Al hilo de la palabra "CENCERRADA", del "EXPRESIONARIO DE MÁGINA"
(Certificada, pero sin acuse de recibo)
17/2001
Querida hija:
No
voy a andarme con rodeos. Estoy en Valencia. O, por mejor decir, don Valerio y
yo estamos en Valencia. Sí, don Valerio; el MaestroEscuela de Salinas.
Estamos juntos. Pero no con uno de esos viajes organizados para viejos. Estamos
los dos solos, viendo cómo se le suben las colores a la Albufera por la tarde,
Dios sabrá de qué vergüenzas de lo que tiene visto.
Hemos escuchado vuestro
anuncio en la radio, en eso del “Servicio de Socorro de Radio Nacional” y,
aunque no termino de discurrir a qué viene tanta preocupación, te escribo
seguidamente. De verdad que, después de tantos meses en la Residencia sin
noticias vuestras, no esperaba que nos publicarais como a los desaparecidos por
tres días que hace que faltamos.
¡Lo que tiene una que ver!
Cuando las hijas de Don Valerio y vosotros, con las habladurías y las
rencillas, no podíais ni miraros a la cara. Y ahora, con lo del anuncio de la
radio, parecéis uña y carne mentando a vuestros viejos y publicándonos como si
fuéramos las coplas dedicadas.
Hablando de la radio,
sabréis que ha sido oyéndola como nos entró el regomello de hacer lo que hemos
hecho. Ya habréis oído que los del Gobierno han dicho que los viudos no vamos a
perder la pensión si volvemos a casarnos. Y a eso hemos venido Don Valerio y yo
a Valencia, a casarnos. Bueno; ya lo he dicho. Y me entra la risa, −perdona,
hija−, figurándome tu cara, con lo mirada y melindrosa que tú eres.
Que don Valerio y yo nos
quisimos de mozos ya lo conocíais, y de ahí vinieron en el Pueblo, como
sabes, los desaires entre la familia de
tu Padre, la mía y la de don Valerio. Él y yo que éramos de los pocos que
teníamos algunos estudios, así que “cada oveja con su pareja” que rezongaban
los míos, como se decía antes. Que “mujer leída no podía ser buena” que decían
los de tu padre; y que “plato de segunda mesa era malo de catar” porque “catado
estaba” le decían a tu Padre los amigos cuando se juntaban.
Sabiendo eso, no te
extrañará que estuviéramos en boca de todo el mundo porque ahora habíamos
vuelto a hablarnos a destiempo como una chochez vergonzosa.
Lo de “todo el mundo” es
mucho decir. Me refería a ese “todo el mundo” que es una Residencia de
Ancianos. Y ahí en el Pueblo…, que ya sé las murmuraciones que habéis tenido
que apechar tus hermanos y tú, y las hijas de don Valerio. Pero te juro por
todos los de mi sangre que mientras estuvo vivo nunca le falté a tu padre que
en santa gloria esté ni con el pensamiento. Don Valerio y yo tonteamos de
mozos; para qué lo vamos a negar. Pero nos empezamos a olvidar como pudimos
cuando se fue a la mili y se reenganchó de voluntario todas las veces que le
dejaron para poder comer caliente −que en el Pueblo no encontrabas ni nabos en
los malditos años del hambre−. Y nos terminamos de olvidar cuando volvió y yo
ya estaba bien casada por la iglesia. Que encima tenía que agradecerle a tu padre
que me matrimoniara, habiendo estado de novia con otro antes que él. Ni mirarnos a la cara de cerca le consentí a don
Valerio cuando llegó. Y bien que más de una vez se fijó de lejos en los
verdugones que me dejaba en ella la correa de tu padre cuando lo malmetían en
la taberna y le agarraban los celos en una de sus borracheras; o cuando se
jugaba el jornal al tute en una sola tarde, y teníamos que comer de fiado el
resto de la semana hasta que le pagaban. Lo malo era cuando se juntaban dos o
tres semanas sin cumplir con la cuenta de la tienda y no querían fiarme.
Entonces me tundía de una manera… Tú te recordarás, …que ya eras grande, y
alguna vez recibiste por meterte por en medio.
“Mira, María, −me decía la
tendera con ojos de lástima−, si fuera por ti, te daría de fiado por un año.
Pero, hija; con ese chalao de hombre tuyo, tendrás que entender…”.
Yo me iba calle abajo con
el miedo metido en el cuerpo, cavilando en qué ponerle en el plato para que tu padre,
mal que bien, llenara el estómago, y se olvidara de la correa. Pero ya no le
echo cuentas a aquellos años de vapuleos y de hambre; bien lo sabes tú; y, como te digo, que Dios lo tenga en su
santa gloria.
