Doña Ramona era una minimez
vestida de negro zaino como correspondía a quien, ya de vuelta de la vida,
remataba lo que de vida le quedara y su luminosa figura en un moñete blanco y
escaso de color, que se estiraba desde las sienes hasta su atalaya como cuerdas
de violín recogidas en ovillo.
Doña Ramona
vivía en la Plaza, junto a su hija, Ángeles, una mujer algo pasada ya de años
como para no tener que ocuparse cada semana, a golpe de brocha, de su propia canicie,
impropia de quien vive con una madre de pelo tan blanco que no admite
competencias.
Doña Ramona
era la madre de don Evaristo, el maestro de niños de Salvacañete, hasta que
cerraron la escuela (y con ella, la alegría y el bullicio diarios en la Plaza a
la hora del recreo), y en cuya casa de la calle ¿del Olmo?, haciendo chaflán
con la farmacia de doña Anita, viví yo de pupila durante aquel curso de 1966/
1967 que pasé como maestra de párvulos en un pueblo al que, para llegar, desde el
Desmonte, donde el coche de línea Cuenca-Teruel desembarcaba a los pasajeros,
había que caminar casi un kilómetro en cuesta, sin asfaltar todavía, y sin más coches
que no fuera aquel que llegaba una vez por semana voceando comestibles; el que
surtía al pueblo de congelados cuando el hielo y la nieve le permitía remontar
aquellos mil metros desde la carretera hasta el pueblo.
De doña Ramona
no recuerdo mucho más −han pasado más de cinco décadas− que no sea aquella
figura mínima y rotunda vestida de negro, aquel pelo blanco estirado desde las
sienes hasta el moñete, aquella casa con balcones a la Plaza, en la que los
mozos le echaban a la Virgen los primeros y pícaros mayos,(tus pechos,
señora/ son dos fuentes claras/ donde yo bebiera/ si tu me dejaras…) antes
de hacer la ronda, guitarra y bandurria en ristre, bajo los balcones de las
mozas del pueblo, y la tibia cuadra de
su casa, donde criaba conejillos de indias, −cuy en América−, semejantes a miniaturas
de marranillos, de carita asustadiza, inigualable sabor y exquisito paladar. Y
cómo no recordar su tratamiento de “doña”, adquirido quién sabe si por el
privilegio de ser la madre del maestro. Porque, si no recuerdo mal, con el “don”
o el “doña”, aparte de doña Ramona, sólo recuerdo a unos pocos: don Evaristo,
su hijo; doña Balbina, la mujer de su hijo; don Julián, el cura; don Casimiro,
el médico ambulante e intermitente (del que tendré que contar algo muy especial
en su día); doña Vicenta, una veterana maestra de algún lugar cercano y anochecimiento
en Salvacañete, con ojos de mirar desde lo oscuro de sus profundas ojeras
teñidas de abéñula y su entrecano pelo afro siempre dispuesto al desmadre; don
Paco, el veterinario, sanador de perros truferos de precios estrambóticos; y
doña Anita, la singular farmacéutica de Salvacañete, inagotable contadora de
historias siempre fantásticas e inquietantes, en cuya fascinante rebotica
investigaba ella mil posibles remedios para su corazón maltratado, para el que,
en una bolsita colgada del justillo, siempre llevaba la buena boticaria una
ampollita de ¿nitrito? por si a su máquina de vivir le fallaba la bomba y le
daba por pararse en cualquier momento inconveniente.
¡Ah! Se me
olvidaba. Y doña Tomasa. Una mujer fascinante, seguramente escapada de alguna de
las leyendas de encantadas de los entornos.
En CasaChina. En
un 13 de Enero de 2021