(Lugares –para yantar
en Madrid)
Eran los años sesenta del S. XX en Madrid, y nosotros teníamos una
juventud recién estrenada y unas ganas de no se sabía bien qué sin estrenar.
Las ganas del no-sé-qué había que amordazarlas y dejarlas aparcadas
hasta que llegase aquello de “hacer uso del matrimonio”, que era el eufemismo de
confesionario del actual “follar” (aquí te pillo, aquí te mato), o del pudoroso
impudor del “hacer el amor”, que viene a ser lo mismo, pero con más introito.
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El Mesón del Segoviano 1920. Foto Alfonso.
Urbancidades.wordpress.com (1920).
Santiago González "El Segoviano"
con familiares y trabajadores de la posada. |
La juventud, una vez estrenada, la seguimos usando con largueza
y castamente, con más alboroto que alborozo, por aquellos rincones del viejo
Madrid tan lleno de jarras de barro repletas de vino peleón, platos de
boquerones en vinagre, tortilla española y meritorias guitarras en manos de
muchachos sobre los que nos habían contado historias de príncipes azules de los
que nosotras, princesas de pacotilla con ínfulas de mujer, comenzábamos a dudar,
sin acabar de entender el motivo de las dudas.
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Foto de Internet |
Por entonces, “ir de mesones” era llegar en pandilla ‑principesos y principesas destronados antes de ceñir corona- a la Plaza Mayor; bajar
las escaleras del Arco de Cuchilleros, enfilar hacia la Cava Baja y, tras el
primer vino en las Cuevas de Luis
Candelas, llegar a alguna de las otras cuevas: las que serpenteaban
misteriosas y desiguales en el Mesón del
Segoviano, ofreciendo cobijo y yantar desde 1740 a arrieros industriosos, a
escritores de escuetas exquisiteces como el greguerioso
Ramón Gómez de la Serna, o al guitarreo generoso
de unos estudiantes con ganas de “no-sé-qué” de princesas destronadas y
príncipes deseosos de abdicar, y un si-es/ no-es de media luz de años no
exactamente sobrados de energía (eléctrica de la de los cables) al arrimo de
manos inexpertas y electrizadas por debajo de las mesas.
Luego, consumido el vino y tiempo hasta donde alcanzaba la paga
de estudiantes y el rígido horario de regreso a los colegios, lo suyo era volver
andando hasta la estación de Sol, doblar la esquina de la Calle Mayor con la
Plaza, mirando con ojos llenos de glotonería las bambas de nata del escaparate
de la pastelería La Mallorquina, y tomar
el Metro -línea uno- de regreso a nuestra juventud huidiza de noches larguísimas
como la soledad misma.
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Foto de Internet |
O como el “pecado solitario”.
De aquel refugio de arrieros y estudiantes sólo queda el nombre
borroso desahuciado por el de Casa Lucio.
Guarda aún ahora el Mesón del Segoviano el mismo dédalo de
cuevas, restos de murallas, silos recónditos y restos de pasado; pero, remozado
desde finales de los años 89 del siglo pasado, tras un dudoso desahucio de los
viejos inquilinos del edificio oficialmente “arruinado”, que dio pábulo a bullas
y chismorreos en mentideros leguleyeriles,
e incluido en la zona de especial protección del Plan Urbanístico de Madrid, se
convirtió en mesón de lujo ‑Casa Lucio- donde ningún estudiante podría ahora pagarse
un vino peleón, no tanto porque el precio ya no se ajuste al presupuesto del vino
demandado, sino porque no sirven tales vinos de medio pelo, sino riojas de
crianza o riveras del Duero de reserva, que suavizan y se contonean en el
paladar de ilustres comensales, catadores de su plato estrella: los huevos estrellados de Lucio.
El Mesón del Segoviano -Casa Lucio ahora https://es.wikipedia.org/wiki/Casa_Lucio
- guarda en sus cuevas historias más o menos
cavernosas y laberínticas llenas de luces y de sombras; pero en nuestra memoria, ya algo gastada, sigue existiendo
el encanto del antiguo Mesón del
Segoviano como uno de esos lugares inolvidables en los que aprendimos a
seguir vivos a pesar de todo.
En CasaChina. En un 26
de Agosto de 2018
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