Cuando te porfié para
que me trajeras a la residencia, porque la casa se nos estaba quedando chica, −que
mira que has parido hijos−, y cuando te vi de irte el primer día desde la
ventana de mi nuevo cuarto, se me partió el corazón teniendo que apartarme
hasta de las cosas más insignificantes que había tenido en el mundo. Pero, como
te dije, los viejos nos volvemos demasiado chinchosos. Y un poco sucios; para
qué lo vamos a negar. ¡Si hasta yo misma me huelo el tufo de la vejez cuando
arrimo la nariz a mis manos! “Para qué vas a castigar al mocerío con tu
presencia”, −me decía cada día que
pasaba en la casa−.
Por eso tentaba las cosas tantas veces;
me estaba despidiendo de mi mundo.
Por lo menos, en la residencia,
todos juntos, parece que nos prevalecemos mejor de nuestros achaques porque
siempre hay alguien peor que tú. Tan “peor” que en los años que he estado allí
no pasaban tres días sin que alguno de los compañeros dejara de sentarse en el
comedor a la hora del desayuno. Pero sabrás que ninguno preguntábamos, porque
por adelantado se nos alcanzaba la razón de la ausencia. A alguno de los que
llegaban nuevos, y no conocía el cada día, siempre se le escapaba la pregunta.
Pero, después de la primera vez, nunca volvía a averiguar. ¡Si supieras lo
deprisa que aprendemos los viejos y lo poco que queremos saber de la muerte! Ya
lo apreciarás tú si Dios te da vida; que así sea.
Pero me estoy retirando de lo
que quería decirte en esta carta. En eso tenías razón de enojarte; que nunca he
sabido ir al grano cuando quería mentar algo. Será por el aprendizaje de tantos
años; por lo difícil que era entrarle de
frente a tu padre, que Dios guarde en su gloria, sin que te soltara un
sostrazo.
Como te decía, no teníamos en
nuestros cálculos Don Valerio y yo el que la vida nos juntara finalmente en la residencia;
será que el destino lo dispuso así para que a los dos nos dieran plaza en ella,
y así aliviaros a vosotros del quehacer de cumplir con los viejos y a nosotros
de la pena de no tener sitio entre los jóvenes en nuestras propias casas.
Vernos y encenderse el antiguo
querer fue la misma cosa; que a los viejos, aunque no te lo creas, nos bulle el
corazón con más apremio si cabe que a los que tenéis tanta vida por delante. Y
si no nos hemos casado antes fue por lo de no perder la viudedad; más que nada,
por no privaros a vosotros, que tantas bocas tenéis que tapar, de lo que queda de
nuestra pensión después de pagar la residencia.
Además, ya me dirás de qué
íbamos a vivir los dos. ¡Porque, mira que era tener mala sangre eso de quitarle
a los viejos la pensión si volvían a casarse!
Si tú supieras cuántos viejos
he visto queriéndose a escondidas en aquella triste casa donde nos tienen
apartados como espuertas, y con el miedo royéndoles los entresijos por si los
dejaban sin los dineros y sin tener que echarse a la boca si perdían su
pensión… ¡Cuantos se hubieran casado si…!
¡Ay!, perdona otra vez, hija,
que ya dejo de desbarrar y sigo a lo que estábamos.
Pues te diré que cuando han
radiado lo que ha dicho el gobierno, que ya no nos quitan la pensión, nos hemos
figurado volver a lo que nunca fue, y no hemos querido esperar más.
Ni tampoco queríamos seguir
arrinconados como capachos viejos.
Como ya te conozco, tú me dirás
que, a fin de cuentas, juntos estábamos en la residencia, y que qué necesidad
teníamos de dar el campanazo. ¿Para qué teníamos que menear el agua ya
remansada y enturbiarla otra vez? ¿Verdad, hija?
Lo que no puedes comprender
todavía, hasta que no empiecen tus huesos a helarse como los nuestros, es el
frío que se te mete por el cuerpo en la soledad de las larguísimas noches sin
sueño de la vejez.
Te contaré: cuando, por las
noches, teníamos que irnos cada uno a nuestro cuarto, don Valerio y yo nos mirábamos
sin hablarnos ni siquiera, preguntándonos con los ojos si al día siguiente nos
juntaríamos para tomar el desayuno, o si nuestra silla sería retirada
discretamente de la mesa por la mañana. Y tenías que haberle visto cómo se le
eclipsaba el mirar. Así que ya sabrás por qué nos hemos casado; para poder
darnos por las noches un poco del calor que nos queda. Y para morirnos juntos
si podemos.
No te sofoques, hija; ya sé que
siempre has dicho que con los años se me estaba perdiendo la vergüenza en la
lengua. Pero, aunque sea una vez, y por carta, para no cortarme con lo que
tengo que decirte viéndote ese mirar calcado del de tu padre que en paz
descanse, tengo que referirte las cosas como son y como las siento.
