VA DE...Batiburrillo literario

sábado, 11 de abril de 2020

DESAPRENDIZAJES


 57/2020
(Croniquilla del Viruso Coronado - 32)

En ello estoy. En lo de desaprender. Y es que ya nada es lo que parece. Nada es lo que era. Ni volverá a serlo.
Lo de desaprender es especialmente recomendable cuando uno cae en la cuenta de que la música que tocan no coincide con el paso de baile aprendido. Y, hasta donde se me alcanza, estábamos bailando a ritmo de samba cuando lo que tocaba la trompeta era un solo de silencio.
El caso es que nadie puso atención al retrasado toque de rebato, y no porque no hubiera signos previos que lo aconsejaran, sino porque los campaneros oficiales se enrocaron ellos en plan torre, y enroscaron trapajos de muladar y cautelas timoratas en el badajo del carillón para que no se alarmaran los de debajo del campanario, ignorando con tan insensata decisión el verdadero sentido etimológico de rebatar en sus dos primeras y sesudas (sin “x” excluyente) acepciones diccionariales:
1. m. Convocación de los vecinos de uno o más pueblos, hecha por medio de campana, tambor, almenara u otra señal, con el fin de defenderse cuando sobreviene un peligro.
2. m. Alarma o conmoción ocasionada por algún acontecimiento repentino y temeroso.

Así las cosas, no es de extrañar (esta vez con “x” de incógnita) que, llegada la tercera acepción, (3. m. Mil. Acometimiento repentino que se hace al enemigo), nos pillara a todos en ropas menores, ya fueran bragados campaneros, ya se tratara de medrosos parroquianos danzarines, asistentes a los oficios de sus electas divinidades terrenales.
Postraronse entonces los fieles más fieles de las siglas, y afanaronse en la tarea lavarles los pies de barro de sus ídolos, convertidos a esas alturas en estatuas de sal en retirada; y lo hacían con tal tozudez (y tan tosca erudición sobre la verdadera naturaleza estructural del barro y de la sal) que les desmoronaron el pedestal a las estatuas.
Pero la fidelidad es la fidelidad; y allí se empeñaron los leales parroquianos en la restauración y conservación de “los suyos” a fuerza de barreño, estropajo y jabón de sosa fuerte, de forma que, sobre la marcha, y al grito de todos a una, como en una Fuenteovejuna de TBO, convirtieron ellos mismos las verticalidades gobernantes en estatuas yacentes.
Se alzó entonces el grito de los contra-fuenteovejuneros de a pie, pidiendo sangre sagrada: “acabemos con el comendador”.
“Pero si ya está muerto” −respondieron los compungidos asistentes al velatorio de las esfinges.
−¿Solo? −indagaron los contra-fuenteovejuneros con cierto mosqueo.
−“Con veinte de los suyos” −se escuchó decir a una voz en off, convenientemente subvencionada con cierto deje de orate libertario.
−¿Estamos a lo del Lope de Vega y su truhan comendador, a lo del Pérez Reverte y su Cid Campeador disfrazado de Sidi, o estamos a lo que estamos? ¿Es que nadie va a ponerle número y nombre, ni hachones, ni enterradores a los anónimos entierros, que es lo que nos ocupa ahora?
−Por nosotros…, como si en lugar de entierros queréis celebrar bautizos. Tenemos “detentes” homologados. Pero, a nuestras estatuas, ni tocarlas, o tendréis que pasar por encima de nuestros cadáveres.
−¡Eso! Vosotros mentad la cuerda en la casa del ahorcado, o la bicha delante de Adán, y vais a ver lo que tardáis en dar la cambalá’.
