30/2023
Este
periódico Jaén, y este director suyo, Juan Espejo, no se andan con chiquitas:
si tienen que ponerle paisajes a lo que se escucha, ahí que se echan ellos a la
carretera y empiezan a trasegar kilómetros hasta que encuentran lo que buscan.
Tiempo llevo yo −y quienes conmigo leen el diario−
espulgando (que no “expurgando”) entre sus hojas una nueva aparición de ese
nombre que a mí me remueve los entresijos de la memoria y me “okupa” los
tímpanos con reminiscencias de acufenos celestiales de adolescencia mal
olvidada: ANDARAJE.
Era El Andaraje del que hablo un barrio de Jódar (de los que
todavía están, porque los barrios de nuestros pueblos son inmortales como
dioses), con uno de esos paisajes, EL LAVADERO PÚBLICO, que algún munícipe con
ínfulas de moderneces historofóbicas macarrillas me cambió de sitio, hasta
arrancarme aquel poema encorajinado que dormita entre los versos del poemario
<PROBABLEMENTE, OTOÑO>: “Me
movieron de sitio otro paisaje/ otra fatalidad, casi otro encuentro./ Cual el
árbol que cambia de vestido/ cuando llega su tiempo, y se desnuda, y se entrega
en los brazos del invierno/ sin saber lo que hace/ el paisaje vestido de
frescura/ fue asaltado/ a golpe de piqueta./ Igual que el anticipo del ocaso/ fueron
desmantelando su armazón/ dejando el esqueleto a la intemperie./ Tendré que
convenir/ que allí donde reinaban los escombros/ hay ahora una plaza con
estatuas/ (con las que no me hablo, aunque me miren/ con esos ojos muertos sin
pupila)./ (Nunca crucé palabra con extraños)./ ¿Pero dónde?/ ¿Dónde estará el
paisaje que sabía/ el último motivo de un recuerdo?”.
Como digo, desmantelaron la nobleza de la pileta de piedra,
a la que se llegaba tras bajar dos escalones tan de piedra como la pileta
misma; arrancaron y arrumbaron en algún lugar ignoto las grandes losas sobre
las que nuestras jodeñas (¿o suena mejor “galdurienses”?) mujeres restregaban
el poco o mucho ajuar doméstico −dependiendo de que lavaran ropa propia o de
encargo de casa-bien− de los años más oscuros, al tiempo que enjuagaban
sabañones en las aguas heladas de aquel manantial inagotable y trasparente como
la conciencia de un jilguero. Con lo que no pudieron las piquetas sin talento
fue con la tozudez del manantial, de manera que allí siguió manando como una
vomitera de vino peleón, a la espera de que algún remordimiento le devolviera
la escudilla donde vaciarse. Ese lavadero estuvo a la espalda de la iglesia
parroquial, con la que compartía linderos santificados, campanas de buen
consejo y cornejas de pésimo cantar.
Por entonces, y en un lateral de la parroquia, además del
sacristán, vivía el sochantre, encargado, como el nombre de su cargo indica, de
dirigir del coro de una iglesia en los oficios divinos.
No sabría decir si fue la nostalgia del rumor del agua del
lavadero del Andaraje, o los buenos oficios de los oficios divinos que el
sochantre apuntaba con letra redondilla en sus partituras lo que movió a su
hijo Jesús a meterse en fandangos −nunca mejor dicho− y poner la oreja a la
escucha de lo que las lavanderas −a las que él sigue llamando sus
“INFORMANTES”− canturreaban entre dientes con musiquilla de himno condenado a
la horca, cuando no a garrote vil −“arriba los de la cuchara/ abajo los del
tenedor/ que todos “semos” comunistas/con el martillo y la hoz”−.