Don Valerio y yo, que tanto hemos esperado, no vamos a esperar
ahora a la muerte sentados en la puerta de nuestro cuarto, mientras el cuerpo
se nos dobla como si buscara ya la tierra. Queremos salirle al encuentro,
cruzarnos con ella por el paseo y por la plaza del pueblo, echarle el último
pulso y poderle hasta que ella nos pueda.
Nos hemos casado y nos hemos
venido de viaje de novios viejos a Valencia, a una pensión junto a la Albufera,
donde las puestas de sol, por las tardes, tienen la misma mansedumbre de
nuestros años y el mismo color que nuestras tristezas. Aquí nos estamos,
gastando lo que el pobre ha podido retirar de lo que sus hijas querían darle de
lo que era suyo cada mes, y de lo que yo sacaba vendiéndole pañitos de
ganchillo a los familiares de los otros viejos. ¡Con lo que a ti te desazonaba y
te afrentaba mi comercio miserable!; ¿o te piensas que no me daba cuenta? Pero
bien que te callabas cuando te daba para los reyes de tus hijos o para unas
medias de nailon por la feria del Pueblo. Bueno, vamos a dejarlo así; que ya no
me quedan muchos alientos para gastarlos peleándome contigo. Y menos ahora que
estoy como reviviendo.
Aunque te dé el último sofocón, lo que sí tengo que decirte,
que ya lo hemos hablado mi marido y yo, −perdona, hija, que se me llene la boca
por una vez en la vida diciendo “mi-marido”−, es que nos vamos a ir a vivir a
la casilla que don Valerio se compró en la Rambla. Esa que está cerrada desde
que él se fue a la residencia, y que ninguna de sus hijas ha querido porque no
tiene corral donde meter las bestias y porque la alcoba y la sala son la misma
pieza. Esa que tu Rogelio quería comprarles por cuatro cuartos porque decía que
parecía un piso de capital. Pero vaya una cosa por otra. No tenéis que
desazonaros por el pico de mi pensión que te quedabas tú después de pagar la residencia;
que, con lo que ha acordado el Gobierno de no perder las pensiones, podremos
vivir mi hombre y yo con lo que le pagábamos cada uno por la estancia, y aún
ahorrar unos duros nosotros, que tan poco necesitamos ya, y que de tanto hemos
carecido; y aún poder arrimaros ese remanente que siempre te quedabas de mi
pensión. ¿O te pensabas que no lo sabía? Pero tampoco por los dineros no vamos
a pelear a estas alturas, ¿verdad, hija mía?
Una cosa sí que quiero pedirte:
que, en cuanto recibas esta carta, retiréis de la radio la proclama; porque
verse publicado, aunque sea a la vejez, es como si te afrentaran.
Y
hablando de afrentas, ya lo sé; que la primera noche que pasemos en el Pueblo, de
madrugada nos darán la cencerrada que le echan a los que se casan de viudos
viejos; pero mi hombre y yo la oiremos juntos, arrebujados en nuestra cama; y
te juro que nos sonará como si fuera la serenata que no pudimos tener de mozos.
En lo que estás confundida,
hija, es en la ropa. Ya no visto “bata negra y zapatillas de paño a cuadros”,
que era lo único que tenía en la residencia. Mi marido, para la boda, aunque
fue humilde y en misa del alba, me compró una saya de florecillas malvas y
grises, unas medias de cristal, una
toquilla de lana y unos zapatos de piel como los que llevé una vez en la feria
del Pueblo el año antes de irse a la mili. Y hasta velo de gasa llevé a la boda,
aunque negro como me corresponde.
Para acabar, quiero pedirte que
no te amargues por lo que vayan a decir tus hijos. O por lo que tú tengas que
referirles. Ni siquiera por lo que tengan que oír. Yo que tú les diría, −para
cuando puedan comprenderlo−, que quererse es mejor que pelearse, aunque lo que les
hayan enseñado es que en lo de quererse hay mucho pecado. Y aunque uno tenga
que quererse con un pie al borde de la fosa. Ahora estoy sabiendo, hija mía, lo
que es un apego de verdad. Como verás siempre hay tiempo para aprender cosas, y
para que la vida se enmiende. Te lo digo por si te vale de algo a ti.
He tenido que hacerme vieja para saber lo bueno
que es tener un compañero. Te deseo, −y que Dios me perdone si ofendo a alguien−,
que el tuyo se te cruce en la vida antes de morirte… Y perdona si me percaté a
destiempo, poco antes de pedirte que me llevaras a la residencia, de que el
Rogelio te había salido tan bravo como a mí tu padre. ¿Y qué podía hacer yo si
no era irme de la casa antes de que yo le partiera la cabeza o él a mí me
partiera el alma?
Ahora ya sabes lo que tenías que saber.
Y sin más que decirte se despide tu madre
que te quiere.
Marineda 9 de
Diciembre de 2001