VA DE...Batiburrillo literario

miércoles, 22 de abril de 2020

MANDA UEBOS

 68/2020

 (Croniquilla del Viruso Coronado - 43)
         −¿Y tú, Ulio, cuando dices que…?
        −¿Que qué?

        −¡Pues qué va a ser…!

        −¿No será otra vez lo de…?

        -¡No, Ulio! Ni se me pasa por la cabeza ya.

        −¡Ah!

        −¿Ah?

        −Sí; que de eso está todo dicho. Que quedamos en lo que quedamos.

        −¡De eso, nada! Cruz y raya, Ulio. Lo que yo te diga.

        −¡Vaya! Pensaba yo que volvíamos a lo mismo.

        −Ni mentarlo. Aquí me ves. Más muda que una rana debajo del agua. Y lo pasado, pasado.

        −¿Ves?

         −¿Y qué tengo que ver yo, según tú?

       −Que ya estás tirando a dar, aunque te hagas la sigilosa, sabiendo muy bien a dónde apuntas por si aciertas el tiro.

        −¿Y a dónde apunto según tú? Escucha: ¡no me hagas hablar, Ulio, no me hagas hablar de lo que ya tenemos acordado que ni tocarlo!

        −Como si tú necesitaras yesca para prender el chisquero.

     −Si serás réprobo… Lo que yo siento ahora mismo es que eres tú quien me estás prendiendo la mecha y encendiéndome sin venir a cuento.

        −¿Yo?

        −¡Tú!

     −Ea, Cordia, a ver si conseguimos entendernos: ¿quién ha empezado con las indirectas y con los alfilerazos?

       −¿Indirectas? Lo único que te he preguntado es que tú cuándo dices que comenzaste a…

       −¡Cordia, yo no comencé nada! Fue ella.

       −¿Ella?

       −Lo que yo te diga.

     −No irás a decirme que tuvieron que echarte una mano, teniendo tú las tuyas a tu disposición. ¿O es que eras manco?

      −La que no era manca era la Briela. Y claro, cuando a uno le tantean... Pero, ya te lo he dicho cientos de veces, que, quitada esa vez, no he vuelto a faltarte ni a solas…

     −¡Ulio! ¿No convinimos en que nunca, jamás de los jamases, volveríamos a mentar a Gabriela?

     −Entonces ¿por qué la refieres tú, amagando sin dar? ¿Y a donde quieres ir a parar preguntando que si esto, que si lo otro, si la pobre ya ni debe estar en este mundo?

        −¿Referir yo? Si quisiera hablar de eso ya lo hubiera mentado con pelos y señales, Ulio. Pero no voy yo por ahí; ni por ninguna otra que pueda hacerme sombra. ¡Faltaría más!

        −Pues, si no es a lo de la Briela a lo que quieres echar por delante para tener motivos de bronca, ¿qué es lo que intentas con semejantes rodeos? ¿Volverme loco?

        −Lo que yo quiero está bien claro para cualquier buen entendedor. Lo que pasa es que… aunque no lo creas, una tiene sus recatos.

        −Ay, mujer de Dios ¿quieres decirme de una vez por dónde van los tiros?

     −Exactamente, por ahí. Por dónde acabas de referir. Por los tiros. Y gracias por ponermelo algo menos dificultoso.

       −¿Tiros? Yo no he pegado un tiro en mi vida, Cordia. Por no ir, ni fui a la mili por hijo de viuda. Así que ni con balas de fogueo he pegado yo un tiro en lo que llevo vivido.

        −Hay que ver lo cerril y lo espeso que estás hoy, Ulio de mi alma. ¿Es que no te das cuenta de que yo estoy hablando de otros tiros? O, por mejor decir: del primer tiro.

        −Y manda uebos lo recalcitrante y lo recóndita que estás tú. Cuando yo te digo que de tiros yo no entiendo es porque de tiros yo no entiendo.

       −¿Pues sabes que me pienso yo? Me pienso yo que, para no entender de tiros como dices, pocos te han ganado a ti a disparar. Claro que, en honor a la verdad, de todo ha habido, entre pólvora mojada, ráfagas precoces, disparos certeros, gatillazos y encasquillamientos. ¡Si lo sabré yo!

            −¡Ay, Cordia, que ya se me está esclareciendo a mí por donde vas! No me digas que vas por ahí… ¿No querrás que ahora…? Porque, con esto del encerramiento, está uno algo desvalido y con poco entreno.

           −¡Ya estamos! Siempre pensando en lo mismo. ¿A ver si va a ser verdad lo que decía mi pobre madre que en gloria esté sobre la conveniencia de que el marido se eche una querida…!

           −¿Entonces…?

       −Pues que lo que yo digo es que cuándo se te descargó a ti el arma por primera vez.

