde para
llevárselo al tajo, las varias se repartían en miserable ajuar que sacaron del
baúl grande y de la arquilla chica. Y, cuando ya no le quedaba nada que dar que
no precisara para esa noche, repartió entre todas una lista de promesas de entrega
de los pocos enseres que la familia había atesorado con tantísimas fatigas.
A fin de cuentas,
iban a ser ricos. Era cuestión de días.
Braulio y
Misericrodia disfrutaron esa noche de la largueza de Juanchico y del afectuoso compadreo
de Juanelo, aunque se dolieran de lo que salía de la boca de la Ñica; pero,
sobre todo, de lo que salía de sus ojos.
Dicen que la mujer
vio desde lejos venir a su Juanchico apuntalado en Juanelo; pero que esa vez no
le tuvo en cuanta el achispamiento que traía, y que incluso lo ayudó a meterse
en aquella cama de cabezal de hierro pintado de blanco con somier de muelles
chirriantes que en poco tiempo saldría de su casa porque ya estaba apalabrada
su donación. En cuanto su hombre cobrara la quiniela y se convirtieran en
señores.
Cuando al día
siguiente Juanchico la zarandeó –“nena, que se nos hace tarde para ir a la
aceituna” −a punto estuvo de soltar la carcajada. Pero la risa se le congeló
cuando el hombre se confesó con ella como si fuera el cura de la iglesia de
arriba y él un pecador irredento:
−Todo iba a ser una
broma, Gustia. ¡Cómo iba yo a calcular…! Cuando sentí en la radio los resultados
de la quiniela, subí a la casa, despegué el sello de la mía, lo pequé en una
que rellené con la combinación ganadora, y me bajé al bar a darles el chasco
para que se chincharan. Quería yo saber lo que se siente ante los demás cuando
lo creen a uno un creso. ¿Cómo iba yo a calcularme…?
−Pues el chasco ha
sido para nosotros, Juanchico. Porque hoy no tenemos ni una gota de aceite para
echar un hoyo. Y mañana, Juanchi, tendremos que dormir en el suelo y vestidos si
queremos cumplir con la palabra dada ¿Tú sabes la ruina que has metido en esta
casa?
* * *
−Ay, Cordia, Cordia… ¿Tú sabes la ruina
que has dejado en esta casa…? No querrás que sea la Ñica la que triunfe
finalmente y se salga con la suya. ¿Qué voy a hacer sin ti, Cordia?
* * *
Se sabe que, cuando al día siguiente
tocaron a su puerta, al Ulio lo había vencido el sueño, tras pasar la noche
enterica en vela, hasta que comenzó a clarear. Sería por eso por lo que tardó
en acudir con el corazón en la boca y los ojos como platos.
Desconcertada
en CasaChina. En un 30 de Abril de 2020