−Querréis decir “cambalada”, so cenutrios −corrigieron los señoritingos representantes del departamento de estética ambiental.
(Voz de mando en off: “Judas: consulta en el diccionario lo que significa cenutrios. Y ya de paso, mira lo de “orates” y “cambalada”).
−¡A nosotros nadie nos da lecciones de cambalache!
(Voz de Judas por lo bajini, pero a micrófono abierto: jefe que cambalada y cambalache no figuran aquí como sinónimos).
Desde el sistema estereofónico del cenáculo resuena el Réquiem de Mozart como música de fondo de un Auto Sacramental que escuece en los ojos, según van iluminándose las paredes con signos misteriosos.
El de recursos humanos pregunta al delegado de incultura general: “¿No estarán insinuándose con el truqui de La cena de Baltasar?”.
−¡Caaaalma! Es que, como no sabían qué hacer, han contratado a un malabarista, un tal Daniel[1], para que entretenga al personal contándoles cuantos chinos. Pero parece que les ha salido rana, y está prediciendo la muerte de todo lo vivido hasta ahora con tinta de limón en las paredes.
−¡Será cabrón!
−Cuida tu lenguaje, colegui, que ahora vamos vestidos de lo que ya no somos, o pronto dejaremos de serlo según la profecía.
*   *   *
−Y entonces ¿cómo dices que termina ese galimatías que te has montado? −imagino que me preguntan los incautos que aún me escuchan.
Preguntas así son las que me quitan la inspiración y me devuelven a la realidad más silenciosa.
Sacudo la cabeza.
Miro al aforo, y veo que ya no queda nadie en el patio de butacas.
Afino la mirada encogiendo los ojos, a riesgo de que esta noche tanga que servirme doble ración de cremita antiarrugas, y compruebo que lo que yo había tomado por un patio de butacas no es otra cosa que un punto ciego entre cuatro paredes, habitado por las dos butacas de mi salita de estar: la mía, con mi mismidad de okupa; y la del que se fue con viento fresco, dejándome a mí helada, en lugar de quedarse a presenciar este portento, tras el cual se está fraguando El gran Teatro  del Mundo[2].
Reparo en que hay a mi alrededor tantos libros que mucho me temo que los muy miserables han contaminado mi poco seso (sin “x” lasciva) como hicieran antes con el Ingenioso Hidalgo. Confío en que, como a él, se me devuelva el buen juicio, llegado el momento de escribir “FIN”.
Echo a andar pasillo adelante y, al sexto paso (con “x” exponencial en el sexto), soy frenada en seco por la puerta de salida sin salida.
−¿Será que no nos queda otro remedio que el de dar vueltas en redondo, como rucios solitarios amarrados al mayal del malacate? −le pregunto a mi imagen, reflejada en los cristales del ventanal del jardinillo, único interlocutor que me responde últimamente.
−Como no me aclares eso de “mayal” y de “malacate” −se burla mi sombra.
−Pues mujer… Lo de las norias mismamente.
−Ya no quedan norias.
−¡Malafollá!
(Con qué regocijo me lo he espetado, ahora que no hay quien me escuche de cerca, ni me censure a distancia).
Está visto que hemos llegado a una encrucijada donde no nos vale la brújula que nos dieron para este viaje, y hay que orientarse a ojo si queremos seguir andando. Aunque sea en círculos.
¿Quizá si miro a la estrella polar…? ¿O la cruz del sur…?
¿Será a esto a lo que le llaman “Sábado de Gloria”?
¡Paciencia! Vamos a ver qué pasa mañana con lo del Domingo de Resurrección. 

