Periodiqueando –
92/2025
A Miguel del
Olmo Escribano, que me hace pensar.
Durante mi estancia de
ayer tarde en la caseta 344 en la Feria del Libro de Madrid, y convocada
por Sial Pigmalión, que es mi editorial de cabecera, con la misión de “firmar
ejemplares de mi obra”, −misión que cumplí dedicando uno de mis poemarios a mi
colega de firma Jesús María Gómez Flores−, tuve tiempo de sobra para
llenarme los ojos de una trashumancia humana calzada con zapatillas de
deportes, pintada de colorines, y mayormente dotada de esa clarividente desvergüenza
con la que los flamantes transeúntes del Paseo de Coches del Retiro, tipo
MariLiendres, zascandilean, mientras se toman a sí mismos como objeto de
mofa y befa para ejemplo de lechuguinos relamidos.
Entre el ir y venir de
semejante y desmandada marea de estorninos humanos, aún tuve tiempo para pensar
en las musarañas, para reflexionar sobre algo que de seguro que ya está pensado
y dicho por alguien de los que siempre se me adelantan, pero que, por aquello
de mi querencia al comadreo machacón, no voy a silenciar. ¡Estaría bueno que me
silenciara ahora yo a mí misma después de haber sido objeto de tantos intentos de
silenciamiento más o menos malogrados por parte de algún que otro engallado gurruminillo!
Pero vamos a lo que
vamos, que es lo de leer, y que es además a lo que he venido (al mundo). Aunque,
sobre todo, al contrario de lo que dijera el insigne Francisco Umbral, en su “yo-me-mi-conmigo”,
a lo que yo he venido hoy es lo de “hablar-de-LOS-libro” y de los que los hacen
posibles.
Se dice que, en los
tiempos que corren, esto de expurgar algo ajeno que leer sin engullir gorgojos requiere
de tanto talento como entrenamiento. Hoy, de la mano del Diario Jaén de cada día, he
sabido que, lo de escribir el libro propio es tan inevitable como el comer. Por
tanto, −digo yo− habrá que hacerlo de la mejor manera posible.
A mí lo de leer se me
asemeja ahora a la cansina tarea que aprendimos por aquellos años. Todavía
quedamos mucho personal que remanecemos del engorro de lo de limpiar lentejas.
Para que quienes ignoran
lo que fue aquello se hagan una idea, señalaré que se comenzaba por volcar sobre
la mesa de la cocina el contenido del envoltorio, recién barcinado desde la era
a la plaza de abastos, y desde la plaza a las desabastecidas cocinillas de las casas,
para verificar por enésima vez que los tenderos de lentejas, que los
pobreticos míos tenían que ganarse los garbanzos vendiendo lo que les tuvieran
a bien suministrarles quienes todo lo trillaban a sus anchas, nos habían
vendido y cobrado al peso lo de dentro del paquete como si todo fueran lentejas
masticables cuando, en proporción, traían de matute una exuberancia irredimible
de granzas, chinas e incluso una plétora de lentejas con gorgojo ante las que, puestos
a no desperdiciar lo poco disponible, se solía hacer la vista gorda, teniendo
en cuenta que los gorgojos fueron suplemento y base proteica de fiado en las tristísimas
cartillas de racionamiento.
Pues algo así, −pensaba
yo ayer en plan ramploncete−, es lo que se encuentra en las tiendas de libros: demasiadas
lentejas con gorgojo. Demasiadas publicaciones con más granzón que grano.
Demasiados libros con letras y sin literatura que bien pudieran venderse al
peso como las lentejas de mi infancia.
Tal como lo estaba pensando,
lo solté a bocajarro, casi poniéndome en jarras como una “comadrona” de
aquellas que ayudaban a venir al mundo a cualquier criaturica atravesada de
nalgas: “si es que se publican más maulas de las que pueden digerir los
estómagos”.
Y eso seguía yo pensando
hoy, al despertarme, hasta que he abierto ese periódico que me conecta con lo
mejor de la tierra donde se criaban mis primeras lentejas, y me devuelve la mínima
sensatez para entender lo que es la vida propia y la de los demás.
A ver si va a ser verdad
lo de la viga en el ojo ajeno…
La cosa está −por si
alguien no tiene todavía el periódico− en la página 30. Es un cuentecillo lateral,
enjuto y casi de paso hay un cuentecillo titulado “REMENDÓN”, firmado por
Miguel del Olmo Escribano, que me deja clavada a la banqueta de la lectura desde
el principio hasta el final.
Sucede que, como no soy
yo de arriba ni de abajo, −ni de Hunos ni de Hotros como le gusta
mentarlos a Davis Uclés− traslado mi “tayuela” al epicentro del texto y me
pongo a saborear a mis anchas:
Desde el momento en que naces se comienza a escribir un
libro. Cada persona tiene uno, así que empieza leyendo el tuyo.
¡Toma
pe’azo de cavilación!
Ahora me explico por qué se publica tantísimo, y el porqué de que
los tenderos de libros, dispuestos al milagro de la vida, hagan de parteras,
trayendo al mundo a tantísima criatura más o menos bien formadas: Desde el momento en que
naces se comienza a escribir un libro. Cada persona tiene uno, así que empieza
leyendo el tuyo.
Y
yo comadreando en plan melindroso el perentorio apremio de los escribientes por
contarse letra a letra, y la largueza de los tenderos literarios, dispuestos a
poner tinta y papel a disposición de esa menesterosidad de los cuentistas, ignorando
que yo soy una cuentista más y que mi propio libro se está escribiendo cada día,
a veces a boqueadas, a golpe de la necesidad de seguir viva.
Tendré
que hacer un acto de contrición en condiciones que me redima de semejantes ínfulas;
porque, si no me equivoco, tal parece que, con el tiempo, contarnos a nosotros
mismos será inevitable. Lo inquietante es elegir cómo escribirnos.
No me queda otra: voy a
mirar de meterme a mí misma en la máquina de la lijar rebabas, a ver si
entiendo de una puñetera vez que lo de “contarnos” a nosotros mismos, se haga
de viva voz o se haga escribiendo un libro, es un derecho tan inalienable como
el derecho a decir, por mucho que odiemos (o envidiemos) lo que se dice, como
dicen que dijo Voltaire: “odio lo que dices, pero defenderá hasta la muerte tu
derecho a decirlo”.
Por cierto, volviendo a
la parábola de las lentejas, con o sin gusarapo, y en abierto reconocimiento
a labradores y tenderos de libros, dejo también dicho por escrito que quienes
sacaban las lentejas al mostrador después de haberse proveído de ellas en los
sembrados más improductivos, no eran los llamados a expurgarlas y limpiarlas de
polvo y paja. Los obligados a limpiar lo que se come en la mesa son quienes
se lo comen.
Los obligados a pulir y
dar esplendor al libro de nuestras vidas somos quienes los escribimos; no de
quienes nos leen.
En CasaChina. En un 8 de Junio de 2025