(154/2021)
La casa de Méndez Núñez, a pesar de sus desconchones, era muy
hermosa; tanto como lo son todas las casas cuando lo único que queda de ellas
es el recuerdo intermitente de una infancia escondida detrás de demasiados
calendarios; tantos que se cuentan por decenas.
La casa de Méndez Núñez sigue siendo y pareciéndome muy
hermosa, a pesar de su insistencia en pasearse a sus anchas por cualquier resquicio
por el que pueda colarse de rondón en mi memoria.
Me
arrancaron de aquella casa sin darme tiempo a rescatar de su insólito
escondrijo la cajeta −así se decía allí y por entonces−, donde guardaba mi
pequeño tesoro, ni permitir que me despidiera de los rincones donde había dejados
olvidados los escasos recuerdos que pueden almacenarse en apenas 15 años aún por cumplir. Pero, para entonces, la casa de Méndez Núñez, con sus habilidades de
vieja, ya me había habitado a mí para siempre con esa tozudez con la que las
casas de las infancias nos habitan, como si ellas fueran auténticas almas en
pena, y nosotros simples paredes en las que los espíritus escriben mensajes
indelebles, doliéndose de discontinuos espacios vacíos y con demasiado escombro
de relleno entre las grietas del tiempo.
Busco
en la memoria, y apenas recupero un fragmento de aquel despojo que me dejó un hueco aún por rellenar. Ahora comprendo por qué no puedo recordar el momento y
las circunstancias exactas de los últimos momentos en Méndez Núñez, 7: la
mudanza parece que se hizo de un día para otro, de manera precipitada, mientras
yo estaba en el internado, al que regresé −o me regresaron− de forma inmediata,
sin que todavía se hubieran apagado en la casa ni el olor de los cirios, ni los ecos
de los responsos, ni las visitas plañideras del vecindario, que venía a dar el
pésame a la viuda y a husmear cómo resuena un caserón tan grande cuando el
hombre de la casa falta de repente y sin aviso previo.
Eso
fue por febrero de aquel año.
Cuando,
llegado junio, las monjas me devolvieron a mi familia, como quien le da suelta
a un colorín enjaulado, la casa de Méndez Núñez ya era un recuerdo sin padre al
que no volver, y el pueblo donde estaba la casa un nombre que empezaba por la
letra “J”, como el nombre de aquel chiquillo de calzones largos recién estrenados,
que me miraba de reojo mientras yo me pavoneaba encima de mi bicicleta propia,
por delante del taller de Mañas, a las afueras de “J”, donde se alquilaban bicicletas
cochambrosas a real la hora, hasta que los Reyes Magos del año anterior me
regalaran aquella bicicleta HB, con malla de colores en la rueda de atrás para
que no se me metiera entre los radios el vuelo y los rubores del cancán almidonado.
Ahora
me parece mentira que una casa pueda contener y almacenar tanta vida compartida
durante tan pocos años. Y, sin embargo, la casa de Méndez Núñez, 7 es una
especie de almacén de recuerdos que vienen y van, y se repiten durante la
vigilia en cuanto me descuido; y regresan y se recrean en sueños con estancias,
formas y sonidos fantasmagóricos o gloriosos, como si los sueños fueran caminos
de vuelta a la patria de una infancia sajada de un solo tajo.
Es
curioso.
Muchas
noches sueño con aquella casa, y nunca tiene la misma forma, ni es como fue,
aunque se le parezca mucho, y acabe yo por encontrarle un punto de identidad; y pasan
cosas, aunque casi nunca sucede lo que de verdad sucedió en ella. Pero sufro y
gozo con la misma intensidad de entonces.
¡Si
yo contara…!
*
Anoche,
la casa de Méndez Núñez, 7 volvió a colarse en el mundo de mis sueños en cuanto
yo di la primera cabezada y me dejé caer en él.
Nadie
va a creerme cuando diga lo que voy a decir.
Pero
lo tengo que decir.
La
casa del sueño de anoche es como si estuviera viva. Tenía por balcones dos
inmensos ojos que me miraban muy fijos, tal que si estuvieran intentando leerme y
aprenderse de memoria esos recuerdos que guardo yo enrollados y clasificados por
edades.
Ahora
que lo pienso, es muy posible que la casa y yo hayamos mantenido un diálogo
intermitente durante toda la noche sobre la conveniencia o inconveniencia de desempolvar
y sacar a la luz esas antiguallas ya lejanas.