Porque, si de algo estoy segura es de que esto no es EL FIN DEL MUNDO. Es el FIN DE UN MUNDO pasado de fecha, del que hay que desaprenderlo, si no todo, casi todo para no volver a intoxicarnos (con “x” de execrable).

Delirante; en CasaChina. En un Sábado de Gloria de 2020


[1] DANIEL: profeta autor del Libro de Daniel, que predijo la muerte del rey Baltasar.
[2] EL GRAN TEATRO DEL MUNDO: Auto Sacramental, de Calderón de la Barca, en el que los personajes, tras recibir vestiduras teatrales con las que representar su papel, son desposeídos de las mismas para recuperar su verdadero aspecto.

viernes, 10 de abril de 2020

ATEMPORAL ESTULTICIA


 56/2020
                                      (Croniquilla del Viruso Coronado 31)
       Dicen que un día salieron a recibirlo con palmas y alaracas sin medida, y dos días después lo crucificaron.
       Ahora, bastantes siglos más tarde, recreamos aquello con mangas y capirotes, lágrimas de manzanilla en los ojos y olor a oro, incienso y mirra, procesionando por las calles la historia de una indignidad: la gran hazaña, la soberbia hazaña humana de haber dado muerte nada menos que a un Dios que andaba por la puerta de los templos sacudiéndole a los mercaderes de palomas.
*   *   *
      Hubo días en los que miles de personas coreaban su nombre en las plazas públicas con un fervor más contagioso que el más agresivo de los virus; y lo llevaban, lo traían lo metían y lo sacaban de/en los templos, bajo palio, cual santa custodia con fajín y bastón de mando.
Demasiados años después se rompe la hucha de la rentable calderilla con que pagar los gastos, y se dictan leyes para remover sus huesos sin que nadie pueda tacharnos legalmente de profanadores de tumbas.
       Antes del entierro fuimos bien enseñados en la doctrina de que pensar por nuestra cuenta era traicionar al forjador de la victoria; después nos dimos cuenta de que lo aprendido tenía sus fallos; que en aquella victoria perdimos todos. Desescombramos las trincheras, avivamos las ascuas siguiendo instrucciones, y en ello seguimos. Sañudos, aunque pensando por cuenta ajena.
*   *   *
       No hace tanto, en 2016, un ayuntamiento, escasamente ilustrado por viejas experiencias, aprobó una moción por la que se acordaba la expulsión de los militares de un acto cultural “por razones estéticas” y de “separación de espacios”. Es el mismo ayuntamiento que “tolera” (por no decir que suplica) que sean los mismos militares desahuciados los que desinfectan sus ahora descompuestos espacios, sus tristísimas residencias de ancianos, los lugares a los que nadie quiere llegar, mientras reparten entereza por sus calles y reciben desde las ventanas el calor de la ciudadanía, que les recompensa de aquella zafia afrenta con aplausos fraternales y con nacional reconocimiento.
       A veces, la gente, cuando se siente libre, aunque esté recluida, hasta se atreve a pesar por su cuenta
*   *   *
       Hace años nosotros éramos chiquillos dispuestos a jugarnos nuestra infancia a una partida de cromos de santos, a pedradas o a carantoñas por mitad de las calles del pueblo.
 Jugábamos.
Jugábamos todos juntos, y a veces hasta revueltos; jugábamos −digo− a piola, a policías y ladrones, a manos arriba, al escondite, al ramalico caliente o al anillico perdido. Llegado su tiempo, buscábamos las albercas que no hubieran vaciado para el riego y calmábamos las calores del cuerpo (y las del alma) tentándonos con los ojos; queriéndonos; amándonos de cerca o de lejos. Pero nos queríamos en todos los colores del arco iris.
“¿En qué estarán pensando estas criaturas?” −decían los mayores, mientras nos achicharraban con yodo las mataduras de las rodillas desolladas, nos ponían perras gordas de cobre en los chichones, y nos consolaban con palabras inútiles las primeras heridas del corazón.
*   *   *
Pasaron los años.
Nos diseminamos.
Los más sagaces y adelantados llegaron un día, carnet de militancia en ristre, dispuestos a contarnos historias de muy distintos colores, con los que emborronaron nuestro arco iris en el que nos habíamos sentido infantilmente seguros unos junto a otros; y hablaron y hablaron hasta convertirnos en extraños; rompieron en pedazos la cálida cercanía de nuestra inocencia y nos convirtieron en adultos desconfiados, enemigos de nuestros amigos de la infancia.
Volvieron a decirnos cosas con cierto tufillo a lo de siempre; a convencernos de que, tras haber conseguido nuestras libertades individuales, pensar individualmente y por nuestra cuenta era traicionar al color preferido; luego, no precisamente a pincel, sino a pasadas de brocha gorda, nos fueron igualando el pensamiento, reduciéndonos al tartamudeo, cuando no, al silencio, a base de pegar en nuestros labios etiquetas con nombre infamantes, y sembrando en nuestras mentes la suspicacia, el aborrecimiento, el odio irracional.
Verdaderamente, ser adultos es un conflicto.
*   *   *
       De lo siguiente no hace tanto. Durante largos meses de zarandeo de todos los colores y de pagar por adelantado los servicios cesantes, nos fuimos sumergiendo en un infinito cansancio de colores y de siglas.
       Fue cuando dijimos aquello de “¡Haced lo que os salga de las mismísimas urnas! Después de tantas papeletas con tachones, nosotros estamos des-i-lu-sio-na-dos. Tanto, que no tenemos alientos para pronunciar cualquier palabra de más de una sílaba (SI/NO), si no es a golpe de detonación con silenciador". 
"¿Ilusionarnos?"
"No; no podemos hacerlo”.
*   *   *

       Ahora, cuando los de entonces somos ya ancianos, los de en medio medran miserias mileuristas, y los de ahora miran estupefactos hacia todos los lugares, sin acabar de saber por dónde viene el enemigo, tal parece que, a pesar del desastre general, aún sigamos tratando de poner a salvo lo poco o mucho que cada uno de nosotros tenemos, sin tener el talento de comprender que lo único que de verdad nos queda somos nosotros mismos; todos. Y el recuerdo de aquella infancia arco iris donde el mayor tesoro era el abrazo promiscuo e indiferenciado.
El abrazo presentido
El abrazo deseado
El abrazo consumado

El abrazo que ahora ha sido prohibido y enterrado legalmente

       Lo demás, las cosas por las que seguimos enfrentándonos como fieras enjauladas, el puesto por el que nos traicionamos a nosotros mismos, la marca que exhibimos como si fuéramos inmortales… Todo eso será parte de una memoria histórica que nadie querrá recordar.

Por qué nos resistimos a entender que todo lo anterior está agotado 
y hay que comenzar de nuevo.

¿Qué estamos haciendo?
¡Qué estamos haciendo!
¿Qué tiene que pasarnos todavía?

Perpleja en CasaChina. En un 10 de Abril de 2020

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