         −¡Ah! ¡Era eso! Hay que ver que curiosidades más tunantes te entran a ti a estas alturas. Pero, ya que lo dices… Veamos… Si la memoria no me falla, la cosa se me enderezó a mí un día en que mi madre estaba restregándome con estropajo dentro del barreño, y yo estaba distraído con un Popeye de celuloide que me habían echado los Reyes Mágicos. Entonces mi madre comenzó con las cosquillas de siempre, y a mí me entro el regusto de siempre por todo el cuerpo, incluida el ancla. No veas, Cordia, como se le mudó a ella la risa en santurrería de las de santiguación y avemaría-Purísima. Vaya, que no quiero ni acordarme las maneras con las que mi madre me desescaló aquello y me desalentó para el futuro. Lo que yo te diga que eso no debiera hacerse con un chiquillo de seis años.

      −Bien chico empezaste, Ulio. Pero no me refiero yo al enderece, sino a la primera descarga.

         −¡Que cosas se te ocurre preguntar, Cordia! Si supieras cómo me estás azorando…


         −¡Anda ya! A tu edad…

         −A nuestra edad, Cordia, a nuestra edad. Que los dos hemos cumplido, sin darnos por cumplidos todavía.

          −Como tú digas. ¿Pero cuándo…?

           −¡Cabezona!

           −¿Cuándo, Ulio?

           −Detalla.

           −¿Cuándo?

          −¿Tú me preguntas por el primer tiro con diana, o sin ella? Porque, si es lo primero, sabes muy bien la respuesta.


          −¿Y el tiro al aire? 


          −Pues, verás: el disparo por el que tú te interesas salió por su cuenta, sin tener yo que apretar el gatillo.

           −No me remolonees.

           −Es que… ¡Cómo te contaría yo!

           −Como quieras. Pero lo que yo quiero es saber cuándo.

         −Bueno; eso sería como tres o cuatro años después de la confirmación. El caso es que iba yo aquella tarde al galope, encima de mi potrillo nuevo, cuando sentí que algo en el compás no iba como otras veces. Lo primero que sentí es que me comenzaba a subir por el espinazo como un rayo sin tormenta y con el paso cambiado; vamos: de abajo a arriba. Poco después las rodillas se me tensaron contra los ijares del potro y dejaron de responderme; los ojos se me clisaron; yo me volví pura electricidad. Y todo el olor del campo de amapolas se me metió nariz arriba hasta estallarme por un agujero que se me abrió como un volcán por encima de la cabeza. En el mismo momento de la erupción, sentí como si fuera el mismísimo Dios quien me tentaba la piel, y me hacía caer del caballo como a un Saulo iluminado.

           −¿Y…?

           −Y que me descalabré.

           -¿Y…?

          −Y que, cuando nos encontraron, al potro ramoneando y a mi holgándome todavía de semejante convulsión del universo, nadie cayó en la cuenta de que…

          −¿De qué?

          −¡Manda uebos[1]!

          −¿Entonces…?

           −Entonces… Ven aquí, Cordia, arrímate. Que ya está bien de hablar.



Inquisidora en CasaChina. En un 22 de Abril de 2020


[1] MANDA UEBOS: de origen latino, mandat opus, viene a significar “la necesidad obliga”, sin hache y con be.