−¿Pero
tú no te das cuenta de que tengo ya demasiadas lagunas en la memoria como para
ponerme esa tarea? −creo que le he objetado en un momento determinado del sueño
para escurrirme de lo del mandato de escribir.
−Pues,
con contar lo que tu recuerdes, puedes darte por cumplida conmigo, −ha porfiado,
poniéndose ella por delante.
−¡Miedo
me da!
−¿Miedo?
¿De qué?
−De
que alguien se incomode por lo que yo pueda contar.
−Pues
comienza por aquilatar que las cosas nunca son como se cuentan, ni sucedieron
como tú lo puedas contar, sino como cada quien las vivió.
−¿Y
si, a pesar de todo, se me incomodan y se nos escuecen?
−Pues
echa mano de lo que siempre dices como si fuera tuyo, y que le tienes tomado de
prestado a tu maestro.
−Como
no me aclares de quién hablas…
−Estoy
mentando a ese tal Humberto Maturana que no se te cae de la boca.
−No
tengo ni repajolera idea de qué tiene que ver Maturana con lo de meterme en
berenjenales de contar las cosas que no me pertenecen por entero, y que alguien
pueda darse por aludido y me busque una ruina.
−¡Ah,
¿no?!
−Pues…
No.
−¡Vaya!
¿Ya no recuerdas el eterno soniquete? “Yo me hago responsable de lo que digo; no de lo
que tú entiendas que he dicho”.
−Mira, no me acordaba yo ahora de eso. Hay que ver lo que llega a pensar la gente. Y lo que
puede llegar a decir esa gente cuando se echa a pensar.
−Ea.
−Ea,
¿qué?
−Que
te toca.
−¿Que
me toca? ¿Y se puede saber qué es lo que me toca?
−Te
toca decir a ti.
−¿Decir
sobre ti, claro?
−¿No
te estarás guaseando de una pobre casa sin futuro…?
−¿Yoooo…?
−Eso
mismo. Y, ya puesta, y hablando de “Yoses”, ponte tú misma por escrito como si
fuera verdad lo que digas de ti.
−¿Me
estás diciendo que me invente una vida, aunque sea de mentira?
−Mira,
en eso no había pensado yo; pero tampoco está de más inventarse vidas paralelas
para uno mismo y para lo que nos rodea. Tú escribe y que sea lo que Dios quiera. Así me redimes a mí de mis escombros y
a ti de tus ausencias y carencias.
*
No
voy a entrar en mayores detalles sobre todas las loquerías que pueden llegar a
decirse en una conversación onírica entre una mujer con el reloj señalando un
tiempo de descuento y una casa que ya no está a tiempo de dar fe de lo que fue.
Lo único que me queda, si quiero echar una cabezada sin que venga la casa a
desvelarme, es ponerme a cumplir sus deseos, y escribir. Y ya de paso, ¡por qué
no arrimar aquí uno de los poemas sobre aquella casa? Hablo del que está en la
página 61 del poemario <FLORES QUE DABAN GRITOS> que acaba de ponerse a resollar.
DEL PUEBLO A LA CIUDAD --- 16/2021
Eso fue por febrero de aquel año…
Me arrancaron de allí,
como se arranca la uña de la carne
la voluntad del diente en sus encías,
la erizada epidermis de su cuerpo,
o la abarca del pie del peregrino…
Arrancarme de allí.
Así comenzó todo.
Después, echar a andar camino de lo urbano
fue como naufragar en la aridez
de un inmenso rastrojo apelmazado,
erizado de granzas y pajones
y arribar
a una playa sin mar. Impredecible,
humosa, intermitente,
con los pies desgarrados por ásperas promesas coralinas,
con algas de desecho en la garganta.
Con el alma
ceñida por los restos de hitajos inservibles.
Durante tan azarosa singladura
los peces abisales, traslúcidos y ciegos,
me iban arrancando a dentelladas
mis viejas vestiduras vegetales
hasta torname en pulpa dolorida
ávida del alivio de algún vendaje humano y envolvente.
Por eso me encontraron
despavorida, desnuda y zozobrada
en el urbano lecho de un suburbio
con la palabra “padre” entre los labios.
En CasaChina. En un 24 de
Febrero de 2021
Poema incluido en el poemario <FLORES QUE DABAN
GRITOS> 2021, Página 61