(Dedicado a Sofía Valenciano, mi
nietastra, que anoche me telefoneó.
Y a todos los que me acompañaron los
últimos 365 días haciéndome sentir que lo intenso -penas y glorias- es la sal
de la vida
Anoche cené conmigo.
Tenía yo pendiente una larga charla
conmigo misma que iba posponiendo con la disculpa de "chacharear" con
gentes siempre de paso -tan imprescindibles- incurriendo en el gran error de
dejarme sola a mí misma con demasiada frecuencia, sin darme cuenta de que, en
último término, yo soy la única que de verdad me acompaña y me soporta, y me
sostiene, y hasta me jalea en los peores momentos, durante las 24 horas del
día, aunque me encuentre sin maquillaje, ajada y pelambrosa.
Me lo prometí hace algún tiempo,
cuando creí sentirme herida por quienes van de paso, y me gasté más de la mitad
de mis ahorros de energía en búsquedas confundidas y permanencias rancias: “en
cuanto termine de buscar en lo fortuito, cenamos juntas” –me dije, sin acabar
de entender que todos, ¡todos!, van de paso a nuestro alrededor porque así debe
ser”.
Menos nosotros mismos.
Uno de esos días de obstinación de
búsquedas de ajenidades, me tope conmigo, sentada en el rincón de la
impaciencia, en paciente espera. Fue entonces cuando me prometí que buscaría
hueco y ocasión para cenar a solas conmigo, y me prometí que esa cena la
dejaríamos para final de año, que a fin de cuentas esa fecha es como un
desenamoramiento; una obligada despedida.
Y un comienzo.
Anoche, cumpliendo la palabra dada,
me olvidé de todos y me dispuse a cenar conmigo.
La verdad es que recibir a una
invitada de lujo como soy yo misma requería preparar el escenario. Algo así
como cuando recibimos a esos invitados ilustres que entran en nuestras mesas
tras llamar a la puerta discretamente; pero en mejor y más íntimo.
Porque, bien pensado, jamás había
celebrado una Noche Vieja a solas conmigo misma a pesar de los años que ya
llevo consumidos.
Tengo que decir que, en lugar del
acomodaticio pantalón vaquero de ahora, me metí dentro del vestido de estar
contenta de hace algunos años; y en vez de cenar en la bandeja de plástico con
paisajes de París, serigrafiados en la mesita de diario, tipo hospital-de-paso, colocada frente
al televisor de hacer ruido, puse un primor de mesa en el comedor silencioso
como un olvido: paño de badana para amortiguar ruido de vajilla encima de los
taraceados de la mesa, mantelería de hilo blanco, bordada con calado de
filtiré, que, a la luz de la única vela encendida en ese momento, pajiceaba de
falta de uso, “bajoplatos” de alpaca tratados para no envejecerse de soledad,
vajilla de sargadelos modelo “councha” con retozos gallegos en los pliegues de
su memoria, cubertería de plata (a la que, al único cubierto que necesitaba
tuve que frotarla con una bayeta humedecida en agua de bicarbonato para trastaerle
por debajo del abandono el brillo oxidado), copas de cristal de Venecia,
compradas directamente en la Isla de Murano, quejicosas ellas de no haber
salido de la vitrina desde hace cinco años (¡cinco años ya!), colocadas en línea
oblicua al plato, de mayor a menor, (champan, agua, vino blanco, vino tinto y
licor), pequeños posacubiertos de vidrio con garras de león, y bateas metálicas
trenzadas en malla encadenada, para que reposaran las botellas, provistas de
escanciador y respiradero; platitos para el pan cubiertos con aquellos pañitos
minúsculos, ribeteados de puntillas de bolillos artesanos que compramos en
Brujas cuando lo del larguísimo viaje por “Europa para dos” cuando éramos dos,
y uno de los dos candelabros bajitos, también de cristal de Murano, soplados en
nuestra presencia, donde elegimos su escasez de altura para no impedir la vista
del recuerdo de cualquier comensal de ultima hora acomodado anoche en una
fotografía.
El menú: una ensalada de escarola
con ajitos retostados en aceite de Sierra Mágina (en la que utilicé apenas
media escarola, cuando en otros tiempos -apenas cinco años- con tres escarolas
no nos alcanzaba), y otra ensalada de cardo, en caldo de vinagre, sal y aceite
crudo y verde como las esmeraldas, ofrenda del mágico inventor de “Aroma De
Magina”, para cuya ensalada me bastó una sola penca –que a fin y al cabo no
éramos tantos a cenar y una de las comensales come bien poco. Para preparar el
estómago, un horneado de lombarda en juliana, entreverada de rodajas de manzana
reineta, aderezado todo ello con clavo, y cubierta de bechamel gratinada con
queso espolvoreado por encima. Como plato principal, a falta del descomunal
pavo de entonces, me las arreglé con un picantón (“el más pequeño que tenga,
por favor, que somos pocos a cenar esta noche” -le dije al del mercado dudando
si no sería mejor conformarme con una codorniz-) relleno de 100 gramos de carne
picada, unos daditos de jamón, cinco ciruelas sin hueso y tres nueces picadas.
