(Serie Miedoseros)
04/2021
El peripatético capitolino nunca consiguió un par
de… astas propias, seguramente por falta de herramienta; pero se apañó unas de quita
y pon (astas sin “h” de honorabilidad, digo, que no de herramienta) en algún
mercadillo callejero; y, una
vez encajadas, se echó a embestir derrotes, blandiéndolas con el torvo orgullo
de un “ToroSentado” de mentirijillas de esos que escarban en el albero, amagando
al primer gesto sus maneras espantadizas y aviesas.
Si no hubiera sido por el pelaje
de prestado, y por sus portes ambulantes, pudiera haberse confundido con el pétreo
cernunno del Pilier des Nautes, en Notre Dame de París.
He conocido muchos astados postizos a
lo largo de mi ya larga vida, y he podido observar que todos los de semejante
jaez, vocingleros ellos, pero, esencialmente, voceros de otros uncidos astados inguinales en declive,
suelen amagar embestidas y derrotes de mentirijillas en plan susto, como si
fueran álguienes por sí mismos. Y así zanganean de acá para allá en plan matoncito suburbioso
y navajero, hasta que les sale al paso un picador, pica en ristre, calzona bien
fajada y castoreño de los de verdad, blindado con un par de borlas de pelo de
castor, dispuesto él a desmochar engaños y bríos prostáticos, hasta amagarles a
los morlacos esas testas tan desprovistas de pelambre visible como de ideas interiorizadas.
Según vengo
observando, algo común empareja
a estos astados de los que hablo: su “palabrofobia”. Los pobreticos míos tienen
auténtica fobia a las palabras en cualquiera de sus hechuras. O, al menos, bien
puede decirse que están tan abducidos
por su ruda fobia a cualquier palabra que no salga de los divinos labios de sus
señoritos que, sólo con sospechar el mínimo amago de plática, se echan a descerrajar
mugidos a diestro y siniestro espesando su entorno con un guirigay ensordecedor más macizo que
la berrea de los ciervos en la Sierra de Cazorla en temporada de celo.
Cosa distinta es la manera en la que acosan o huyen (según se
tercie) del objeto de su repugnante repugnancia. Los hay que, presas de
un terror cagarruteante, huyen de un buen libro o de una sana controversia como
se cuenta que el demonio huye del agua bendita. Otros, hisopillo en ristre, tras percudir y “ensambenitar”
las letras más hermosas una por una, como quien raja alcaparrones para echarlos
en vinagre, queman libros y reputaciones en las plazas públicas como posesos inquisidores
con armadura de incienso con la que disimular su peste. Los hay que, armados de afiladas lenguas viperinas a
modo de podaderas, van despestugando el discurso ajeno como si en ello les
fuera el jornal mal ajustado sobre el pesebre.
Todos ellos, creedme, aunque intentemos ladearnos
antes que meternos en la inutilidad de hacerles frente, son más pendencieros y peligrosos que
un virus sin vacuna.
Se trata entonces de ejercitar la cintura
Pero hay una subespecie ante la que no cabe tener correa:
hablo de esos que, al grito de ¡silencio!, saquean la casa de las palabras, sin
llegar a entender el riesgo que corren; porque nuestro armamento es mucho más
eficaz. Y es que una palabra disparada con tiento y maestría puede ser más
letal que cualquier desfasado Mosin-Nagant, o cualquier
Colt M-1917 trasnochado. Y, además, no mancha el piso con sangre derramada.
A esos, a los muñidores del silencio,
pistola en mano y cornamenta postiza en ristre, es a los que hay que muletear con
elegancia torera, hasta que se les agoten los pases, (que, entre nosotros, los
tienen contados).
Hay que hablarles, hablarles y hablarles…
Hay que hablarles con la
constancia de las trompetas cuyo eco sostenido acabó por derribar los muros de
Jericó.
Preciso es elevar nuestra palabra
a modo de capote de paseo, hasta que sean ellos mismos los que se astillen sus
astas de celuloide y se queden sin herramientas con las que embestir.
Luego, si así se les apetece a tan porfiados cernunnos peripatéticos, dejemos que empleen sus propias astas
como tapones para los oídos. Nadie está obligado a escuchar lo que no puede
entender.
En CasaChina. En un
8 de Enero de 2021