Nos gusta a los escritores lo de exhibir a nuestras
criaturas escritas como a las padres les gusta enseñar a sus nenes aunque los
nenes sean bizcos y nuestros escritos una tontuna que a nosotros nos parecen
algo así como El Quijote en versión reciclada.
En esta ocasión mi relato <<EL TESTAMENTO>>
se ha ido a enseñar las “senaguas” a un concurso que gira en torno al aceite de
oliva (y la madre que lo parió) y cuyo fallo se producirá por votación popular,
cuyo plazo comenzará en el mes de abril.
Aquí dejo mi relato
y el enlace de los organizadores.
Deseadme suerte.
¡Suerte, Soco!
EL TESTAMENTO
(Relato de Mª Socorro Mármol Brís)
–Esto que van a ver tiene su
historia como saben. ¡Quién iba a decirlo! –comenzó la guía, dirigiéndose a los
componentes de la visita guiada a la Almazara de los Caretos, utilizando un
tono de voz largamente estudiado, lo suficientemente vibrante para hacerse oír
por unos pocos, y lo ensayado mil veces en suave susurro para que los que
estaban delante comenzaran a chistar hacia atrás en demanda de silencio.
–Sería cosa de la guerra,
pero en aquella casa, antes llena de lujos y grandezas, sólo quedaba ya una
mesa de camilla de madera de pino desbastado a golpe de garlopa, unas faldillas
de bordes tan rozados que a ella le daba un cierto pudor que alguien le mirara
los bajos, y un sillón de mimbre con dos cojines, uno para el asiento y otro
para el respaldo.
Antes de que él se fuera,
eran dos los sillones de mimbre; pero, tras su muerte, no merecía la pena mantener
trastos viejos en una casa donde ya nadie venía a ayudar a limpiar el polvo. Y
se lo regaló a su antigua criada que, tras agradecerle la generosidad, y
llevárselo para que no se dijera que era una desagradecida, lo tiró al muladar.
Desde que había vuelto de la vendimia francesa, su casa, aunque humilde, estaba
amueblada con brillantes muebles de formica, a los que no era preciso ni
restregarlos con ceniza y cepillos de cerda como los muebles de la cocina de su
señora cuando era su Señora, ni que darles barniz con muñequilla, como tuvo que
hacer tantas veces con los hermosos muebles de antes de la guerra en la casa
aún por desmoronar.
Que la Señora vivía casi en
la indigencia era de todos conocido.
Por eso a todos les extrañó
que, tras su muerte, el notario del pueblo los convocara para leerles el
testamento de quien poco tenía para poder disponer que no fuera el hambre que
la mató.
El día señalado, la gente se
arremolinaba en torno a la puerta de la notaría dispuesta a saciar la inmensa
curiosidad que les causaba el que la Señora hubiera testado a favor de todos
los vecinos, cuando era público y notorio que hasta la casa en la que la Señora
había vivido y muerto, había sido cedida al banco años atrás, a cambio de que
cada mes le dieran lo preciso para pagar la luz, comprarse algún poco de leña
para la estufa, y el resto emplearlo en pan, aceite y poco más.
Cuando las abundancias, la
Señora, gustosa de sabores poco sofisticados, se hacía traer, según la época
del año, alcarciles para el invierno que los mandaba apañar para ella en
vinagrillo con pimienta entera y un buen chorreón de aceite. Para el amo
compraba alguna liebre aprovechando que la veda estaba alzada. Entrada la
primavera, sus preferencias se inclinaban hacia el bacalao seco con habas
crudas recién cogidas de las matas, todo ello acompañado de un platillo de
aceite recién sacado de las cántaras de la bodega, guardando las jarugas para
sabrosos revueltos de pitos vacíos, libres de hebras. Para el amo tenía ella en
esa estación hermosos capones, o mandaba bajar del palomar un par de pichones
que estofaban en la cocina, que por entonces olía a gloria bendita y a ganas de
reír. El verano no tenía inconvenientes: había de todiquitico. Pipirrana con
huevo duro para ella y lo que al amo se le antojara; que para eso había dineros
y ganas de gastarlos. Y luego, llegado el otoño, se llenaban las sartenes a
rebosar de cochifrito, aunque fuera un desperdicio matar marranillos tan
chicos; o de chotillo frito con ajos rajados sin pelar, de cuyos condumios la
Señora apenas cataba lo preciso para mantenerse con salud, a la que, según el
médico, había que darle algo de chicha, completando su alimento con cardillos,
collejas, pencas de cardo o aquellas benditas setas de chopo que no necesitaban
de más aditamento que el aceite recién deshelado.
