(Recuerdo en sepia de una Maestra
rural)
Cuando llegue a Salvacañete aquel mes de
septiembre de 1966, Don Julián era el cura de Salvacañete, aunque, según pude
comprobar −e incorporar de por vida a mi patrimonio pensante−, no ejerciera su
ministerio a la manera algo rancia que yo llevaba aprendida de serie.
Ahora sé que un cura como don Julián es tan consustancial a
una iglesia rural como lo son las campanas de la torre, el vuelo de las
cornejas cuando se echan las campanas al aire, el olor a cera amansando el de
los ropones de misa mayor, y la eterna sospecha de que, si Dios existe como nos
lo refieren, tiene que aburrirse más de la cuenta, condenado a sufrir la pena de
sagrario, y aguantando su transustancial confinamiento, aletargado por la luz de
la dichosa lamparilla, vacilante a grito pelado entre un rojerío falaz y el
azulón rampantes de castidades recién remendadas.
Si
todo ese atrezo no cuenta con la presencia de un cura que convoque a los
parroquianos a misa mayor o a rosario de la aurora, ni espante cornejas a toque de campana, ni
encienda las velas, ni apague el recibo de la luz del sagrario para que no la
corten por falta de pago, ni hable de Dios como si de verdad existiera, sin necesidad
de echar soflamas de atril, ni se siente en el poyato de la lonja a hablar de
lo humano más que de lo divino, la iglesia se agrieta, se enmohece y acaba por
desmoronarse, desahuciando por ocupación en precario la eterna sospecha de la
existencia de Dios.
Hago un inciso para preguntarme si no será que los que, desde
bajo palio, mandan en los curas rurales no se asemejan demasiado a ¿nuestros?
escañados políticos capitalinos a la hora de falsear con lamparillas de colores
lo consustancial de las sustancias, ocultándonos la verdad sobre lo que se
traen entre manos, para hacer de Dios y de sus votantes hijos pródigos su
propia campaña publicitaria.
Pero, volvamos a don Julián.
Quizá fuera don Julián, el cura, la
primera persona que vi al entrar en Salvacañete cuando ¿Enrique?, el hijo de la
tía Hipólita, la del caserón del Desmonte, donde pasé la primera noche de mi
estancia por aquellas tierras tras apearme del coche de línea Cuenca-Teruel, nos
hizo la caridad de subirnos hasta el pueblo a mí y a mis maletas, siempre
demasiadas, y demasiado abultadas a lo largo de mi vida para lo poco que en
realidad necesito, quitando un cuaderno, un par de lapiceros, una navajilla
para sacarles punta y algo que leer al caer la noche, aunque sea la Hoja
Parroquial.
¡Lástima! Atollada en mis fárragos, nunca
aprendí a practicar lo de “ligera de equipaje/ como los hijos de la mar”. Yo
soy de tierra adentro.
Pero, a lo que íbamos: ahora ya no es
así. Pero, en aquel agonizante verano del año de 1966, el empinado kilómetro sin
asfalto desde el Demonte hasta el pueblo era un despoblado que, de repente, se
explanaba y se rompía a mi derecha con una primera casa, con su ya humeante
chimenea de hierro a modo de peinilla, rematada en un chinesco sombrerillo de
latón, y su achaparramiento de recios muros, en los que se abría una puerta
verde y acristalada: un barecillo sin pretensiones, una humilde y caldeada cantina,
propiedad del padre de uno de los chiquillos que integrarían el pelotón de mis
párvulos. A la izquierda, una casona mucho más grande, la de Mariano, apuntalaba
su desproporciones, callejón por medio, sobre el enjalbegado Cuartel de la Guardia Civil, que a su
vez se parapetaba al sur tras la medianería de una de las dos tiendas del
pueblo, modelando así por el rincón de levante el irregular ruedo de la Plaza,
sobre la que la Iglesia pendoneaba cornejas y vencejos por las alturas,
mientras se escurría paredes abajo, a la altura de la lista de los “Caídos por
Dios y por España”, con aquel color a
mitad de camino entre el garbanzo seco y el pan recién cocido con el que suelen
disputarle los muros al astro rey sus mestizajes de piedra bronceada de azogue
helado al sol.
A pie de suelo, casi como una
excrecencia de los cimientos, y como si
se tratara de un saliente instintivo de la fachada principal de la Iglesia, un
poyete de piedra le servía de asiento aquel primer día a una sotana enjuta,
ligeramente deshilachada en los puños, algo parduzca sin que el visible uso inmemorial
le menguara decoro, y desabotonada a la altura del alzacuellos, dejando libre
una nuez que se agitaba calmosa y potente a cada chupada del caliqueño, que no
tardaría yo en identificar como parte inseparable a la esencia de aquel cura
longilíneo y magnífico: don Julián.
¡Qué humos se gasta! −presumí atolondrada
por mis escasos veinte años, sin saber todavía que el cura de Salvacañete, habitante
del rincón de los asombros que guardo en mis recuerdos, sería siempre uno más en
la diaria tertulia vecinal y callejera de las doce del mediodía, de cada día
sin nieve.
Los otros, al bar de Bienve.
En CasaChina. En un
15 de Enero de 2021