De postre, me serví un cestillo de dátiles traídos de Túnez, tan dulces como
nuestro habitual anfitrión allí, Ridha Mami, a los que añadí los alfajores que
me traje de Bedmar y que nos trajo Paqui
a la cena de Noche Buena con Ani Canalejo Fuentes y familia; luego un bombón de
la cajita que me trajo Gloria Nistal Rosiquel de sus sinvivires por esos mundos
de Dios, y dos mantecados manchegos que quedaban del paquetón que me obsequió Fermín
Fernández Belloso, “de parte de Angeli Belloso” que, junto con sus vinos y el
espumoso de la Mancha, pusieron un punto de coherencia en mi quijotesca e
intimísima cena dulcineante, rematada en un poema del último poemario de
Basilio Rodríguez Cañada.
Una vez elegida la vestimenta –que
quise que fuera negra para atemperar mí incontrolada pasión por vivir cada
instante- cuando iba a sentarme a cenar conmigo misma, sonó el teléfono, y el
corazón me dio un salto, porque en estos tiempos, antes de pronunciar el
obligado “diga”, ya sale en la pantalla el nombre de quien al otro lado apretó
la tecla del recuerdo de nuestro propio nombre; y el nombre que vibraba en mi
teléfono anoche era el de Sofía Valenciano, mi nietastra, en cuya fotografía se
detuvo el tiempo, hace cinco años, en una estantería de mi escritorio; y ahí
sigue, junto a mis otros nietastros, niña eterna detenida en una fecha en velatrio,
cuando su voz de anoche, y sus maneras en lo que decía, sonaban a jovencita ya
consumada con criterio propio e invitación de adulta.
La verdad es que este miedo a verlos
crecer a solas, sin que su abuelo mirara junto a mí el paso del tiempo, me dejó
hace ahora cinco años sin alientos para mirarlos de cerca en el día a día de
las soledades obligadas.
Unas horas antes había sido mi
hijastro, Juan Ignacio Valenciano, quién me emplazó para comernos un cocidito
madrileño cualquier día de estos. Y aún
algo antes, fue esa especie de amoroso y prodigioso sobrino literario que tengo
más allá del Océano, Francisco Revelo, quien me telefoneaba para concretar
nuevos coloquios en El Matadero de Madrid al cobijo de su luna llena.
*
Lo último que le escuché a Sofía fue
un “¿te apetece que quedemos un día?”. A lo que yo contesté un emocionado “¿Y
si quedamos a comer tú y yo?”. (Y es que ya se sabe: que, desde que el mundo es
mudo, todo, hasta lo más doloroso, lo más entrañable o lo más divino, se
arregla sentándose a comer (O arrodillándose). Si será así que hasta somos “teófagos”
y andamos en comulgarnos a Dios cuando no estamos excomulgados, y en mordernos los
labios a besos o matarnos a dentelladas unos a otros como si fuéramos carpantas
sin lisonja ni condumio).
O en desayunarnos el mundo en una
plaza romana de nombre tan profético como Piazza Del Risorgimento, leyendo en
los posos del café que cualquier resurgir, cualquier resurrección, reclama una
muerte previa.
*
-¡Eso está hecho! –respondió
mi nietastra, Sofía, a mi propuesta de reencuentro nutriente.
Colgó.
(¿O fui yo misma quien colgó el
teléfono?).
¡Qué más da!
Fuera quien fuese la que anoche dejó
colgada la esperanza de un hilo soñador, lo cierto es que algo había que hacer
para celebrar esa (esas) llamada/s redentora/s.
Y lo hice:
Quité del centro de la mesa la única
vela que había previsto y encendí dos.
*
-Me prometiste cenar conmigo –me
reproché mientras encendía la segunda vela.
-Y cenaré contigo –me respondí-;
solamente que, ahora que pienso en ello, estás tan llena de vida, de
intensidades y de recuerdos que no está de más alumbrar la memoria de los que
se fueron, aunque siguen cincelados ahí, prolongados hasta la eternidad; pero
tampoco está de más encender nuevas velas para inundar de luz a los que todavía
están ahí, en algún lugar, dejando su intensidad en el recuerdo de los días que
ya pasaron y en las lacerantes y gloriosas añoranzas de noches como estás.
Y de las que se anuncian.
Al finalizar mi ceremonia inaugural,
aún tuve tiempo de empeñarme en una larga conversación que tenía pendiente
conmigo desde que me desesperancé tan neciamente, hasta este reencuentro
maravilloso, y que comenzó así:
…¡Qué! ¿Ves cómo, aunque no veas a
nadie sentado a tu mesa, mientras estés conmigo, que soy quien guardo tus
mejores recuerdos y tus dolores más intensos, nunca estarás realmente sola?
Y en ese momento sentí que era tan lúcido
como imperecedero era mi agradecimiento para conmigo misma, que siempre estoy
conmigo, aunque hablemos más bien poco para no andar hablando siempre de lo
mismo.
Como infinito es y será el
agradecimiento que siento por todos los que, temporalmente, y de paso, me
trajeron gozos y sufrimientos tan intensos que jamás podré olvidar.
Porque de
ellos me sigo alimentando.
Intensamente.
En “CasaChina”. En un 1 de Enero de
2018.