Eso sí: fuera la época del
año que fuera, la Señora no perdonaba el plato de aceitunas encima de la mesa.
Lo que es haber, las había
todo el año. Verdes, de agua, negras, rellenas de anchoas, minuales o gordales,
aquellas aceitunas que, con dos que se echara a la boca, tenía hecha la comida
una dama de estómago con tan pocos requerimientos como el suyo, pero tan
empicado en lo de las aceitunas que no perdonaba sentarse a la mesa sin ver en
ella el platillo de sus sueños.
Bien pensado, la Señora medía
los años por la condición de cada clase de aceitunas. Y esperaba el mes de
octubre –a veces por finales de septiembre, según vinieran las calores– para
solazarse con aceitunas tan señoritingas, escolimadas, melindrosas y
cuchimichis como lo son las aceitunas de cornachuelo –o de cornezuelo como le
llaman los forasteros–, ésas que, en cuanto se les arrodea un par de semanas,
se emblandecen perdiendo esa tersura que las hace únicas y deseadas como las
doncellas vírgenes de los cuentos muslimes.
Terminadas las aceitunas de
cornachuelo, para la Señora echaba a andar el calendario hasta el siguiente
año, a la espera de que regresara el verdor consistente, corvo y alargado de
las aceitunas de sus sueños. “¡Hay que ver lo sencilla que es la felicidad!”,
dicen que iba diciendo siempre. “Una almorzadica de aceitunas, un hoyo de pan y
aceite con un tomate estrujado dentro, y unos granos de sal gorda por encima, y
hasta los ángeles nos tienen envidia a los de estas tierras”.
El amo se murió allá por la
guerra, y en tiempos de aceitunas de cornachuelo, cuando la Señora menos lo
esperaba, aunque, de puro desamor, hacía tiempo que ella ya no esperaba nada.
Ni siquiera seguir viva o sobrevivirle a su hombre. Pero siguió viva sin nada
para mantener semejante subsistencia, pero precisando tan poco, y sabiendo
tanto del campo, que le bastaba con salir por esas trochas de Dios para volver
con la faltriquera tan llena de todo lo que el campo da; porque hambre, lo que
se dice hambre, nunca sintió aquella criatura, aunque fuera el hambre, a saber
de qué, la que la mató.
Era ella de buen conformar,
de manera que, ante la carencia de aceitunas propias o de dineros para
comprarlas, comenzó a apañárselas con los caretos, esa hermosura de aceitunas
secas que nadie quiere y todos abandonan en las pozas de las olivas. Por no
quererlas, ni los zorzales las querían.
Sí señores, los zorzales he
dicho: esos ladrones de aceitunas, que no se conforman con caer en bandada sobre
las olivas al borde de la quebrancía por el peso de sus frutos, sino que
cuando, tras darse un atracón, alzan el vuelo, con los buches saciados, aún se
llevan una aceituna en cada garra, y otra en el pico, para atiborrar sus
despensas. O para gastarle una jugarreta a los desesperados olivareros y
vengarse de sus escopetillas de plomos de diábolo que son las que más pupa
hacen y más alas quiebran cortando el vuelo eterno.
El caso es que, cuando lo de
la indigencia, se aficionó la Señora a los caretos, y raro era el día en que
alguien no se cruzaba con su andar despacioso y medido por mitad de esas
trochas en busca de sustento.
Churreteando de esas
carencias y abundancias estaban los vecinos cuando el oficial del notario
apareció en la cancela de la notaría mandando llamar a los vecinos; pero pronto
se apercibieron unos y otros, vecinos y notario, de que los herederos de la
Señora no iban a caber en ninguna de las reducidas habitaciones donde se
trasegaban escrituras cada día y doliendas de traspasos. Ni siquiera repartidos
entre el zaguán y en el patio interior se conseguiría hacer llegar al personal
la información del testamento según manda la Ley; así que el notario les mandó
salir, se subió él al balcón y los convocó allí, en mitad de la calle, para leerles
las últimas voluntades de la Señora que a todos les afectaban. Porque ya se
sabe que una muerte en un pueblo es un lamento colectivo donde se acabaron las
maledicencias que la vida consiente.
