(A Juan José Pozo. Que se ha ido)
Se lo decías a quien quisiera oírte:
“No quisiera yo morirme sin escuchar a nuestra Soco echar el pregón de feria
desde el balcón del Ayuntamiento”. −Y pronunciabas lo de “nuestra” como si
me estuvieras repartiendo a pedacillos chicos entre nuestros paisanos como se
reparte un pan en tiempos de hambruna.
“Todo
llegará si es que ha de llegar” −solía responderte, yo sin demasiado
convencimiento, con esta voz cascada que me han dejado las intemperies del alma
a la altura del resuello, tan semejante a tu dificultad para la pronunciación
de cualquier palabra que no fuera el afecto y la cordialidad a veces revirada.
No
pudo ser. Te nos has muerto tan a tu manera, sin un ruido que nos alertara de
que tu último pregón había llegado, y que se nos había pasado la hora de
decirnos lo que aún nos quedara por decir, si es que nos quedaba algo por decir.
Resulta,
Juan José, que esto de haber dedicado mi vida a juntar letras como quien hace
cestos, sin poder evitar que entre los intersticios de las mimbres se me
escapen las querencias más íntimas y los furores más desmandados, me permite
convertir esta hora amarga en aquel pregón que tanto exhortaste.
Porque, por
mis niños (que nunca tuve)
que a ti no te dejo yo sin tu pregón.
Ya ves qué
lujo: un pregón para ti solo, Juan José. O, si lo prefieres, POZO. Pozo a cuyo
brocal me aboco sin acabar de ver el fondo, porque se me ha puesto el día
demasiado oscuro.
No
sé yo cómo comenzaría un pregón de feria, suponiendo que en estos tiempos de
encierros por lo del viruso se nos permitiera volver al faranduleo de los
gigantes y cabezudos, a las dianas floreadas, a los caballicos y al puesto del
turrón quiebra dientes. Pero, suponiendo −un suponer− que volviéramos a lo de
los titiritainas, y suponiendo −que es mucho suponer− que la Virgen de Cuadros
te concediese el milagro del pregón deseado, yo lo comenzaría con algo así:
¡Paisanos!
Ya está. Y,
luego, ¿qué? ¿Te das cuenta, mi querido Juan José Pozo, de que los pregones de
feria ha de dirigirse a todos los paisanos en general, cuando lo nuestro era
hablar de nuestras cosas y junto a los cabales?
No quiero
yo echar hoy un pregón así, a voleo y para todos. Porque hoy eres tú quien
desata mis ganas de decir a grito pelado. O de callarme para siempre.
Sucede que
nadie va a negarme que tú merecías un pregón para ti solo, y que ha tenido que pasar
lo que ha pasado para que a mí me entren las ganas de echarte tu pregón
particular.
Ahí va:
Querido
paisano −en singular−; mi muy querido Juan José: hoy quiero decirte que contigo
se me va otro pedazo de mi propia memoria, y eso me deja al borde de darme un
vivo, y un poco más muerta que de costumbre.
No sé si
los otros paisanos también se han muerto contigo un poco; si se dan cuenta de
que también se nos va contigo un mensajero incansable de los más recónditos paisajes
de nuestro pueblo.
¿Quién va a
contarme ahora, como si yo no las supiera, aquellas diabluras que hacíamos
cuando todavía teníamos edad de hacerlas, toda una vida por delante, y la piel
soleada en los bordes de las albercas como sábanas recién enjuagadas en la
Fuengrande?
¿Quién va a
prestarme sus ojos, peor o mejor parados ya, para retratar los rincones de
Bedmar, esos a los que no me alcanza a mí la vista desde estos Madriles que
están tan lejísimos de lo nuestro?
¿Quién va a
sujetar la única viga de la barra en esa cafetería de “Aroma de Mágina”, donde,
delante de un generoso “cubata”, y con unas desganas de desvivirnos que se nos
salían por cada poro de nuestro cuerpo, nos ajustábamos las cuentas de los
meses que llevábamos sin vernos y los abrazos que nos debíamos?
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Cristibillas (el niño pintor). Cristóbal padre. ¡Y Pozo! |
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“El rincón
de Pozo” −lo llamaba Cristobillas, tu nieto postizo−. Bueno, uno de
tus incontables “nietos postizos”; porque lo tuyo fueron siempre los nenes y
las trastadas, quizá porque tú no dejaste nunca de ser un chiquillo más, un roba-perras-gordas
del cajón de la tienda de tu madre, sacadas a escondidas ocultas en un hoyo de
pan y aceite. |
Mi jardinillo madrileño
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Será
cuestión de ponerle tu nombre
a ese rincón recién florecido de mi jardinillo).
¿Y con
quién voy a hablar ahora de política, yo, que nunca hablo de política salvo
contigo, porque eras el único que ponía nuestros larguísimos afectos por encima
de las cortas devociones por cualquier partido y de cualquier color?
Iba a decir
que eras tú un hombre de palabra cuando se me viene a la boca un “ay, pillastre,
que esta vez me la has jugado”. Porque ¡cómo puedes haberte ido sin cumplir con
la palabra dada de que nos comeríamos juntos unos andrajos hecho por “la Melosa”,
como tú has llamado siempre a tu mujer, Dolores, anteponiendo el dulce mote por
encima de ese nombre tan lleno de sentido ahora que la has dejado endolorida!
No
puedo seguir, paisano, porque los ojos no dan de sí hoy para lo de escribir
y llorar al mismo tiempo. Así que voy acabando mi pregón. No sin antes
elevar la voz por encima de la pena para decir:
¡Paisanos! Se nos fue
uno más de los pocos que van quedando como una historia viva de este pueblo que
no debiera olvidarse: la de la buena gente que calló más de lo que habló; sabía
más de lo que hablaba y amo mucho más de lo que algunos fueron capaces de
entender.
Por eso, se
me ocurre que algo te debemos, y me atrevo a proclamar que esa escalerilla que
baja desde la calle Virgen de Cuadros hasta desembocar en las eras, donde nos
comíamos el hornazo y aprendíamos de los viejos maestros de entonces, esa calle
escalonada, que en nuestra infancia, empañadas por el musgo entre el empedrado,
le decían “Las Protegidas”, y que tú tanto protegiste, primero como municipal con
uniforme y galanura, y luego como el vecino de las hortensias y las clavellinas,
debiera llevar tu nombre, Pozo.
Y a no
tardar
Que para
eso están los nombres de los hombres buenos: para que quien los lea recuerde
que una vez hubo alguien que era merecedor de perpetuarse en todas las esquinas
de nuestras vidas.
Paisanos:
POZO HA MUERTO. ¡VIVA POR SIEMPRE POZO!
En CasaChina. En
un 24 de Febrero de 2021