EL BATÍN DE CACHEMIR


67/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado – 42)
        Cada vez que Cordia siente temor por algo inconcreto, o precisa de reconciliarse con el mundo, abre el cajón inferior de la cómoda, saca el batín de cachemir de su padre, ese que tiene dibujos de amebas a manera de lágrimas invertidas derramadas en un llanto muy antiguo, y se refugiaba en su interior, como un Odiseo confinado en la cueva de Polifemo, y lo hace a sabiendas de que dentro del batín volverá a revivir el caos de aquel momento, sin saber muy bien como escapar del ojo del cíclope, ni a quien contarle lo que no sabe muy bien cómo contar.
¿Qué edad tendría?
¿Ocho años?
Según se dijo mucho después, el incendio había comenzado en la clase de párvulos, y el humo se extendió tan deprisa que se hizo necesario desalojar el colegio, sin tiempo de avisar a los padres para que vinieran a recogerlas. Podrían haberlas sacado al patio de recreo; pero no las sacaron. Las mandaron a sus casas a media mañana, y las calles del pueblo, con un bullicio tan inusual, se vaciaron de pájaros despavoridos y se llenaron de chiquillas uniformadas y libres de todo.
Era la primera vez que salía del colegio y su padre no la esperaba a la puerta. No podía extrañarse; faltaban más de media mañana para que llegase la hora de salida.
El dilema era qué hacer con tanto tiempo hasta que llegara la hora. Que ella recordara, nunca se había hablado en su casa sobre lo que se debía hacer en caso de salir del colegio a deshora.
¿Qué hubieran dicho sus padres?
Si hubiera podido preguntarle a su padre, estaba segura de que le hubiera dicho que lo adecuado era esperar hasta que él llegara. “A la calle no se debe salir sola”. En cuanto a su madre…Ella siempre decía que tenía que acostumbrarse a no necesitar de nadie para hacer lo que cada día debiera de hacerse. “Si has de salir sola a la calle, pues sales”.
¿Cómo era posible que las dos personas a las que ella más quería siempre se llevaran la contraria entre sí y la confundieran tanto a ella?
No importaba. Lo más seguro es que fuera su padre quien llevara razón. Aunque… ¿cuál de los dos la llevaba?
Por si acaso, esperaría. Pero ¿en qué podría emplear el tiempo? Ella siempre sabía lo que tenía que hacer en el colegio o en su casa. Pero allí…
Se sentó en el escalón de la casa de enfrente a la del colegio y observó lo que pasaba a su alrededor. Jamás había imaginado que el pueblo fuera como ahora lo veía:  mujeres entrando y saliendo de la plaza del mercado como hileras de hormigas hacendosas, borricos acarreando sus aguaderas, arreados por muchachuelos que se afanaban en el pilar, y, tras llenar uno tras otros los cuatro cántaros, volvían por donde habían venido.
Y niñas. Montones de niñas solas, libres, entusiasmadas por aquellas vacaciones inesperadas y callejeras.
Miró a su alrededor. Nunca se había figurado que la vida en Singla fuera como ahora la veía, porque nunca había visto las calles del pueblo a esas horas.
El tiempo fue pasando. Las calles comenzaron a vaciarse. Ya no salía humo del colegio, pero las puertas permanecían cerradas. El resto de sus compañeras habían ido desapareciendo.
Cordia se había quedado sola, sentada en aquel escalón, sin saber cuánto tiempo más tendría que esperar; y, lo que era peor: sin saber qué era lo que debía hacer.
¿Debía esperar? ¿Y si su madre se enfadaba al enterarse de que había pasado la mañana en mitad de la calle sin saber tomar una decisión? ¿Debía irse a su casa?
¿Y si llegaba su padre y se enfadaba al no encontrarla donde él esperaba encontrarla? Era tan triste que su padre se enfadara con ella.
Lo verdaderamente triste era ser niña. ¿Cómo podría hacer ella para crecer?
Hiciera lo que hiciera, el resultado sería el mismo: el del terror del desamor.
Uno de los dos se enfadaría con ella; y luego los dos se enfadarían entre sí, y discutirían por culpa de lo que decidiera hacer, mientras que ella los escucharía discutir escondida en su rellano de la escalera del primer piso. Y acaso hasta lloraría en silencio.
Recuerda que arrastraba los pies calle arriba, camino de su casa, temiendo y deseando llegar. Esa vez le daría gusto a su madre; y su madre la abrazaría al verla, mientras llegaba el tiempo de la guerra.
Empujó la puerta.
La casa parecía deshabita.
Solo unos extraños rumores, procedentes del dormitorio de sus padres le hicieron acercarse con ciertas cautelas. No eran voces, ni discusiones, ni reproches. Era algo que jamás había escuchado hasta entonces, envuelto en palabras entrecortadas: “Tranquila. Estamos solos. Tenemos todavía casi una hora antes de que tenga que ir a por la niña”
La puerta del dormitorio estaba entornada. Y la voz de su padre parecía salir de entre los pliegues de bata abandonada en el suelo, a los pies de una cama bulliciosa y sin hacer.
Mientras recuerda aquel último día de su infancia, Cordia mira las calles vacías de Singla. Sopesa silencios, acecha murmullos y se regocija pensando que faltan apenas cuatro días para que se permita a los niños redimirse de tan largo encierro, y salir de sus casas, aunque sea por unos escasos minutos al día, acompañados −eso sí− por un adulto.
¿Qué recordarán los niños de ahora cuando alcancen la edad que ella tiene? ¿O acaso las infancias están de retirada?
¿Y qué sentirán el primer día que vuelvan a salir?
Sin duda, las calles que recorran van a ser muy distintas a las que ellos puedan recordar, porque, tras más de cuarenta días de encierro, lo primero que sacarán a pasear serán sus miedos a esa cosa invisible que desde fuera les amenazaba sin piedad manteniéndolos cercados.
Cordia, hoy, refugiada en la bata de amebas, esas que simulan lágrimas invertidas de un llanto demasiado antiguo, está triste. Todo el regocijo que le produjo la noticia de la liberación de los niños se ha vuelto borroso, empañado por aquel lejano recuerdo infantil donde nadie sabía decirle qué era lo que debía hacer.
Sumida en una extraña melancolía, se sienta en una esquina de su cama y trata de atrapar en su cuaderno los restos de otros tiempos:
“Lo habitual entonces era escuchar lo que no debiera oír. Solo el día en que, por llegar cuando nadie me esperaba, vi lo que no debiera haber visto, entendí la levedad de la niñez. Pero no podía decírselo a nadie”.
        Pero ahora…
        −Ulio, despierta. Necesito hablar con alguien.

Leve en CasaChina. En un 21 de Abril de 2020

LAS MANOS DE MARÍA LA GITANA

  (Manos de Mujer Gitana) Gitaneando en verso -   24/2025 A María la gitana, que me ha mandado razón de que vaya a su casa a comer hab...