Todos miraban hacia el
balcón, echando de menos, eso sí, la ausencia de banda cruzada sobre el
bullicioso estómago del jurista, como estaban acostumbrados a verle al alcalde
durante los pregones de la feria. Tampoco llevaba el bastón de mando, lo cual
les desmerecía demasiado, si no fuera porque en la mano izquierda, alzada por
encima de la barandilla del balcón, el caballero agitaba una bolsa de tela de
saco pero bastante abultada, donde bien podía haber cualquier tesoro del que la
Señora no hubiese hecho uso, como no lo había hecho de la ampollita de aceite
que le entregó al cura para lo de darle los óleos, cuando tan bien le hubiera
venido en sus últimos días echar un sopón de pan en aquel aceite, por muy
bendito que estuviera en el último Jueves Santo, para consolarse un estómago
que ya no sabía de dónde sacar para poder meter.
En esas estaban los vecinos
cuando se escuchó la voz del notario que, según lo que leía, pereciera que
estaba en un púlpito más que en un balcón de la calle Traspuente, la de la
notaría.
–En el nombre del padre, del
hijo y del Espíritu Santo; creo en la Santísima Trinidad en cuya fe deseo vivir
y morir…
–¡Venga ya! Que no hemos
venido a hacer una novena o a una confesión general –gritó alguien, antes de
que el municipal le acallara las urgencias de un sopapo bien dado detrás de las
orejas, y el notario interrumpiera su lectura para aclarar a voz en grito que
ésa solía ser la manera de hacer testamento las personas de bien, “y no como
los garrulos, que van derechos y desalados a lo de los dineros como un recién
casado va a por lo que va en su noche de bodas”.
Inmediatamente, hecho el
silencio, retornó el notario a leer el papel que sostenía en la mano derecha:
– “…Y por si Dios dispone que
esto sea –e hizo un gesto que todos entendieron a lo que se quería referir–
antes de que llegue la época de los caretos, voy a consignar aquí mi última
voluntad, pues esto se ha de considerar como mi legítimo testamento”.
La gente no apartaba los ojos
de la mano izquierda del notario que, unas veces más arriba, otras más abajo,
agitaba aquella abultada bolsa de rústica tela de estameña, y agudizaba el oído
tratando de escuchar algún “ding-dong” que revelara un contenido sustancioso.
– “Nombro herederos
universales a todos los vecinos del pueblo…” –ahora el notario, a contraluz,
estaba como a medio crucificar, con la mano de la bolsa arriba, y la mano
derecha caída sobre el pecho, ajustando la vista a tan generosos papeles como
los que la Señora había utilizado para plasmar sus últimas voluntades.
De la zona más alejada de
donde se encontraba encastillado el quisquilloso municipal, surgió una voz que
se impacientaba creyéndose un aspirante a creso, pero sospechando que, por
mucha riqueza que hubiera en aquella talega, eran demasiados a repartir como
para sacar a alguien de miserias:
–¿Se puede saber qué es eso que
vamos a heredar entre el vecindario?
–Pues mira, Roque –porque el
preguntón era Roque, el que anduvo pinchándole a los rojos para que le dieran
el paseo al marido de la Señora, y luego, cuando llegaron los ganadores, se
acurrucó en su ignorancia mientras que los otros salían por pies camino de las
costas de Levante a ver si llegaban a tiempo de subir a alguno de los barcos
que salieron camino de Orán.
Pero sigamos: entonces el
notario, entrando al trapo de la polémica, dijo: “pues mira, Roque, eso no está
escrito en el testamento; pero, por lo que yo he visto, aquí dentro hay más de
un kilo de huesos de aceituna, más roídos que una nuez en el nido de una
ardilla”.
La gente comenzó a darse
codazos de desencanto y a murmurar entre ellos: “No, si la vieja –ya no tenían
necesidad de mentarla como la Señora– sabía tomarle el pelo hasta a su santo”
–decía una–. “Pues no diría yo que fuera ella de gastar bromas, tan
desfallecida como estaba desde que se quedó como se quedó” –soltaba el cartero,
al que la Señora siempre le preguntaba si tenía carta para ella a pesar de
saber que no tenía a nadie que le escribiera desde hacía más tiempo del que
podía recordar, pero aceptando gustosa aquella insólita carta diaria.
De aquí y de allá surgían
murmullos de chasco mientras el notario continuaba la lectura. Por aquí y por
allá se fue espurreando el personal. ¡Para qué querían ellos un saquete de yute
lleno de huesos de aceituna!