El caso es que, hace 50 años, el tal Jesús, se juntó con un
tal Pepe Nieto −el de “Tejidos Nieto”− y con un par de mozas de buen ver y superior
cantar; y, a falta de dineros para mercarse mejores instrumentos, agarraron de
sus casas almireces, sartenes, botellas de “Anis-del-Mono”, carraquillas y
cualquier otro trasto al que poder arrancarle un qujío, y comenzaron a remedar
a las lavanderas de detrás de la iglesia.
Las siguientes en ser espiadas mientras canturreaban a sus
anchas, aligerándose de sapos mal atragantados, fueron las capacheras. A fin de
cuentas, viviendo como vivían en lo más alto del cerro San Cristóbal, en
aquellos agujeros trogloditas de boca enyesada, no corrían riesgo alguno con
las picardías de las letras de sus cantares, porque por allí no subía “la
autoridad” a censurar canciones de mal ver como “la MariaJuana,/ la que cantaba/
bebía vino/ y se’borrachaba/ y a su nene tética le daba/ como era tuerta/ como
era tuerta/ con el culo’atrancaba la puerta…”, que por las Pascuas derivaba a temas
más navideños como “A Belén la llevan/ a Maria Zambullo/ tres pares de bueyes/
le tiran del culo”.
Esos tengo entendido que fueron los comienzos del GRUPO
ANDARAJE. Pero ya se sabe que esto de hurgar entre monsergas y rarezas de
tiempos pasados es como lo de rascarse: que no se encuentra alivio si no se
sigue en ello hasta que se abre la piel. Y EL GRUPO ANDARAJE, que cuando
comenzó en 1972 era un puñado de gurruminos, se echaron a crecer y a buscar y
rebuscar cancioncillas de entredicho por la comarca de Sierra Mágina; y luego,
por las aledañas; y más tarde por la provincia entera, hasta traspasar
fronteras regionales y provinciales. Y ahí están ahora, cincuenta años después,
con un bagaje que para sí lo quisiera el editor −si es que lo hubo− del romancero
universal.
Arrancaba yo diciendo que ni el periódico JAÉN, ni su
director, Juan Espejo, se andan con chiquitas y miserias a la hora de
ofrecernos a sus adictos razones para seguir leyéndolos. Aumento lo dicho
informando al paisanaje del culmen de lo que fue la aventura de imaginar y
grabar un concierto para hacernos babear de envidia.
¿Los escucharon anoche? ¿Y vieron a dónde se llevaron a las
criaturicas a grabar lo que nos ofrecieron? Pues eso: que hace algunos días,
fue Juan Espejo y les dijo a los de <EL ANDARAJE>: “que vamos a ver si
cuadramos agendas −labor, por lo que sé más difícil para esta gente que hacer
gorgoritos− y nos ponemos a buscar un sitio con suficientes fantasmas censados
como para que se sientan a gustico con lo que vosotros tenéis de repertorio”. Y
<LOS DEL ANDARAJE> contestaron: “que por nosotros no va a quedar; pero
que, después de 50 años de andadura, no vamos a cambiar de instrumentos, no sea
que almireces, carracas, botellas y demás aparejos se nos incomoden ahora que
tantísimos años llevamos juntos”.
Superados los tiempos, no hubo dificultad en ponerse de
acuerdo en las maneras de lo de echarse al monte, que dicen que es donde mejor
suena la percusión casera si se la acompaña de buen hacer y buen querer. Y allí
que se fueron nuestros cincuentones romanceros con nombre propio, José Nieto,
Jesús Barroso, Petri Blanco, María José Cejudo, Carmen Tizón, Guillermo Barroso
Torres y Guillermo Barroso Cejudo, “cargaitos” de pitos y flautas, a cantarle a
las ruinas del molino del Sotillo de la Parra. Lo que no nos cuentan ellos,
pero a mí me han dicho mis fantasmas, es que, cuando ya lo tenían todo montado
en mitad del todo de la nada, se echó a llover, y a punto estuvo Eolo de
fastidiarles y fastidiarnos el concierto, por afonía de los pitos y flautas que
antes mentaba.
Menos mal que los espíritus de los cerros se apiadaron de
nosotros.