A Gloria: que miraba
nuestras mágicas noches hasta hacerlas suyas
Eran aquellas noches
un desmande pulsátil de cocuyos,
un fárrago de ojos al acecho:
Los nuestros,
izados cual banderas sin mesnada,
−codicias terrenales−
brillando hacia el astral milagro de la noche.
Y los de las estrellas
bogando en nuestros ojos
−luciérnagas ajenas a sus brújulas−
hasta hacernos,
el cielo con tierra,
un único reflejo con la
noche.
¿Acaso fuimos ángeles,
y luego
éramos solo hombres desalados?
Sé
que volábamos alto creyéndonos galaxias.
Que exhalábamos soplos luminosos,
destellos de vías lácteas irreales,
alientos como lluvias de mercurio
huidos
desde la angosta cárcel de cristal
de algún viejo termómetro.
Jadeos, como de amantes impacientes
que nunca ponían fin a su tarea.
Sé
que de las turbadoras noches
de nuestra Sierra Mágina
hicimos un murmullo de luz
descomedida
para abrirnos en dulces resplandores
como flores de loto en un estanque
donde la luna nueva da una tregua.
Hasta que nos hirió,
de muerte y de tristeza,
un imprevisto toque de
silencio.
Entonces
mudados en jinetes tenebrosos,
en viejas amazonas
−espantadas, atónitas, perplejas−
cabalgamos los días del desamparo,
como un inevitable apocalipsis
en el que las estrellas nos miraban
como turbios mortales fermentados.
Ahora,
tendremos
que aprender a conjugar
la audacia
de vivir entre tinieblas,
envueltos
en sudarios sin costuras
con un
huraño riesgo pespunteado
en
miradas oscuras y tristísimas.
Tendremos que cruzarnos por las calles
y leernos
la arenga de los labios
retándonos
al beso;
tratar
de transitarlas
poco
a poco,
guardando
las distancias,
plegando
los abrazos,
−cobijas
redentoras aún por estrenar−
en
los viejos arcones de las cámaras
hasta
el nuevo regreso de la luz.
Hasta
que llegue el tiempo.
Mientras
tanto
ellas
siguen ahí
de
imaginaria.
En CasaMágica. En un
23 de Agosto de 2020