“Años llevo guardando los
huesos de los caretos que me he comido para que, llegado el momento que a todos
nos ha de llegar, sean repartidos entre todos los vecinos, que para todos hay
según mis cuentas, si ellos quieren aceptar lo que les lego y tienen el talento
de saber qué hacer con ello” –seguía leyendo el notario sin levantar la vista
de los papeles porque le parecía un desaire hacia él, más que hacia la voluntad
de la Señora, aquella desbandada.
Recuperados sus vecinos, el
pueblo iba recuperando su actividad habitual. Pero, aunque fuera inútil, la Ley
era la Ley, y su obligación de notario era hacer la pregunta de rigor:
–¿Aceptan ustedes la
herencia? –dijo dirigiéndose a la calle vacía.
–Yo la acepto –escuchó la voz
del cartero, que, a fuerza de ser requerido de carta por la Señora, le había
tomado una querencia que mal cabía en ningún saco por grande que fuera.
–Bueno está, Silverio. Sube y
firma la aceptación, y llévate de aquí los huesos que me están llenando la
notaría de tal pestazo que malo será que alguien venga a escriturar hasta que
no fumigue.
Tomó Silverio el saquete de
huesos –de aceituna, digo– sin saber muy bien qué hacer con ellos, pero
adivinando que la Señora siempre hacía las cosas por algo.
Estaba el buen hombre metido
en congojas a medio remediar por no tener ya a quien escribirle y buscando
consuelo en mirar aquellos huitos que alguna vez estuvieron en los labios de su
amada Señora.
Pocos días después, sentado
en la huertecilla que tenía a la vera del río y pensando en ella, se le vino a
la cabeza la idea de ir enterrando los huesos de dos en dos, y en formación de
marco real, de a siete metros entre hoyo y hoyo, soñando que los besos que su
Señora no le dio acabaran brotando en su huertecilla como pimpollos verdes.
Como así fue.
No habían pasado dos años
cuando en sus sienes brotaron blancuras y en su huertecilla vigorosas varetas
que, en un año más, devinieron en acebuches preciosísimos que le daban qué
pensar sosegándole dolores y ausencias.
Tanto pensó que de repente
concluyó que lo mejor sería ir al cementerio a preguntarle a su Señora el
destino que ella hubiera querido darle a esos arbustos que ya comenzaban a dar
alguna que otra aceituna minual y a llenar de esperanza los entornos.
–Silverio, no dejes que mis
ahorros en huesos se pierdan en hojuelas redondillas y sin lustre allí donde
pueden crecer hermosas olivas de hoja alargada, del color de mi esperanza por
arriba y del color de tu nombre de plata por su envés –dicen que escuchó
Silverio salir de debajo de la losa.
–¿Y qué debo hacer, Señora,
para convertir esos desmandes silvestres en olivos de buen provecho?
–¿Sabes hacer injertos de
espina?
–¡Y quién no, Señora, en
estas tierras, quién no…!
–Pues ya sabes, mi amado
Silverio: llegadas las templanzas de marzo, corta brotes frescos con yema de
los olivos viejos por donde pases, sésgalos en cuña y clávalos en las mejores
varetas de los acebuches una vez desmochadas.
–¿Y no sería mejor, Señora,
usar el injerto de escudete?
–No me lo parece a mí,
Silverio, que son demasiado frágiles esas pestugas para meterles mano desde un
costado en lugar de obligarlas por encima que es a donde envían mayores
arrestos. Pero prueba de las dos maneras a ver lo que dan de sí.
* * *
–Y esto, señoras y señores,
es lo que dieron de sí los huesos de los caretos de la Señora que se murió de
hambre: este hermosísimo olivar a donde muchos vienen a cortar yemas para
injertar otros olivares aún por verles la gracia, y tantos visitantes como
ustedes llegan para saber la historia de la Señora que comía caretos, el
cartero que le entregaba cartas recién escritas y aquellos huesos que todos
despreciaron sin saber que de las aceitunas, aunque se mueran secas, ¡hasta el
mismísimo hueso!
Ya ven qué desperdicio el de
aquellos vecinos que despreciaron una herencia tan rica. Todos la despreciaron.
Todos menos el cartero, que
murió amando a aquella dama a la que le escribía en sus larguísimas tardes con
olor a esperanza.